Capítulo 6

Los brigadistas de Chernóbyl

14min

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Prypiat, Fukushima, Postdam

Cuando se desató la Primera Guerra Mundial, Marie Sklodowska –más conocida como Marie Curie– recibió la orden de resguardar el tesoro radioactivo que tenía en su laboratorio. Sin dudarlo, agarró su reserva de radio, se tomó un tren a Burdeos (que quedaba a unos 600 kilómetros) y la guardó en la bóveda de un banco. Radio. En un banco. Algo absolutamente irresponsable. Pero hay que admitir que, aunque para 1914 se conocía el potencial del uso de la radioactividad en infinidad de disciplinas (como la biomedicina), ni siquiera Marie conocía tanto sus riesgos. Y eso que era la experta más importante en la materia. Ella había descubierto, entre otras cosas que descubre alguien que gana dos premios Nobel, el radio y el polonio, cuyo nombre es un homenaje a su Polonia natal. ¿Me estoy yendo por las ramas? Ni siquiera empecé a irme por la ramas: dos años después, en plena guerra, se convirtió en una de las primeras mujeres en Francia en tener licencia para manejar automóviles. Cargó algunos con rudimentarios equipos de rayos X, les escribió “radiologie” en un costado y marchó al frente de batalla para usarlos en el diagnóstico de los heridos, con lo que salvó muchas vidas. La guerra también fue un muy buen momento para comenzar a implementar masivamente, como es fácil imaginar, las transfusiones de sangre. El método utilizado se había probado por primera vez con éxito en Buenos Aires y el primer donante había sido el portero del Hospital de Clínicas. Eso es irse por las ramas.

Ahora bien: a partir de ahí, y durante todo el siglo XX, se avanzó mucho en el uso de la energía nuclear. ¿Qué es exactamente la energía nuclear? Es la que se genera a partir de alguna interacción en donde el núcleo de un átomo pierde masa. Esa masa que pierde es la que se convierte en energía, según la ecuación que desarrolló Albert Einstein, que tanto nos gusta escribir y tanto nos costó entender: E=mc2 significa que la energía (E) de un cuerpo es su masa (m) multiplicada por la velocidad de la luz (c) al cuadrado. Y parte de esa energía que emite el núcleo cuando pierde masa es la famosa radiación.

Cuando se empezó a estudiar la radiación, las características que más importaban eran su capacidad de penetrar la materia y de ionizar otros átomos (es decir, cambiarles la carga), a partir de lo cual se la clasificó en alfa, beta o gamma. Justamente, su capacidad de atravesar diferencialmente estructuras es la que usaba Curie para hacer diagnóstico de fracturas, porque la radiación pasa fácilmente por tejidos blandos (y vela la placa fotográfica) pero no a través de huesos, entonces se puede obtener –irradiando a la persona con una placa fotográfica detrás– una imagen del estado de sus huesos. Tengo un amigo físico (en el sentido de que es un ser humano hecho de materia pero también profesor de Física) que insiste en que aclare que ahora las radiografías se hacen con una técnica distinta que no implica someter a nadie a la radiación de materiales peligrosos o dañinos, pero lo jugoso está más adelante, así que no perdamos el tiempo ahora.

Otra cosa que ocurre con los núcleos (y esta sí es importante) es la fisión. En este caso, un elemento pesado (es decir, con un número de protones mayor o igual a 82)  absorbe un neutrón y se vuelve inestable. Una mínima, supermínima, casi ínfima fracción de segundo después, se fragmenta en dos núcleos y emite, además de radiación gamma, tres neutrones más. Estos tres neutrones pueden quedarse vagando por ahí, o bien, si hay otro núcleo fisionable cerca, ser absorbidos para producir una nueva fisión. Para disparar ese proceso, se necesita una cantidad mínima de elementos pesados, en determinado volumen, con la que empieza esa reacción en cadena. A esa cantidad mínima –que depende de con qué material se esté trabajando– se la llamó hermosamente masa crítica.

