El rescate más austral

El rescate más austral

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Eugenia Christiani

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Belén Kakefuku

¿Cómo fue el rescate del ARA General Belgrano? Una crónica a través del testimonio de uno de los protagonistas del rescate más austral de la historia marítima.

¿Cómo fue el rescate del ARA General Belgrano? Una crónica a través del testimonio de uno de los protagonistas del rescate más austral de la historia marítima.

El rescate más austral

En épocas de conflicto armado, la historia marítima mundial no registra a esas latitudes un rescate tan grande como el del Crucero General Belgrano. Movidos bajo la consigna de no dejar ningún hombre atrás, los buques Piedrabuena, Bouchard, Bahía Paraíso y el Gurruchaga lograron una proeza sin precedentes: 770 hombres fueron rescatados en medio de un temporal que arrasó el Atlántico Sur.

El punto final que pretendió marcar Margaret Thatcher con la decisión de destruir el General Belgrano ese 2 de mayo de 1982 significó para Argentina la reanudación de un reclamo de soberanía todavía más vivo. Malvinas guarda miles de historias esbozadas por los recuerdos de sus sobrevivientes. Libros, relatos, investigaciones, testimonios e intercambios humanos necesarios para la construcción de ese camino. Esta crónica es una búsqueda en esa misma dirección: que este recuerdo en particular, que esas horas frías, no se hundan en el olvido.

Un flash

La noche antes de cumplir mis 23 años, fuimos con mi papá, Raúl Christiani, a comer a una pizzería cerca de casa. Todavía no había pasado ni un año de la pandemia, así que los cuidados protocolares estaban bastante en regla. Barbijo, alcohol en gel, paranoia por las muertes diarias. Faltando poco para que dieran las doce, la víspera festiva generaba un clima especial, más propenso a las charlas. 

Hacía rato venía dándole vueltas a la idea de entrevistarlo por Malvinas. Ese tema que mencionamos cada abril, pero del que nunca hablamos en profundidad. No quería escucharlo contar su experiencia a través de la radio, como tantas otras veces, sino encargarme yo de hacerle todas las preguntas. Las bobas, las obvias, las que imagino que haríamos cualquiera fuera del contexto, distanciados por el tiempo, problematizados por otras cosas. La matemática todavía ofrecía coincidencias: yo tenía la misma edad que tenía él cuando estalló Malvinas, el 2 de abril de 1982.

La conversación deambuló por los temas de siempre. Primero, la historia de su abuela, que se casó con el hijo de un danés que había venido a la Argentina a marcar el mapa topográfico de ferrocarriles del país. Su apellido, Christiani, provenía de una comunidad trash pseudo-anarco de Dinamarca, Estado libre que mi papá visitó en los años 80 y al que nunca volvió. Me resultó llamativo cómo a veces nuestros orígenes se contraponen tanto con las elecciones de nuestro destino: papá dijo, una vez más, que dedicarse al mar era lo que tenía que hacer en esta vida. No sabía, por supuesto, cuando se fue a estudiar a los dieciséis años, la verdadera magnitud de los desafíos que le esperaban:

En el Gurruchaga éramos seis oficiales —cuenta papá—: uno de máquina, otro de comunicaciones, el comandante, el timonel... Y sesenta suboficiales, cabos, marinos, conscriptos. Yo era guardiamarina, hacía dos meses me había recibido. Tenía veintidós años. Hacía unos años nomás conocía el mar… 

Hace silencio de golpe. Algo lo distrae. Debe ser la memoria, pienso. Es difícil recordar. Pero de un empujón, retoma y sigue. Pregunta:

—¿Vos sabés lo que es un mensaje flash? 

Al norte: ARA Alférez Sobral 

En 1° de mayo de 1982, dos aviones de la Fuerza Aérea Argentina son alcanzados por un misil Sidewinder AIM-9L de la Patrulla Aérea de Combate inglesa, lo que deja a sus tripulantes a la deriva del Atlántico Sur. Antes de eyectar, los pilotos alcanzan a pedir ayuda a través de la frecuencia internacional de socorro. Luego, caen al agua. La balsa inflable que está dentro del equipo de eyección los va a ayudar a sobrellevar la espera en el mar por unas horas. Pero en esas condiciones, las horas no parecen números exactos, sino vagas figuras sobre las que habrá que dibujar estimaciones. A esperar.

Misil Sidewinder AIM-9L.

