Julia prepara los papeles para su intervención. Hace cuatro días le avisaron que se desocupó una cama en el hospital y ahora tiene su nombre. La emoción se funde en la espera y le da forma a algo que tiembla. Está nerviosa. A la noche, Verónica la escucha desde su departamento. Habla sola y después llora, tose y se ahoga. Ahora, las dos están sentadas en la mesa del living de Julia mientras los cigarrillos se multiplican, de a uno, en el vaso lleno de agua que usa como cenicero. Tiene los ojos muy abiertos y casi no pestañea.
—Un día antes de la operación no puedo fumar —dice mientras mira la hora en la pantalla de su teléfono.
Todavía hay tiempo: se lleva otro cigarrillo a los labios y hunde la colilla del anterior. Después se levanta y agarra una carpeta de plástico. Mete adentro todos los papeles que estaban acomodados sobre el escritorio, tiene que llevarlos al hospital el día de la intervención. Guarda la carpeta y empieza a revolver los estantes del placard. Arma una mochila liviana. Un día de preparación y dos de posoperatorio. Mientras Julia se mueve, una oleada de tos le sacude el cuerpo y las cenizas de su cigarrillo se mezclan entre la ropa que va guardando. Verónica se levanta y abre una ventana para airear el ambiente. Julia cierra su mochila y la deja a un costado de la cama.
—¿Te jode llevártelas? —le pregunta mientras señala unas cajas amontonadas contra la puerta de entrada—. No me animo a tirarlas, pero tampoco quiero verlas cuando vuelva.
Verónica dice que sí en silencio, y Julia le da una llave de su departamento para que busque las cajas cuando ella no esté.
—No miremos televisión hoy. Vayamos a la terraza.
La terraza está iluminada y las plantas se estiran sobre el cemento. Contra un costado todavía sigue armada la pelopincho que instalaron los del 3° H, aunque está casi vacía: sobre el fondo, una capa de verdín oscuro tapa la tela celeste. Caminan hasta una de las paredes, suben la escalera del tanque de agua y se sientan arriba de todo, sobre el borde. Julia mira la hora en su celular y le pasa a Verónica el paquete de cigarrillos y el encendedor plateado.
—¿Fumás por mí?
Verónica no volvió a fumar desde aquella tarde en el bar con Hernán. Después él la había llamado varias veces, pero ella nunca le contestó. Ahora, estira la mano y agarra el paquete y el encendedor que le ofrece Julia. Saca un cigarrillo y lo prende. Respira el aire, respira el humo.
Cuando eran adolescentes, Lena solía robarle a su papá las colillas de los ceniceros para fumarlas con ella en algún terreno baldío. Nadie cortaba el pasto de esos terrenos, así que se acostaban en algún rincón y fumaban de cara al cielo mientras los pastizales las tapaban enteras. A ninguna de las dos le gustaba fumar. Lo que les gustaba: la sensación de hacer algo reservado para alguien más.
Ahora, Verónica mira a Julia, que mira los edificios de la cuadra. Le parece que entre las dos se extiende una distancia nueva, una que no tiene nada que ver con los once o doce centímetros que tendría que mover la mano para tocarla: toda Julia vive en el futuro que le prometieron, mientras ella sigue arrinconada contra el pasado. Desvía la mirada. Una punta filosa corta algo adentro suyo, y suena igual que la voz de Pedro en los audios que todavía le manda, hablando sobre Marina. Se parece mucho a tener miedo. Cree que es injusto que Julia haya sido elegida para la intervención y ella no: el miedo puede hacerse pasar por muchas cosas. Tiene miedo del sentimiento filoso que acaba de descubrir, de lo que podría hacer con ese cuchillo. Tiene miedo, sobre todo, de la distancia que acaba de ver, que es solamente otra forma de tener miedo a quedarse sola. Pensó que se había acostumbrado a las ausencias, a esperarlas.
Se acuerda de una tarde, hace apenas unas semanas, cuando se cruzó con Daniel, un excompañero del grupo de apoyo del Centro. Lo vio, a lo lejos, sentado en la mesa de un café con un vaso de jugo en polvo (2,64 T) y casi no lo reconoció. El pelo un poco más largo —ondulándose alrededor de las orejas—, la barba afeitada y la luz amarillonaranja de la tarde lo teñían de una calidez novedosa.
Daniel, como todos los que habían aparecido en las listas de candidatos elegibles para la intervención, abandonó las reuniones del grupo de un día para el otro. Durante casi tres años, había sido una presencia constante y casi silenciosa en la vida de Verónica. Una especie de siseo en segundo plano como el que hacen algunos electrodomésticos: una nota su presencia solamente cuando se apagan y aparece un silencio que es como una tranquilidad. No que la ausencia de Daniel la hubiese tranquilizado. No que fueran amigos, tampoco. Probablemente, si se hubieran conocido en cualquier momento previo al aumento de los índices, no hubieran tenido nada en común. Pero los había unido, en ese entonces, algo que los separaba de los demás.