Si la reacción es controlada, por ejemplo, con algún material que absorba dos de los tres neutrones para que sólo uno produzca una nueva fisión, tenemos energía para vaporizar agua. Luego, el vapor de agua moverá una turbina y, finalmente, generará energía eléctrica. A todo eso lo vamos a llamar reactor nuclear. Casi como ser Dios, pero con distinto reparto de responsabilidades. 

Claro que hacer radiografías y mover turbinas no fue el único uso que se le dio a la energía nuclear. Hacia el final de la Segunda Guerra, ocurrió la Conferencia de Potsdam (en Potsdam, Alemania, si no, habría tenido otro nombre), en donde se reunieron los presidentes Winston Churchill por Inglaterra, Iósif Stalin por la Unión Soviética y Harry Truman por Estados Unidos. El objetivo principal era encontrar una forma de terminar la guerra de una buena vez. Alemania estaba devastada pero tenían que definir cómo sería la entrada a Berlín y los japoneses no se rendían a pesar de estar vencidos (me encantan las historias de soldados japoneses que creyeron que la guerra seguía y permanecieron escondidos hasta treinta años después de terminada). Tal vez el momento más importante de la reunión ocurrió cuando le acercaron un papelito a Truman en el que decía “El bebé nació”. No se refería a nada parecido a lo que uno imaginaría al recibir un mensaje así. Se trataba de un telegrama que le indicaba que las pruebas del proyecto Manhattan habían sido un éxito y Estados Unidos tenía la bomba atómica. En esa conferencia decidieron detonarla en dos ciudades japonesas.

El punto es que, entre radiografías y armas de destrucción masiva, el desarrollo de la energía nuclear nunca frenó. De hecho, fueron tantas las pruebas que se hicieron usando este tipo de energía que se llegó a alterar la proporción entre carbono 12 y carbono 14 en la atmósfera. Y eso sin mencionar otro momento interesante de la historia, cuando en 1958 la compañía Ford anunció que tenían el diseño del Nucleon, el primer auto que funcionaría a energía nuclear. Su fabricante vaticinaba que podría recorrer 8000 kilómetros con una sola carga radioactiva en su pequeño reactor e imaginaba un futuro cercano donde esos puntos de carga reemplazarían a las estaciones de servicio. Claro que el Ford Nucleon nunca vio la luz, entre otras cosas porque no se logró diseñar el pequeño reactor para el auto y, además, tampoco pareció buena idea llenar las calles del mundo con reactores nucleares móviles.

El Nucleon nunca vio la luz, digo, pero la luz se hizo: actualmente, uno de los usos principales de la energía nuclear es el abastecimiento de energía eléctrica. Alrededor del 11% de la electricidad del mundo es generada por reactores nucleares. Y estos reactores son seguros. Siempre. Casi siempre. Bueno, a esta altura ya saben de qué va esta historia.

El 25 de abril de 1986 fue un día común en la ciudad de Pripyat, Ucrania. Muchas personas estaban dedicadas a los festejos del 1° de mayo, una fecha muy importante, sobre todo en la Unión Soviética. Los preparativos incluían el armado de una vuelta al mundo gigante que se erigiría en la ciudad y sería motivo de envidia de las ciudades vecinas. Y muchos de los que no estaban afectados a la preparación de los festejos trabajaban como de costumbre en una planta nuclear cercana, que ya era parte constitutiva de la vida de Pripyat. De hecho, un pasatiempo muy común era ir a pescar cerca de la planta porque, al liberar agua caliente al río que estaba al lado, atraía una variedad particular de peces.

Pasada la medianoche (originalmente estaba planeado hacerlo la madrugada anterior, pero un apagón provocó el retraso), se realizó un ensayo en el reactor número 4 de la planta, el más nuevo de todos. La prueba consistía en detener el suministro eléctrico que alimentaba los sistemas de enfriamiento y analizar lo que ocurría hasta que los generadores diesel entraran en régimen.