Si uno quisiera describir lo que es caer al agua en esas latitudes, no tendría otra alternativa más que buscar adjetivos enormes, intentar describir una fiereza exuberante que toma y recobra corporalidad en la náusea de su constante movimiento, que se dota del frío más punzante del sur, que contorsiona en espiral una vasta sensación de incertidumbre. Sin embargo, uno no puede. Tenemos algo que nos aproxima, un profesional de mar que ataja: 

Todo marino sabe que tenés cuatro, cinco minutos de vida ahí. 

Las autoridades en tierra reciben el mensaje de los pilotos y mandan a un buque que estaba en el desempeño de ayuda humanitaria. Es asignado para el rescate el Aviso ARA Alférez Sobral

Cuando el comandante Gómez Roca recibe la posición en donde los pilotos habían caído, entiende que el desafío no será fácil. Sus sospechas se confirman en las primeras horas del día siguiente, cuando recibe un despacho informando que un grupo de tareas británico, compuesto por un portaaviones y seis destructores, se encontraba a 100 millas del punto dado, zona donde también se encontraban entre diez y doce pesqueros ingleses. Lo que en un primer momento era una operación de rescate toma ahora la forma de un desafío doble: hay que entrar en la Zona de Exclusión. 

“Perforar”, dice papá. 

Consciente de las condiciones del Aviso, su baja velocidad y el escaso equipamiento, el comandante decide ingresar a la zona de exclusión izando una bandera blanca con una cruz roja, las luces de posición y cubierta encendidas, y haciendo sonar una sirena de manera regular, para enfatizar el carácter de su misión. 

Alrededor de las 23:45 horas del 3 de mayo, se observa un helicóptero no identificado sobrevolar el barco. Dicha maniobra se repite tres veces a muy bajas alturas. El comandante Gómez Roca ordena apagar las luces, poner rumbo fuera de la zona de peligro y decide comunicar la sospechosa situación al grupo de tareas que había dado el dato de la posición. Inmediatamente, desde tierra ordenan abandonar la búsqueda. Los pilotos tendrán que quedar abandonados a su suerte porque poner el buque en riesgo es un precio demasiado alto.  Sin embargo, hay un problema: la orden desde tierra no llega. Un error en las comunicaciones, problemas de transmisión. El Aviso sigue intentando alejarse pero sin confirmación desde tierra. Y para colmo de males, treinta minutos después otro helicóptero vuelve a sobrevolar el buque. 

El comandante ordena disparar con artillería antiaérea. El helicóptero evade el ataque y se aleja. Pero a los pocos minutos, se lo observa volver, esta vez posicionándose por fuera del alcance del Aviso. Gómez Roca presagia lo que va a suceder, y envía un mensaje flash a todas las unidades. El mensaje dice “Empeñado con helicóptero enemigo”. 

El flash es el mensaje de mayor urgencia dentro del sistema de precedencia de mensajes navales. Ese fue el único que recibí en 40 años de servicio —dice Raúl—. Por los sobrevivientes nos enteramos que, momentos antes del ataque, el comandante había ordenado a todos los que estaban en el puente de comando, estamos hablando de cabos de dieciocho, veinte años, que fueran a la cubierta de abajo. Bajaron todos excepto el timonel y él. 

Un primer misil da en el costado del buque, rompe una lancha y corta las antenas de comunicación. El segundo entra de lleno en el puente de comando, explota y perfora la cubierta inferior. Gómez Roca muere en el acto. 

El Segundo Comandante, Sergio Bazán, observa estupefacto el resultado de los impactos y rápidamente se hace cargo del comando. Tras arduos días intentando reparar el buque con la tripulación sobreviviente e intentando comunicar sus coordenadas para recibir ayuda, el buque es detectado finalmente el 5 de mayo por aviones que ayudaron a evacuar a los heridos más graves. Alrededor de las 21 horas de ese día, con una resistencia ejemplar, el Alférez Sobral llega a Puerto Deseado.

Papá me cuenta que nunca encontraron a los pilotos. Recuerda que, entre los cinco hombres que estaban ahí, se encontraba el guardiamarina Olivieri. Era un año más grande que él y andaba muy feliz por ese tiempo, porque recién se había casado. A Gómez Roca lo conocía porque el año anterior había sido jefe de máquinas de la Fragata Libertad, y él había sido asignado al mismo sector. Sobre otros compañeros y amigos caídos también irá arrojándome datos, contándome algunos pasajes de sus vidas. Hoy en día, a modo de homenaje, dos barcos llevan los nombres de Gómez Roca y Olivieri. 

