Bartolo es horrendo. Pero horrendo en serio. Es retacón, tiene la cara arrugada, los ojos saltones, la trompa aplastada y se mueve de una manera sorprendentemente ágil para lo que son sus patas cortas. Así y todo, Bartolo genera ternura. Lo mirás y te da ganas de cuidarlo, porque a pesar de su desorden y su desproporción, terminás queriendo que esté bien.
Todo humano presa de una red social está expuesto a las innumerables fotos que sube Mirta, esa amiga de mamá que te agregó a Facebook y que acaba de tener su primer nietito: una masa alargada y manchada aún de placenta que todos deberíamos ver PORQUE ES HERMOSO, y es difícil negar que el pitufo baboso tiene un extraño y exótico atractivo.
La interacción entre las proporciones físicas de los sujetos y las emociones que evocan en el observador han sido motivo de estudio durante años, siendo uno de los protagonistas en los estudios en este campo es el orgullo argentino, el salteño Dr. Richard Wonder con sus trabajos pioneros sobre nociones antropomórficas y modificación de la conducta.
Cuando alguien dice que ‘todos los bebés son lindos’, medio que un se pasa un montón. ¿Alguien miró objetivamente al nieto nuevo de Mirta? Es una cosa babosa, escatológica, impotente, llorona y bizca. No querés salir con tus amigos o amigas, llegar a un bar y que alguno te pregunte ‘Che, ¿qué tal el flaco o la flaca?’ ‘Uh, re bien, una belleza. Es una cosa babosa, escatológica, impotente, llorona y bizca’.
Pero, babosos y todo, los bebés sí son lindos. Lindos en serio. Lindos de esa manera que te arruga el alma. Lindos kawaii, término que puede sorprender a los que no pasaron la mitad de su adolescencia viendo anime, pero que los fundamentalistas del manga van a entender. Claro que por manga digo hentai, y ya la búsqueda de google de los que no entendían se puso re extraña, pero, consejo, evitar material que incluya tentáculos. Cuestión que los japoneses la megapegaron con esos dibujitos ojones, cabezones y desquiciadamente tiernos, y su secreto tiene que ver con que lo adorable no nos deja ver el bosque.
Estamos encerados y pulidos por el más brutal de los Miyagis, la selección natural. Es ella, madre firme pero justa, que hace que nos gusten las cosas ojonas e indefensas, no por casualidad, sino más bien consistencia. Hace bocha de años, Juan Carlos Mono Antepasado encontró requetetierna a su cría. Esa cría era ocularmente inflamada, con una frente desproporcionadamente grande y, más allá de todo juicio subjetivo, cabezona, y encima, venía media cruda. Porque los bebés humanos nacen requetecrudos y dependen muchísimo de sus padres.
A pesar de todo, a Juan Carlos la cría le resultaba hermosa, y algo adentro le urgía a cuidarla. Como le tiraba paternizarla fuerte, el chiquitito creció fuerte, sano, mimado y, adentro de esta cría, los genes de su papá. Los mismos genes que algún día iban a establecer a sus propios hijos como una prioridad. Es ahí mismo, en ese abuelo gentil, que podemos encontrar una cara más bien oculta y suave de la evolución. Porque, mal y pronto, la evolución es eso: una tirada de cartas donde pegaste una buena mano que, por buena suerte y teniendo el visto bueno del ambiente, se perpetúa a sí misma.
Lo increíble es ver cómo lo que empezó en Juan Carlos, se fue enquistando en nosotros generación tras generación al punto en que hoy vemos trabajos en los que se agarran bebés y se los enbeba y se los adulta (y digo enbeba y no embebe, porque no es lo mismo hacer que un bebé tenga los ojos más grandes, que sumergirlo en una solución de otros bebés, que es bastante cruel, porque licuar bebés para embeber un bebé en bebés es totalmente reprobable).
Cuando se observa la reacción de voluntarios a las fotos de bebés bebísimos (photoshopeados para tener ojos más ojones, frentes más frentonas y cachetes más WAIT FOR IT cachetones, hasta ser convertidos en odas vivientes al Gatito de Shrek), la glándula de la ternura se nos deshace. Por otro lado, consistentemente, cuando vemos un bebé adultado, medio que nos pasa a importar un huevo, algo así como ‘es un adulto chiquito, ya fue’. O sea que lo que importa es lo de afuera y lo que hace al bebé es la carita complicada. Parece que esos cachetes que de chiquito tanto te pellizcaron en algún momento te salvaron de ser abandonado en la sabana africana sin un mísero sanguchito de cebra.
Lo que descoloca en serio es haber podido ver y medir que experimentamos cambios fisiológicos cuando estamos cerca de bebés al punto de poder ver cosas que se prenden y se apagan especialmente en el cerebro cuando tenemos al nene alzado.
Hasta el simio más torpe (no simio simio, simio yo, que voy por la casa pegándome contra las mesas y no puedo lavar dos platos seguidos sin escuchar que uno se rompe) se pone más apto para la realización de tareas delicadas cuando tiene cerca un pibito. Literalmente. Tener un bebé cerca nos cambia la forma de SER, de MOVERNOS, y nos ayuda a oficiar sobre esa urgencia de manipular hábilmente a bola de mocos portadora de genes, o a ganar el mundial de Jenga con tu sobrino Nacho cargado en la kangurera, lo que pase primero.
Cuidamos cosas ojonas e indefensas, porque fuimos cosas ojonas e indefensas, cuidadas por alguien que nos pasó los genes de cuidar cosas ojonas e indefensas. Círculo que empieza en un accidente, una mutación que es tan positiva que insiste en perpetuarse a sí misma.
Bartolos retacones y arrugados. Desproporcionados, dependientes, frágiles, horribles y hermosos que no podemos dejar de proteger como si llevaran adentro de ellos un pedacito de nosotros mismos.