“Campos de monte muy tupido donde las ramas de los árboles raspaban los costados del carruaje y penetraban con violencia por las ventanillas, lo que no era muy agradable.”
Capitán José Andrews, 1825
Dicen que las reglas se hicieron para romperlas, pero nadie avisa que poder ser el que las hace garantiza poder diseñarlas con cuidado y dedicación para que luzcan preciosas, y aún así permitan hacer exactamente eso que como sociedad queríamos que no pasara cuando imaginamos el armado de reglas comunes. Esta es una historia en la que no hubo que hacer la ley para hacer la trampa, porque se hicieron juntas.
Hace no mucho tiempo, los exploradores y pobladores locales del centro de Argentina recorrían, cada vez que necesitaban ir de un lugar a otro, los extensos bosques que originalmente cubrían casi toda la llanura y las sierras del centro del país. Los relatos de la época nos ponen en los ojos de ellos, quienes “…Miraban alrededor y el monte parecía virgen, sin un árbol herido por el brazo del hombre. El suelo cubierto por la espesa capa de hojas caídas en otoño, no revelaba las huellas ni de las fieras” (Estanislao Zeballos, 1870).
Actualmente se cuentan con los dedos de una mano los lugares donde podemos ver paisajes similares a aquellos del siglo XIX, con cientos de hectáreas cubiertas de una vegetación tan frondosa y continua que no parece tener fin. En Argentina queda menos del 30% de la cobertura de bosques que existía hace poco más de 100 años (10% de la superficie total del país), aunque en algunas provincias esa cifra se pone más deforestadora de ánimo, como en la tierra del cuarteto y el fernet, donde sólo queda menos del 5% de la superficie de bosques que había a inicios del siglo XX.
Los ecólogos no somos jipis que se atan a los árboles sin ningún motivo. Bueno, capaz que algunos son jipis, y otros abrazan árboles, pero esto no es un capricho o la pulsión de sentir la corteza contra la cara, sino una acción que deviene de entender profunda y racionalmente que la lucha por la conservación de los bosques es recontra importante. Es imposible resumir las funciones de estos ecosistemas en una nota, pero algunos de los muchos beneficios que nos brindan son: regular la cantidad de agua en los ríos y el clima local, evitar que los suelos se erosionen y vuelen con el viento, capturar dióxido de carbono (CO2) del aire y enjaularlo para combatir el cambio climático, liberar oxígeno y un montón de otras cosas más. El impacto que tienen los bosques sobre nuestra vida diaria es tan enorme que nos compete incluso si estamos en el medio de la selva de cemento y jamás vimos uno.
Entonces, si son taaaan importantes, es intuitivo pensar que todos tienen más o menos claro lo que es un bosque, porque si los vamos a cuidar, tenemos que poder (como mínimo) definirlos. Lo primero que todos solemos pensar es algún tipo de variación de ‘un lugar con árboles’. O algo así, ¿no? Hasta la Real Academia Española dice que son ‘un sitio poblado de árboles y matas’. Esto no es trivial y resulta un garrón que la RAE tenga una definición tan pobre, porque la mayoría de los bosques en distintas partes del mundo son espacios mucho más complejos que una simple pila de árboles. Entre varias cosas, tienen arbustos y otros yuyos, que pueden ser igual de importantes que los mismos árboles para que el bosque sea bosque y haga todo lo que hacen los bosques.
Romper con esa visión simplificada no es algo sencillo pero sí súper necesario, porque a la hora de hacer el Ordenamiento Territorial de los Bosques Nativos (OTBN) −es decir, establecer qué pedazo de tierra se puede limpiar para llevar adelante diferentes actividades económicas y cuál no−, el cimiento de todo el debate es esa pregunta: ¿Qué es un bosque? O, mejor dicho, ¿qué consideramos como bosque?
La mayor parte de los organismos gubernamentales nacionales e internacionales utilizan la definición de la FAO (la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), que denomina como bosque a una superficie continua mínima de unas 5 manzanas, que si miramos desde arriba, al menos el 10% está cubierta por la copa de árboles que miden como mínimo 5 metros de altura. En Argentina, el COFEMA (la bandita que determina qué es o no un bosque), tomó la definición de la FAO, la modificó un poco y en base a eso se elaboraron todos los planes de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos del país. Pero hay un pequeño detalle: esta definición arrastra una idea sesgada de que los bosques no son más que un conjunto abstracto de árboles con ciertas características físicas, donde otras plantas como los arbustos no juegan ni de suplentes.
O sea que sí, los árboles son los elementos más evidentes de un bosque, pero esta definición de la FAO no tiene en cuenta a los otros estratos de la vegetación que cumplen un rol tanto o más importante que los mismos árboles en algunos bosques del mundo, y este bache conceptual va a pesar cada vez más a medida que exploremos por qué es importante la definición.
Si hablamos del bosque chaqueño −el segundo ecosistema boscoso más grande de Sudamérica después del Amazonas, y el que sufrió las tasas de deforestación más grandes de la región en los últimos 30 años−, tenemos que escuchar, entre muchos otros científicos que contribuyeron y contribuyen al estudio de los bosques, a dos grosos locales en el estudio del tema: Marcelo Cabido y Marcelo Zak (algo así como los Batman y Robin de la vegetación cordobesa). Según ellos, los expertos, no hay chances de caracterizar el bosque chaqueño sólo desde los árboles, básicamente porque los arbustos son los dueños del pabellón; son mucho más abundantes y llegan a cubrir entre el 40 y 80% del suelo con una altura de entre 1,5 y 3 metros. En comparación, los árboles cubren entre el 15 y 60% y tienen entre 5 y 6 metros de altura, aunque en los lugares más conservados pueden llegar a los 15 metros. Por otro lado, aunque más olvidados que el Fotolog, están los yuyos, que llegan a medir más o menos 1 metro de altura y que también son extremadamente importantes.