La historia del Sobral, totalmente desconocida para mí, me deja desconcertada. La pizza empieza a enfriarse pero me olvido de comer. Pienso en la desesperación y el mar, pienso con qué facilidad pueden convertirse en la misma cosa. Cobran sentido todas las vacaciones en la playa cuando era chica, donde papá se volvía excesivamente cuidadoso cuando mis hermanas y yo nos metíamos al mar. “Hasta las rodillas” nos decía, mientras nosotras, inocentes, corríamos hacia el agua queriendo ir a jugar con las olas. El tiempo hace que las ideas se acomoden, que las cosas se entiendan mejor. El tiempo es un gran ordenador, y en su lógica ofrece sincronicidades asombrosas: papá termina de contarme la historia del Sobral diciéndome que cuando escuchó el mensaje flash, en el Gurruchaga se vivía una noche igual de vertiginosa. Me está por contar, por primera vez, cómo vivió el rescate al Belgrano.

Al sur: ARA General Belgrano

Cuando estalló el conflicto, el Gurruchaga estaba en Ushuaia. 48 horas más tarde, ya se había movido a la isla de los Estados para instalarse ahí. Cada quince días, el buque zarpaba para cargar combustible y abastecerse de comida. 

Papá duda si fue el 28 o el 29 de abril cuando el Belgrano llegó a fondear al lado del Gurruchaga. Se retrotrae y recuerda haber navegado antes en esa descomunal construcción de hierro como cadete, cuando estudiaba, “allá por 1978”. Pero ahora tenía otra orden: el comandante lo había mandado junto al cabo segundo, Cachi, a entregar documentación al comandante del crucero. Documentación de la que él ni sabía de qué se trataba. 

Me acuerdo llegar en un bote de goma y estar al lado de esa pared enorme, vertical, de hierro, que era el Belgrano. Altísima, como nueve, diez metros de alto. Justo había a bordo un compañero mío, contador. Estábamos con mucha hambre y me acuerdo de pedirle pan. Hacía mucho no comíamos pan —hace una pausa, se ríe—. Me acuerdo que me dijo que espere a que se vaya el segundo comandante que sino lo iba a cagar a pedos si largaba la comida. Cuando se fue, me bajó envuelto en un mantel veinte, treinta kilos de pan… ¡Un festín! Saludé a mis compañeros. Fue la última vez que los vi. Fue un día jueves.

Papá volvió a bordo del Gurruchaga y racionó con sus compañeros el pan para complementar la cena de todos. 65 personas. Dos, tres rodajas para cada uno. Luego recordó que ese mismo pan fue el que terminaron comiendo los que rescataron del hundimiento. 

Raúl Christiani, entonces guardiamarina, a bordo del ARA Francisco de Gurruchaga.

El rescate 

A las 16 h del domingo 2 de mayo de 1982, una salva de 3 torpedos MK-8 de corrida recta fue dirigida a perforar la coraza del ARA General Belgrano. Uno iba dirigido a la proa, otro al centro y otro a la popa, de tal manera de partirlo en pedazos y hundirlo rápido. La distancia del tiro fue de 1000 yardas, un poquito menos de 1000 metros. El que apuntaron a la proa le erró: pegó en un destructor que iba de escolta, no explotó y siguió de largo. El que iba al centro pegó en la proa, explotó y le arrancó treinta metros de casco. Pero el que iba hacia la popa pegó en la sala de máquinas, el corazón del barco.

Había un gran temporal en el Atlántico Sur ese domingo. Nosotros estábamos al sur de la isla de los Estados, navegando. A mí me había llegado la orden del segundo comandante para preparar mi remolque porque parecía que el Crucero había tenido un problema de máquinas. Me habían dado una posición muy estimada de 70 millas al oeste. Unas ocho, diez horas de navegación. Al paso escuché en la radio la frecuencia internacional de socorro 2182 KHZ y la frecuencia internacional de aeronaves 121.5 MHZ, un pedido de auxilio: “Estamos acá, somos del Crucero General Belgrano”. Ahí nos dimos cuenta que el Crucero estaba hundido, porque los que se comunicaron ya estaban en las balsas

A esas latitudes, el sol sale a las 9 de la mañana y se pone alrededor de las 16 horas. Esa madrugada, la negrura era total. Cuando llegaron al punto al que los habían encomendado, no había nada. Solo el gran temporal que amenazaba agravar la situación.

