Tengo empezada una nota sobre secuenciación genética personalizada y otra sobre la sensación que tenemos a veces las personas de que el Universo tiene algún tipo de voluntad. Son notas lindas, a las que les vengo dedicando tiempo e investigación. Son importantes porque tienen un formato un poco más largo que las notas que suelo escribir y porque las dos son bastante personales en términos de las historias que me llevaron a escribirlas, pero no son urgentes.
Urgente sería que el uso de un producto potencialmente muy peligroso para una gran cantidad de personas se volviese moneda corriente. Urgente, parece, es hablar del gas pimienta. Dos palabras mentirosas que se colaron en la cotidianidad y que se fueron metiendo en el uso de todo el espectro de los que quieren tener a mano una forma de paralizar a un otro. Desde una mujer que decide, ante la desprotección del Estado, procurar su propia manera de sentir que tiene una posible defensa en la calle, hasta las fuerzas policiales que, ante la desprotección del Estado, procuran su propia manera de sentir que tienen una posible defensa ante rabiosos octogenarios o peligrosos manifestantes. Claro que, en estos dos escenarios, el desprotegido no está del mismo lado del gas. Aunque es el mismo: el más débil.
A la hora de entender cómo llegamos a armar estos desodorantes de Belcebú, lo primero es atender a su nombre ‘aerosol de pimienta’. Con un nombre inocente y que suena a amigable condimento, los aerosoles de pimienta tienen de pimienta lo que los osos koala tienen de osos: nada.
Mientras que los koalas son marsupiales (y no osos), los aerosoles de pimienta no tienen pimienta (o, mejor, dicho, no tienen piperina, el químico que hace que la pimienta pique), sino que, a lo sumo, podrían haber sido llamados ‘aerosoles de pimiento’ (y acá sospecho de la traducción de ‘pepper spray’), porque lo que contienen es una altísima concentración de capsaicina, una sustancia producida en muchos primos del género Capsicum, desde el amigable morrón hasta el infernal Naga jolokia.
La capsaicina está presente en grandes cantidades en el tejido placentario de estos pimientos (la parte blanca que se saca usualmente cuando cocinás, y la que siempre solés tocar inmediatamente antes de rascarte el ojo. Siempre, siempre) y se cree que fue seleccionada como una defensa ante los mamíferos que consumían los frutos, aunque poco se sabe sobre en qué momento de nuestra historia evolutiva surgió por primera vez en especies distantes del ají, como pueden ser los gendarmes.
La capsaicina es un compuesto capaz de estimular una proteína que, a su vez, es capaz de detectar diferentes tipos de señales en el ambiente, tanto físicas como químicas, y que participa también en la respuesta al dolor, el receptor TRPV1. Este se activa cuando está expuesto a temperaturas mayores a 43ºC y condiciones ácidas (por el lado físico), o a químicos presentes en las cosas que sentimos picantes pero medio que deberíamos decir también calientes, como el isotiocianato de alilo en la mostaza y el wasabi, o nuestra amiga generadora de diálogo: la capsaicina.
Algo interesante para brindar contexto biológico es que las aves suelen comerse estos frutos y que esto le viene muy bien a la planta, porque las semillas pasan por todo el tracto digestivo y salen felices del otro lado, pudiendo expandir las poblaciones a donde sea que llegue ese FedEx aviar de caca. Acá es donde uno se pregunta, pero ¿al pájaro no le pica? Porque yo una vez fui a un restaurante indio y las repercusiones de amplificación de hábitat por vector vivo no fueron de lo mejorcitas, y la respuesta es no. Al pájaro no le pica porque su versión de este receptor es ligeramente distinta de la nuestra y no responde a la capsaicina.
Ya en nuestra historia parece que fueron los chinos los primeros en usar la capsaicina como arma. Cuenta la leyenda (que es mi forma de establecer que la fuente puede ser medio babé y que tomemos esto con pinzas) que envolvían extractos de ají picante disecado en papeles de arroz y los arrojaban a los ojos de sus oponentes. Ya más adelante (durante el siglo XVII, en el Japón de la Era Tokugawa) nacía el amor entre la capsaicina y las fuerzas de seguridad, con la policía usando ‘metsubishis’, unas cajitas llenas de este extracto seco que arrojaban a los ojos de los detenidos como instrumento de tortura.
Muchos años después, a finales de los ‘70 y principios de los ‘80, el gobierno de Estados Unidos desarrolló el Agente OC (por Oleoresina de Capsicum). Claro que lo desarrollaron como un repelente de animales salvajes, particularmente, de osos (y, dato de color, para que los carteros pudieran espantar perros difíciles), pero todos sabemos que del uso en osos al uso en manifestantes hay un paso (?).