Acá volvemos a cómo hacemos las leyes. Importar ideas y copiarlas y pegarlas sin un análisis crítico en general no da buenos resultados. En este caso, aplicar los parámetros que utilizan los organismos internacionales nos trae algunos problemitas a la hora de ponernos de acuerdo y construir leyes que protejan los bosques nativos (la ley 26.331 en Argentina). Un gran ejemplo de esto es la actual reelaboración de los mapas que indican cómo se pueden usar los bosques cordobeses, donde el Gobierno provincial convocó a una mesa de diálogo en la que participaron entidades agropecuarias, ONGs ambientales, el movimiento campesino y las universidades. Mientras que la comunidad científica y el movimiento campesino banca la definición de Cabido y Zak en apoyo a la necesidad de conservar los escasos bosques remanentes, las agrupaciones productivas agropecuarias defienden sus posturas de acuerdo a la definición del COFEMA, es decir, considerando a los bosques sólo como un montón de árboles.
Esto es muy conveniente para el sector agropecuario, porque de esta forma se deja fuera del mapa de protección a los bosques jóvenes donde los árboles no cumplen con los números del COFEMA, que además están llenos de arbustos y representan bosques en recuperación. Entonces hacha, motosierra y topadora. Por otro lado, en las zonas que se deberían cuidar estrictamente (áreas rojas) se permitirían ‘bajo autorización’ actividades dudosamente sustentables (como el rolado), causando la degradación de bosques en buen estado de conservación. Es decir, la ausencia de una prohibición explícita del desmonte químico y el rolado mecánico crea una zona gris en la ley que permite eliminar todo rastro de árboles jóvenes, arbustos y yuyos si se mantienen los árboles grandes y una cobertura del 20% (N. de E.: el rolado consiste en aplastar con maquinaria pesada todo lo que mida menos de 2 metros).
No es de conspiranoico sospechar que en estos debates hay intereses de por medio que pueden empujar (y lo hacen) la vara en una determinada dirección. En este sentido, en los últimos años hubo varios intentos de modificar la Ley de Ordenamiento Territorial de Bosque Nativo ignorando las propuestas y la información científica presentada, pero la sociedad cordobesa se movilizó masivamente para impedirlo y el proyecto se guardó en el cajón hasta próximo aviso.
Las entidades agropecuarias disfrazan su discurso de progresismo y bienestar económico, alegando que el uso del bosque será ‘sustentable y racional’ y llevará trabajo y oportunidades a los habitantes del campo. Sin embargo, en las últimas décadas, el enorme avance de la frontera agropecuaria en el noroeste de la provincia de Córdoba y otras regiones del país generó no sólo la pérdida de bosques en buen estado de conservación, sino también una migración de la población rural hacia las ciudades con todo lo negativo que eso conlleva para ellos (como sumergirse en la pobreza urbana). Se suma a esto la reclusión de las comunidades campesinas remanentes a zonas de baja productividad, poniendo en peligro de extinción algunas culturas que vivieron históricamente del manejo racional de los recursos que les provee el bosque.
O sea que no se trata de caprichitos de jipis abraza-árboles tejedores de troncos, estamos hablando de una realidad cruda que afecta (y afectará todavía más) a millones de personas. La Ley de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos debería ser elaborada para el bien de toda la sociedad presente y futura, pero el Estado tanto provincial como nacional (que supuestamente nos representa) se desliga del cumplimiento de hacer respetar los derechos de un ambiente sano para toda la sociedad y pone en evidencia hacia dónde inclina la balanza.
Hace poco escuchaba a Sam Harris (<3 <3 <3) decir que las leyes son esas reglas que decidimos poner entre todos para cuidarnos de nosotros mismos; las normas que nos permiten pensar a largo plazo y pensar en todos, en vez de dejarnos llevar por nuestro egoísmo e instantaneidad. Es muy difícil asimilar cómo la opinión de expertos es dejada de lado fácilmente al construir estas reglas compartidas de convivencia, pero eso implica presuponer que el objetivo de esas reglas no es buscar el bien común.
La pregunta que nos toca hacernos es qué agentes vamos a considerar a la hora de elaborar normas; si vamos a trascender la palmada en la espalda, el premio y el reconocimiento social a los títulos y empezar a abrazar realmente el trabajo de nuestros profesionales científicos y valorarlo como corresponde, convirtiéndolo en acciones tangibles, en leyes para todos, en normas que nos cuiden de lo peor de nosotros mismos.
Hacer la ley contiene el riesgo intrínseco de hacer la trampa. Por suerte, la ciencia ilumina, incomoda y aclara, tanto que ese riesgo se vuelve chico, o por lo menos se transparentan las intenciones. Cuando alguien pregunte qué hizo la ciencia por la sociedad, en realidad deberíamos llamar a la reflexión sobre lo que hacemos nosotros con los aportes de la ciencia, porque a veces, como ahora, la ciencia marca una dirección clara, una que jamás podremos transitar si decidimos quedarnos en el molde y no hacer nada mientras otros nos llevan por otro camino.
No nos queda otra que hacernos cargo de que la ciencia es algo que hacemos, apoyamos y convertimos en acciones las personas, y que esta es una de las tantas oportunidades en las que podemos intentar hacer algo, o ver la trampa y dejarla ser ley.
PD: todas aquellas personas que estén interesadas en participar e intervenir en defensa de los bosque nativos, los invitamos a sumarse y seguir las noticias acá o acá.