La búsqueda duró toda la madrugada, hasta que el lunes a las 10 de la mañana unos aviones de exploración de la Armada, que habían salido con las primeras luces del día desde Río Grande, encontraron el primer grupo de balsas. Por la deriva que tenían, calcularon que faltaban otras cuatro horas de navegación hasta llegar. Recién a las 14 h, comenzó el rescate: 

Duró todo el día lunes, todo el día martes, y todo el miércoles, sacando una balsa tras otra sin parar. Era una tarea particularmente difícil porque tenías que acercarte a la balsa, ponerte a un costado e ir sacando hombre por hombre. En medio del temporal.

Le pregunto por las balsas. Papá me cuenta que eran para veinte personas. Pero se encontraban con balsas de quince, veinticinco, o lo que dé.

Entre sí se daban calor. Nosotros no, pero otros encontraron balsas con pocos hombres que se habían quedado solos y se habían congelado. Sevilla, un compañero mío, fue uno. Obviamente no sobrevivió... Con la promoción le hicimos un monolito ahí frente a su casa en Núñez. Otro, Torlaski, también. Los filos de hierro del crucero habían pinchado la balsa donde estaba, y la gente que flotaba en el agua trataba de subirse. Él intentaba decirles que no porque se iban a hundir, y cuando los estaba sacando, el ancla del crucero se cayó arriba de la balsa y lo tiró 4000 metros abajo. Y a Aguirre nunca lo encontramos. Juan José Aguirre. La araña Aguirre. El último en desembarcar fue el comandante, Elías Bonzo, capitán de navío. Hay fotos de eso. Falleció hace unos años. El segundo comandante está vivo. Galazi. Todavía me lo cruzo. 

Recuerda números con una exactitud que siempre me asombró. Números de frecuencia, días, horas, cantidades de morfina o pan. Cuando le pregunto cuántos hombres rescataron en el Gurruchaga, responde sin dudar: 362.

En total se rescataron 770 hombres, con los otros buques, el Bouchard y el Piedrabuena, y después vino el Bahía Paraíso, un buque polar que se quedó más tiempo y agarró a los últimos que se habían ido demasiado al sur. Aunque, como eran balsas que ya habían pasado 72 horas en el agua, pocas tenían hombres vivos

Quemados, fracturados, todos con principios de congelamiento. Rescatar una balsa era una labor de una, dos horas. Algunos se podían rescatar, otros se caían, se enganchaban, se resbalaban porque las explosiones les habían dejado la piel derretida. Y en cada oleaje era procurar que la balsa no se diera vuelta. En general, los que más pudieron salvarse eran los que tenían mejor estado físico, los más jóvenes. Otros se tiraron al agua porque no resistieron la situación, ni en su extrema demanda física ni en su extrema demanda psicológica. 

Una vez, estando con los rescatados en el Gurruchaga, se me murió uno a mí con el cabo Panizzo. De frío, de un infarto. No se quería mover, los que estaban ahí le decían que se moviera, que se junte con la gente por el calor humano… Ese fue el primero que subimos. Estaba duro, en cuclillas y lo subimos arriba de una mesa. Le hicimos masajes cardíacos, pero se fue. Los quemados se fueron yendo a lo largo de los días, porque tenían más del cincuenta, sesenta por ciento del cuerpo quemado por el vapor de las calderas. Vos pensá que el buque era para 60 personas y ahí habían 362. Ocupando el piso de pasillos, comedores... A los quebrados los poníamos acostados, y los quemados iban a enfermería. 

La enfermería era un cuarto con dos camas. Los que atendían eran un cabo primero enfermero y él. Papá me comenta que, de casualidad, había embarcado un guardiamarina médico que ayudó con los heridos, pero él no lo llegó a conocer.

A los quemados les poníamos algunas cremas. Teníamos ocho inyecciones de morfina, que es todo lo que había, pero eran catorce los quemados. ¿Cómo hacés? El Gurruchaga no era un buque hospital, no existían insumos médicos para tanta cantidad de gente. No teníamos vendas, usábamos las sábanas. Cuando lo que tenés solo alcanza para que sean atendidos de a uno, pero son 300 los que tenés que ver ya, es imposible. En esos casos el mejor médico es el que está un poquito mejor que vos, el que está al lado tuyo. El que al menos te puede hablar, quedarse al lado a darte calor hasta que lleguemos a puerto. 