COMANDO ANTI OSOS
Pero ¿cuánto pica y cuán peligroso es realmente el gas pimienta? El nombre clave para entender y contextualizar todo lo que pica la luz, Simba, es Wilbur Scoville, un farmacéutico norteamericano que fue el primero en rankear los diferentes pimientos en función de qué tan picantes eran. La escala Scoville es igual de intuitiva que de hermosa, y se basa en cuántas partes de agua con azúcar (o medicamento homeopático) hay que agregarle a una parte (seca) de ají (o extracto) para que deje de sentirse el picante.
Así, algo que rankea en 100 unidades Scoville necesita 100 partes de agua azucarada por parte de extracto para que no se sienta el picante.
Acá viene la parte divertida y contextualizamos por qué el ‘gas pimienta’ es mucho menos simpático de lo que su nombre culinario invita a pensar. Imaginemos el picante más fuerte al que hayamos tenido acceso. Los livianos pueden pensar en un jalapeño (conseguible casi en cualquier verdulería), pero los aventurados pueden recordar ajíes de los que necesitamos renombrar o hasta las salsas de supermercado, sabiendo que las que se precian tienen el número de Scoville a la vista. En mi caso es un chile habanero (entre 100.000 y 350.000 unidades de Scoville), y esto es relevante solamente para contextualizar la evidencia anecdótica que viene a continuación, porque esta es la parte en la que nos imaginamos que, después de cocinar, en un acto más bien torpe, nos rascamos la cara. Yo, como entusiasta de la comida picante, cocinero amateur y torpe semi profesional, no tengo que imaginarme nada y puedo simplemente recordarlo.
Apenas la capsaicina toma contacto con las mucosas (sean boca, nariz u ojos), te encontrás de frente a una de esas veces en las que la literatura médica coincide con el reporte subjetivo en primera persona y, de forma idéntica a la descrita, los ojos se hinchan, el aire falta, todo se inflama, empezás a toser y transpirar. Todo esto, simplemente por pasarte la mano por la cara después de cortar un ají que está por lo menos 10 veces por debajo del aerosol de pimienta más liviano.
Pero no van a andar por la calle tirándoles eso a las personas y vendiendo frasquitos en internet si fuese, además de molesto, peligroso, ¿no? Porque, obvio que el gas pimienta tuvo que pasar pruebas médicas para aprobarse.
Y lo hizo. Del ensayo se desprendió que no había peligros mayores, ya que todos los voluntarios (34) recuperaron la vista y la función respiratoria normal unos minutos después de la aplicación. Lo que no te cuentan es la letra chica, donde la aplicación se hace con un chorro de 1 segundo a un metro y medio. Ahora, ¿ensayos sobre multitudes en condiciones naturales? Pfff, ¡a donde vamos no necesitamos estudios en condiciones naturales!
Por suerte, la INCLO (Red Internacional de Organizaciones de Libertades civiles) se tomó el trabajo de hacer una revisión de la bibliografía (hasta 2015) y encontró que para este tipo de sustancias había documentadas por lo menos 5.875 heridas leves, 848 moderadas y 433 heridas graves. De esas heridas, muchas dependían directamente de la forma de administración, siendo el spray la más peligrosa.
Particularmente, el mayor daño local es en la cara, cuello y ojos. Si bien la mayoría de las lesiones oculares no terminan en daño permanente para la visión o secuelas permanentes incapacitantes, esto no quiere decir que no pase. Tampoco quiere decir que no puedan ocurrir lesiones oculares GRAVES, y esto se puede dar por básicamente dos factores distintos.
Por un lado, el factor mecánico: el spray de pimienta viene colocado a presión dentro de una lata. Si la descompresión brusca se realiza a una distancia corta del ojo, la fuerza mecánica del fluido proyectado puede provocar daños directos sobre los tejidos (lo más frecuentemente afectado es la córnea) pero también a toda la estructura del ojo ya que dada una compresión brusca también pueden sufrir las estructuras internas, provocando sangrados intraoculares, cataratas y hasta la eventual posibilidad de desprendimiento de retina. Por el otro, el factor químico tóxico: la capsaicina inflama directamente la córnea pudiendo llegar a causar queratitis (como algo ‘leve’) o úlceras severas (como algo ‘grave’) y, siendo esta uno de los tejidos más inervados del cuerpo, el dolor producido por la irritación es enorme. Pero la capsaicina no viene sola: el spray puede provocar, independientemente de la reacción local habitual, una reacción alérgica al resto de los ‘excipientes’ de la formulación.