El equipo responsable de la prueba, debido al retraso de la fecha original, no era el que se encargaría originalmente y tenían menos experiencia. Sin ir más lejos, Leonid Toptunov, que estaba al mando de los controles, era un ingeniero recibido por correspondencia. De todos modos, el responsable de la prueba, Anatoli Diátlov, un físico nuclear de 56 años, decidió iniciarla. Era la madrugada del 26.

Varias cosas salieron mal: hubo un incremento de calor demasiado grande y el agua que debía enfriar el reactor, convertida en vapor, provocó un aumento desmesurado de la presión. En ese momento, apretaron el botón AZ-5 y dieron por terminado el ensayo.

El botón AZ-5 llevaba al apagado de emergencia haciendo caer barras de xenón en el núcleo del reactor. Las barras de xenón son conocidas como “el veneno de la radioactividad” porque este elemento es capaz de absorber los neutrones que se están liberando en las reacciones pero, dada su extraordinaria estabilidad, lo hace sin reaccionar, lo cual detiene de inmediato la reacción en cadena antes de que se salga de control. Pero esta vez las barras tenían un problema de diseño muy grande y en un primer momento, al dejarlas caer por los 7 metros que había hasta el núcleo del reactor, desplazaron hacia afuera el agua que aún lo enfriaba. Para colmo, sus puntas eran de grafito y el grafito es capaz de catalizar la producción de hidrógeno a partir de agua o, dicho de otro modo, convertir el agua en gas más rápidamente, lo cual aumentó de manera crítica la presión en el interior del reactor. En ese momento, a la 1:24 de la madrugada del 26 de abril de 1986, el reactor marcó su última medida de potencia (33.000 megawatts, más de diez veces lo normal) y la planta explotó.

Se calcula que el poder de la explosión, en cuanto al material radioactivo liberado en el planeta, fue equivalente a unas cuatrocientas bombas de Hiroshima, una de las dos bombas nucleares que decidieron tirar luego de que el bebé naciera.

A las personas, a mí particularmente y soy un exponente de persona tan válido como cualquiera, nos gusta rankear cosas: Despacito es el video más visto de Youtube, Bangladesh es el país donde más se consume arroz, Joey Chestnut es la persona que más panchos comió en menor tiempo (setenta y cuatro en 10 minutos). Pero para los casos de accidentes nucleares existe el INES (escala internacional de accidentes nucleares, por sus siglas en inglés). El accidente de Ucrania, hasta 2011 –cuando un terremoto provocó un escape radioactivo en Fukushima, Japón–, fue el único que había alcanzado el nivel 7, el máximo. Si lo hubiese hecho yo, el máximo sería 10 pero en el INES, 4, 5, 6 y 7 corresponden a accidentes mientras que 1, 2 y 3, a incidentes.

El día siguiente transcurrió con relativa calma en Pripyat. Todos sabían de la explosión y estaban sorprendidos por una especie de polvo blanco que había cubierto la ciudad, pero no había instrucciones de proceder de ninguna manera en particular.

Al otro día, el domingo 27, llegó la orden de evacuar. Se declaró una zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor de la planta y 135 mil habitantes fueron trasladados a refugios. Les decían, al momento de abandonar sus casas, que era una medida preventiva y que a los pocos días volverían. No estaba permitido llevarse a las mascotas.

Ese mismo 27, aún con el reactor en llamas, Vladimir Shevchenko utilizó su carnet de periodista de la televisión ucraniana para acceder a la planta y registró el comienzo del trabajo de “los liquidadores”, un grupo de brigadistas, alrededor de seiscientos mil, cuya función era la de paliar las consecuencias del desastre. Y no, no es un error: seiscientos mil. Seis veces cien mil. Tal vez el error fue decirles “un grupo”.