Piensa en Daniel y después en Julia, su vecina. ¿Desaparecería ella también cuando su dolor se deshiciera? ¿La vería en un café un día, a lo lejos, y pensaría “yo la conocía, yo la conocí”?
—Creí que a vos también te habían aprobado la intervención.
Verónica niega con la cabeza. Vuelve a respirar el humo y lo va largando de a poco, trata de hacer círculos pero no le sale. Julia se lleva el pulgar derecho a la boca. A veces hace eso, cuando no está fumando y necesita concentrarse en algo. Se mastica las uñas y los bordes de los dedos.
—Así —dice, mientras le muestra cómo poner los labios para darle forma al humo.
Verónica prueba de nuevo. Inhala parcialmente, copia el gesto, exhala. Nada.
—Mi viejo todavía vive.
Julia la mira. La pena siempre se le hace visible primero en los ojos, que se le arrugan un poco y después se le agrandan mucho. Si Verónica no la conociera, pensaría que está sorprendida.
—Qué lástima —le responde Julia, y se vuelve a llevar el pulgar a la boca. Lo muerde, lo aleja y lo analiza con cuidado. La uña está tan carcomida que los bordes de piel sobresalen por abajo, brillantes de saliva. Tal vez, piensa Verónica, en otro contexto su comentario sería insensible, pero en ese momento preciso le resulta acertado: al final, lo único que todavía la separa de la intervención, de poder ver a Marina sin pensar en Julia, es un muerto más.
—Sí, una lástima.
Las palabras salen de adentro suyo como el humo: de retenerlo en los pulmones por más tiempo, se ahogaría. Y es tanta la tranquilidad que la inunda, como si se estuviese desprendiendo de un secreto terrible, que por un segundo le cuesta armar el sentido de lo que acaba de decir. No se da cuenta de que es la primera vez que le desea la muerte a otra persona. De repente, la asalta el recuerdo de un sueño lejano: la hoja de papel en la oscuridad de su departamento y dos oraciones como una premonición.
Verónica vuelve a acomodar los labios, los entreabre un poco y un círculo de humo sale disparado al aire, finalmente. Las luces de la terraza se apagan, pero su deseo continúa encendido. La muerte puede ser un deseo. Estira el dedo índice y atraviesa el círculo, lo deshace, se queda mirando cómo desaparece enfrente de ella. Todavía no lo sabe, pero seguirá deseándola y esa será la maquinaria de su movimiento, ahora.
Despacio, Julia acerca su pulgar húmedo y lo aplasta contra el borde, final, del cigarrillo.
A la noche, después de subir a la terraza con Julia, Verónica tiene la sensación de estar habitando su departamento por primera vez. Es, un poco, como retroceder. Vuelve a ir hacia las cosas como en un primer encuentro y todo le llama la atención: abre las puertas, pasa la mano por encima de los muebles, camina. Cuenta, para adentro, los pasos que necesita para llegar de la cocina al living, del living a su cuarto, de su cuarto al baño: cinco, once, cuatro. Afuera, un trueno rebota contra el cemento y estalla la tormenta. Se acuerda, automáticamente, de otra tormenta lejana, con Julia corriendo por un terreno baldío y señalando partes del mundo por primera vez. El lenguaje primitivo de la infancia es el cuerpo, piensa, incrustado en el presente.
Camina hasta el ventanal y lo abre. El aire encerrado entre las paredes le parece la cosa más quieta del mundo y necesita que todo empiece a moverse. Deja que la tormenta entre, que salpique el piso de madera. Busca el colchón de su habitación y lo arrastra hasta el centro del living, justo enfrente del balcón. Se acuesta y apoya la cabeza contra el borde de la almohada. La frescura del material, tan suave, hace el contacto más tangible, y Verónica mira la capa de pintura, blanca y descascarada, que se fue desprendiendo del techo durante los últimos días y amontonando contra los zócalos de la pared. Toda junta sobre el piso parece nieve fresca, y se acuerda de aquella vez que visitó el museo de ciencias naturales con el colegio. En el ala dedicada a las aves, un ornitólogo les habló sobre un pájaro de invierno, de silbido metálico, que construía nidos adentro de cuevas montañosas. Cuando las tormentas de nieve eran muy fuertes, las entradas de las cuevas quedaban tapiadas y los pájaros encerrados adentro. En ese momento, la imagen le había parecido un destino terrible. Ahora, intenta dormir. Da vueltas en el colchón y los pies se le enroscan en las sábanas. Quiere cerrar los ojos pero no puede: piensa en el pájaro de invierno, recorriendo las noches heladas, internándose en una montaña, dirigiéndose sin saberlo hacia su propia muerte. La inunda ese tipo de adrenalina que ataca la piel cuando saltamos al interior de aguas heladas. Tiene los sentidos alertas y le parece que dormir ya no es una opción, que seguramente no vaya a ser una opción hasta que todo termine. Desear, además de ser una maquinaria, también puede ser un mecanismo: irreversible.