Otra cosa que no se ensayó es qué pasa en personas con condiciones preexistentes: si la persona tiene de base un cuadro complejo, la irritación de la vía aérea puede tener consecuencias mucho más graves que para la población general. Las lesiones respiratorias más graves derivadas de la exposición al gas son las crisis asmáticas, donde muchos requieren quedarse internados un par de días. Parece que la hipersensibilidad se exacerba porque los receptores TRPA1 juegan un papel clave en la inflamación bronquial. No es un tema menor, dado que aproximadamente el 6% de la población argentina sufre de asma. Esto quiere decir que el riesgo que deviene de usar gas pimienta en una población donde el 6% tiene riesgo de complicaciones de ninguna manera es un riesgo marginal. Lo mismo puede ocurrir en casos severos preexistentes de ojo seco, penfigoide ocular y otros cuadros que alteren la córnea, el film lagrimal y la conjuntiva.
Pero todavía hay más para mirar. Una cosa que me llamó poderosamente la atención es la falta de bibliografía científica sobre el spray de capsaicina, que despega a partir del 2000. ¿Uno de los motivos? La popularidad que había ganado el spray como método de ‘control de multitudes’ (énfasis en comillas), aunque estrictamente se hablaba de ‘control de motines’. Pero, bueh, así como de los osos a las manifestaciones, del motín a la señora de 84 años hay un paso.
Hay hasta muertes asociadas con el uso, pero no termina de estar del todo claro por la forma en la que el dato se toma. Lo que sí consta en la literatura es la existencia de casos fatales en (para sorpresa de nadie) personas asmáticas.
Por suerte, sabemos exactamente cómo neutralizar los efectos del spray. Ah, no. No sabemos. Ni estudios exhaustivos sobre los efectos, ni una idea clara sobre cómo tratarlos, pero sí fáciles de comprar en la calle. Porque si vamos a tener buenas ideas, las vamos a tener todas juntas.
Tan poco se sabe sobre cómo controlar los efectos del spray que lo más cerca que estamos de un doble ciego randomizado (literal) lo armó una organización no gubernamental que se decidió a probar cada mito sobre spray de pimienta que habían escuchado, y estos fueron los resultados:
Cosas que probaron y no funcionaron
Leche entera: aparece por todos lados como antídoto, y el racional es bueno. Resulta que la leche tiene proteínas que podrían ayudar a solubilizar la capsaicina en agua. Bueno, a la hora de la verdad parece que, en teoría, la teoría funciona, pero en la práctica, la práctica no.
Shampoo de bebé: de nuevo, en teoría tiene que poder remover la capsaicina porque contiene detergentes. No anda.
Agua con bicarbonato: Lo probaron porque funciona (aparentemente bien) con el gas lacrimógeno. No con la capsaicina.
Vinagre y agua / Jugo de limón y agua: Igual que el anterior.
Lo que sí dijeron que podría funcionar es usar un antiácido (de los que tienen Magnesio y Aluminio), pero la disputa está hasta en los papers. Mientras unos sostienen que funciona, otros dicen que no hay diferencias significativas y que lo único que cura el ardor es el tiempo. Igual, ambos estudios son chicos (10 y 30 voluntarios), así que hasta ahí llegan las certezas.
Eso es básicamente lo que sabemos sobre cómo tratar los efectos del gas pimienta. Es más, cuando consulté un oftalmólogo para orientarme, lo mejor que me pudo decir fue esto:
La primer medida debe ser el lavado profuso de la lesión: EL o LOS ojos abajo del agua directa durante al menos 1 minuto (siempre remover lentes de contacto si los hubiera); luego ir a una guardia oftalmológica. El objetivo es tratar de diluir lo más posible el compuesto para limitar su acción y que el daño sea menor. Es recomendable que sea agua lo que se utilice ya que no hay que demorar esta limpieza y no siempre sabemos exactamente qué compuesto fue el utilizado en el caso. El agua va a tener siempre una función bastante adecuada independientemente de si lo que se le arrojó al paciente es gas pimienta, gas lacrimógeno, ácido o cal. Dicho esto debe hacerse el lavado con cuidado tratando de no llevar el agente tóxico a otros tejidos no afectados previamente y remover prendas que puedan estar empapadas con el gas pimienta, ya que de lo contrario el efecto persiste.
Exactamente ahí, creo, empiezo a sentir miedo. Justo en el punto donde un Estado (o, peor, varios, varios Estados) incorporan y naturalizan una práctica sobre la que sabemos bastante menos de lo que decimos saber, y donde la falacia de apelación a lo natural se impone de nuevo. Donde tratamos algo potencialmente peligroso con un nombre inocente como ‘spray de pimienta’, que bien podría acompañar una carne tierna en colchón de hojas verdes, y decidimos que algo que se desarrolló para mantener a raya perros y osos bien puede usarse en personas. Aunque, tal vez, esto encierre el último giro discursivo que los Estados necesitan para aplacar las manifestaciones: ‘Esto no es represión. Es protección. Porque si hay algo que mantiene a los osos a raya en una manifestación es el gas pimienta. ¿O alguna vez viste un oso en una marcha?’.