En primer lugar, tuvieron que tapar el agujero que había dejado el reactor, que estaba emitiendo cantidades muy altas de desechos radioactivos (los cuales, sueltos en el viento, no tenían otra cosa mejor que hacer que esparcirse por toda Europa) y crear el sarcófago que los contuviera. La tarea debía ser llevada adelante por personas dado que, en contra de lo que uno creería, la radiación también afecta a las máquinas y los robots originalmente diseñados para hacerlo se rompían irremediablemente. De hecho, el momento más impactante de la cinta de Vladimir es cuando un helicóptero se acerca demasiado a los restos del reactor 4, sufre fallas en el aire y cae sin remedio. Vladimir, al igual que la mayoría de los trabajadores que se ven en su video, no llevaba más protección que un barbijo, y murió a los pocos días por la alta exposición que sufrió al filmarlo.

Los liquidadores terminaron en noviembre el primer sarcófago hecho con toneladas de concreto y metal, y con él lograron contener el problema por algunos años, hasta que la misma radiación lo destruyó por dentro. Hubo que construir otro sarcófago en 1992 y un tercero en 2006.

Pero los liquidadores tenían otras misiones, y entre ellas había una muy dura de llevar a cabo. No era cierto que los habitantes de Pripyat podrían regresar a los pocos días (de hecho, se supone que la ciudad será habitable recién en unos cientos de años) y, como dije antes, no se podía llevar mascotas a los centros de evacuados. Así fue que los liquidadores recibieron la orden de entrar a las casas abandonadas de Pripyat y eliminar a las mascotas. Estos animales habían recibido serias dosis de radiación y no podían andar libremente, esparciéndola por ahí. Dicen que para ejecutar esta tarea, más que ropa adecuada o instrumentos de medición de radiación, los liquidadores pedían vodka.

Pasos y disparos sonaron en la ciudad vacía. Casa por casa, los brigadistas llevaron adelante su trabajo. Con la Unión Soviética inmersa en una crisis muy fuerte (le quedaban sólo cinco años) y afrontando una guerra terrible en Afganistán, no es de extrañar que algunos de ellos no resistieran la tentación de llevarse lo que no era suyo. A lo largo de varios años, diversos objetos contaminados con radiación fueron apareciendo en el mercado negro.

Cuando culminaron las tareas, los liquidadores fueron condecorados por el presidente Mijaíl Gorbachov con medallas que mostraban una gota de sangre y las letras griegas alfa, beta y gamma, los tres tipos de radiación a la que fueron sometidos. A pesar de no haber números oficiales, se cree que sesenta mil liquidadores murieron y ciento sesenta y cinco mil quedaron incapacitados como resultado del trabajo realizado.

Hoy, la ciudad abandonada puede visitarse, aunque con el acompañamiento de guías que porten aparatos para medir radiación y sepan por dónde transitar sin peligro de ataque de lobos y perros salvajes, cuyos antepasados, a pesar del trabajo de los liquidadores, lograron sobrevivir. Una de las atracciones de la ciudad es la vuelta al mundo, que nunca se llegó a inaugurar. Las casas permanecen vacías, la escuela está derruida y la muerte es una presencia ubicua, pero silenciosa e invisible. La vegetación, en cambio, parece prosperar; paulatinamente avanza sobre las estructuras, casi indiferente al desastre: la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich advierte acerca de un extenso y hermoso campo de lavanda que no huele a nada, por haber destruido la radiación las glándulas de las flores que producen el aroma.

Anatoli Diátlov, el científico que había estudiado de manera presencial y estaba a cargo de la prueba, a pesar de haber recibido dosis altísimas de radiación, sobrevivió al desastre y murió en 1995 debido a un problema cardíaco. Unos días antes, en una entrevista, dijo que no se puede atribuir el desastre a una falla humana y declaró que el reactor no debería haber estado funcionando. “Estaba condenado”, dijo.