Se levanta y sale del departamento, camina envuelta en varias capas de ropa, las manos enterradas en los bolsillos del tapado, sin proponerse ningún destino. La geografía, esa ciencia bajo la que se pretende ordenar el mundo, siempre le pareció un misterio inaccesible: su mente insiste en ubicar las cosas de forma equivocada. Cambiar los edificios y las calles de lugar, agregar espacios que nunca existieron. Lentamente, cruza las avenidas nocturnas sin pensar y deja que su cuerpo tome todo el control. Una buena señal, un principio acertado, si realmente quiere hacer lo que se propone. Algunas cosas no fueron hechas para ser pensadas. Es preciso, entonces, que las deje a merced del cuerpo, del animal escondido que vive entre las uñas.
Cuando llega a una esquina se para en seco. No sabe por qué, pero el lugar le resulta familiar, querido. Mira a su alrededor y a lo lejos ve un puesto de flores, cerrado por la hora. Mientras se acerca, el sonido de las hojas secas sobre las baldosas le sacude un recuerdo lejano: se acuerda de la noche en que caminó con su papá por ese mismo lugar. También era otoño y las hojas ya habían empezado a formar, igual que en ese momento, una capa amarilla y roja sobre la vereda. Todas juntas parecían las piezas de un rompecabezas impresionista encajadas por el viento. A medida que avanzaban hacían ese ruido quebradizo y, por primera vez, su fragilidad la llenó de angustia. ¿Cuántas personas, cuántos pasos hacían falta para convertir una hoja en polvo?
Se había mudado a la capital hacía apenas una semana y era la primera vez que su papá la venía a visitar. Arreglaron para ir a cenar y ella estaba inquieta de alegría. Pidieron canelones de verdura, tomaron cerveza negra, y él habló con los mozos como hacía siempre, en un tono que era cómplice y atento. Cuando salieron del restaurante, caminaron hasta la esquina y enfrente de un puesto de flores se encontraron con un pedazo de espejo partido. Por algún motivo les llamó la atención a los dos al mismo tiempo y, mientras esperaban el cambio del semáforo, miraron. En el reflejo de la superficie rota, parecían una concatenación de fragmentos mezclados: se construían. En ese momento, Verónica tuvo la sensación de que esa imagen los representaba con exactitud, pero no se sintió triste ni ansiosa como le pasaba cuando se miraba en los espejos sin fisuras y tenía la certeza de que no era, no podía ser eso que veía.
Pasaron más de veinte años desde esa noche, pero el puesto de flores sigue exactamente en el mismo lugar. Se habían cerrado tantos negocios, piensa, casi todos, pero ese sobrevivía. La gente, aparentemente, todavía estaba dispuesta a invertir en los gestos más efímeros. Sin meditarlo, se acerca y se sienta sobre el cordón de la vereda, siente el aire cargado con el perfume empalagoso de las flores. En otro momento, le parece que el recuerdo de ese encuentro le hubiese despertado una nostalgia agridulce. Ahora, sin embargo, siente la tranquilidad de una despedida necesaria.
La noche de la cena y del espejo, antes de separarse, hicieron planes para recorrer las pizzerías clásicas del centro. Al final, sin embargo, nunca las visitaron, algo siempre se interpuso. El trabajo, la distancia, otros compromisos. A veces pasa. Una hace planes y los posterga, porque confía en el tiempo.
A la madrugada, cuando vuelve al departamento, escucha a Julia del otro lado de las paredes. La escucha arrastrar cajas, abrir y cerrar puertas, y ventanas, y cajones. ¿Qué busca? Cada vez que Julia cierra una puerta —y una corriente de aire acompaña ese movimiento y la estrella fuerte contra su marco—, varios pedacitos de pintura blanca se desprenden del techo del living de Verónica, ondean en el aire y caen. Más ruido: los pedacitos de pintura tiemblan sobre el piso, casi levitan por efecto acústico.