Le digo que no habrá pegado un ojo, y afirma:

Y no. Eso tiene que ver con la preparación militar. La preparación física, anímica, espiritual… Vos no sabés a qué situaciones te vas a exponer a lo largo de la carrera. No sabés tus propios límites ni el de las circunstancias. Para eso uno se prepara. 

Cuando le pregunto si recuerda cuántos sobrevivieron del Gurruchaga, tira su espalda hacia atrás. Queda pensativo. No es para responder la pregunta, sino para explicarme por qué no responderla:

No, no… no sé. Y tampoco son cosas que uno quiera saber. Uno no se pregunta eso. De los 1091 que eran en el Belgrano, murieron 323. Lo interesante del Crucero es que había a bordo hombres de cada provincia argentina. Ninguna excluida. Todo el mapa, todos. 

Puerto

El miércoles a la tarde llegaron a Ushuaia, que era el puerto más cercano. Muchos fueron derivados al hospital y a los más graves los trasladaron al hospital de Puerto Belgrano.

Los del Gurruchaga limpiaron todo el buque, desinfectaron, quemaron la ropa que había quedado. Cargaron combustible y víveres y zarparon de vuelta a la isla de los Estados, hasta la finalización del conflicto, el 14 de junio. Hacían navegaciones y apoyos a lanchas rápidas para custodiarlas de los buques chilenos y británicos. 

Siempre me pregunté cómo se habrán sentido esos últimos días. Esos primeros últimos días, que llevan todavía la marca reciente de los sucesos:

Cuando terminó la guerra nos mandaron al norte, a Puerto Belgrano. Ahí tuvimos unos días de licencia. Y después temas administrativos. Y la vida continuó casi normal…

“Normal” dice. Papá entiende mi desconcierto y aclara:

De nuevo, la preparación. En situaciones límite tenés que encontrar una razón, una justificación, para no dejarte absorber por la situación. Este sentido te la da el

cumplimiento de la misión, la tarea hecha, el sentido del deber. Pero eso se cultiva, se lo aprende, incluso se lo entiende con el tiempo. Cuando uno está movilizado por valores, es la simiente de un accionar que no tiene techo. Cuando no tenés valores, sos eficiente y bueno en lo que hacés. Cumplís, bárbaro. Listo. Pero cuando los tenés, estás habilitado a empujar tus límites cada vez un poco más. Por eso los valores tienen que ver con la eficacia del combate, aparte de la disciplina naval. Ahí radica la complejidad de la preparación militar. Hay faltas gravísimas: mentir es gravísimo, hacer las cosas más o menos también. No hacerlo mal, porque cuando lo hacés mal estás probando un límite tuyo que es real. Hacerlo así nomás, eso sí está mal, porque te estás guardando un resto tuyo. Con vos mismo. ¿Por qué te lo guardás? ¿Cuál es el sentido de hacerlo más o menos? 

Con algunos rescatados se encontró con el tiempo. A otros no los volvió a ver. Revisitar la memoria puede ser un juego pesado. Hay escenas imborrables, nombres indelebles. Lugares borrosos, números imprecisos. Raúl ronda la charla haciendo una pequeña reflexión sobre la memoria, recurso que nos sirve para reconstruir estas historias. Me cuenta que la clasifica en tres tipos: —Una es la que tenés más certeza, la que usé para contarte todo lo de recién. Yo cada vez que me acuerdo de todo esto tengo este relato interno y esa es la imagen que me quedó. Hay un segundo estadío de memoria en situaciones límite que es cuando la misma cabeza te redondea la cosa, le da forma. Tenés flashes, recuerdos que el inconsciente ordena y relaciona entre sí. Podés ver zonas grises que te hacen dudar, huecos, y no sabés si fue real u obra del inconsciente para lograr un sentido. Y después hay una tercera, que es la zona de la no-memoria, aquellas cosas que tu cabeza no quiere recordar. Recuerdos metidos en un sarcófago, tapados con cemento, como un instinto de preservación. Esa memoria, por ejemplo, se encarga de las morfinas que te contaba antes. Si recordara qué decisiones me llevaron a elegir qué ocho hombres llevaban la inyección de los catorce que la necesitaban… ¿Cuál es el criterio para eso? Y para eso sí que no hay preparación. Vos te aproximás, pero nunca estás realmente listo. La gran mayoría de los militares no pasa por estas experiencias. A mí me tocó a los dos meses de haberme recibido. Yo creo que hicimos las cosas bien en lo que pudimos, por la formación que tuvimos.