Verónica calienta agua, hace café (1,45 T), espera. Sentada sobre el sillón de dos cuerpos, aprieta las manos contra la taza y mira el colchón, mojado sobre el piso. Se quema un poco pero no la suelta. Se concentra, en cambio, en ese calor: traslada el dolor, lo ubica en un lugar específico sobre la piel, un lugar que puede nombrar. Eso la tranquiliza. Respira. Deja que el aire la llene y la vacíe como una ola que arrastra todo lo que toca. Tiene una idea ridícula pero efectiva: se levanta el pantalón, prende un cigarrillo del paquete que le dio Julia y se lo apaga contra la rodilla. Después, lo prende de nuevo y lo vuelve a apagar, hace otro agujero que le quema la pierna unos centímetros más abajo y repite el proceso cinco, seis veces más, hasta que lo único que siente es su propia piel: se incrusta en el presente y su mente se vuelve un animal.
A las seis y cuarto de la mañana, la entrada del departamento de Julia se abre y sus pasos retumban por el pasillo. Después ya no los escucha más, pero ve cómo una hoja de papel, doblada a la mitad, aparece por abajo de su puerta. No se mueve. Los pasos se reanudan y se alejan, el ascensor se abre y se cierra, y todo queda en silencio. Verónica se levanta, agarra la hoja del piso y la desdobla: “Te dejé las llaves del auto sobre la mesa, el viernes salgo a las cinco del hospital. Acordate de las cajas”. Sale al pasillo y, con cada paso que da, la tela de su pantalón se mueve y roza las quemaduras. Saca la llave que le dio Julia del bolsillo y abre la puerta del departamento: el olor a cigarrillos mentolados la recibe. Carga las cajas, apenas tres y no muy pesadas, y se las lleva. Las amontona contra un rincón, entre su sillón y el escritorio, pero no las abre. Ya sabe lo que hay adentro. Vuelve a lo de su vecina. Una pila de ropa se acumula sobre el piso y otra de platos sucios ocupa toda la mesada. Gira las canillas, el agua es caliente y le va poniendo las manos rojas mientras lava. A la ropa la junta y la mete adentro del lavarropas. Después hace la cama, repasa los muebles y barre. Cuelga la ropa en el tender, abre las ventanas. Se deja caer en un mantra hecho de movimientos continuos, una especie de meditación activa. Antes de irse, agarra las llaves del auto.
La casa de los jazmines, el lugar que eventualmente se tragaría todos los veranos de su infancia. Las tonalidades de esos meses contenidas entre los frutales del jardín, el espacio distribuido según la inclinación del sol: a la mañana, la luz oblicua en una reposera contra la ligustrina; al mediodía, perpendicular abajo del techo de la galería; a la tarde, paralela sobre el pasto, entre los tilos.
Cada día una espera elástica, llena con los olores dulces de las frutas arrancadas —higos (4,06 T), nísperos (3,94 T), duraznos (7,34 T)— que flotaban en palanganas de agua a la sombra del roble. El papá de Verónica le pasaba el barrefondo plateado a la pileta, sacaba las hojas y después ponía la escalera de madera contra el borde: se la sostenía para que saltara de cabeza al agua. Su mamá caminaba descalza sobre el pasto húmedo, apuntando la manguera verdeazul al cielo, arrastrando plantas, revolviendo la tierra con las manos. En enero, sus uñas siempre eran medialunas oscuras.
Después, la hora imperturbable de la siesta, el rigor de la palabra paterna: no hacer ruido, estarse quieta, no molestar. El descubrimiento de la fragilidad que le daba forma a esa palabra, lo fácil que le resultaba torcerla y las consecuencias suspendidas en el futuro como simples potencialidades, una especie de nube comiéndose el horizonte hasta que llega un viento suave y se la lleva despacio a otro lugar. Fortunas meteorológicas. La metamorfosis de la siesta, entonces: del monopolio del tiempo a la libertad. Darse cuenta de que podía usar esa hora a su favor, que durante sesenta minutos alargados, la casa, detenida, le pertenecía por completo.
Lena, la más audaz de la dos, expandiendo siempre los límites un poco más: saltando la tranquera de su casa, corría las tres cuadras que las separaban para invitarla a la transgresión definitiva. Las dos calculaban, entonces, los minutos con el cuerpo, la hora de regreso, mientras recorrían el barrio silencioso y tan quieto, pensando que eso era todo lo que podían pedirle a la vida: moverse por afuera del encuadre que habían dispuesto para ellas.
Lo que hacían entonces ya no importaba y podían hacer tanto cuando nadie las estaba viendo, pero sus diversiones eran de lo más simples. A veces juntaban panaderos, crecían sobre todo al costado de las zanjas. Si Verónica cierra los ojos, lo primero que ve de esas tardes es esto: Lena con las piernas cortajeadas de trepar árboles, Lena con el pelo revuelto y lleno de abrojos, Lena agarrando un panadero blanco. Como un regalo, lo sostenía enfrente de ella y la invitaba a pedir deseos. Tiempo. Verónica siempre pedía más tiempo, mientras el mundo de los grandes permanecía dormido, todavía.