Capítulo 6

Cultivarás tu propio estante (Pycnoporus sanguineus)

15min

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"Es una peste vegetal que se esparce de árbol en árbol. Implacable, silenciosa, invisible, es una podredumbre oculta, escondida de los ojos del mundo. ¿Brotó de la tierra más profunda y oscura? ¿O acaso fue traída a la superficie por las criaturas más insignificantes? ¿Un hongo, quizás? No, viaja más rápido que las esporas, se cría dentro de las raíces de los árboles, anida en sus corazones de madera. Es un demonio antiguo, reptante. Mátenlo. Mátenlo con fuego."

Benjamín Labatut - Un verdor terrible

Bajo el sol abrasador de un enero en Buenos Aires, en un durmiente del ferrocarril de la línea Belgrano Norte cerca de la estación de Don Torcuato, brotan vigorosos unos pequeños abanicos con anillos concéntricos de colores anaranjados y rojizos, intensos, que contrastan con el marrón opaco y cansado del quebracho, una de las maderas más duras que existen. Intactos, inmutables, parecen disfrutar de los 40 grados de temperatura. Se trata de un ejemplar de Pycnoporus sanguineus, un hongo de la podredumbre blanca. Al costado de la vía, desparramadas como parte del paisaje, el viento empuja algunas bolsas de nylon, botellas de plástico, paquetes de papas fritas, colillas de cigarrillos y envoltorios de todo tipo. A unos pocos kilómetros, el río Reconquista, uno de los más contaminados del país, serpentea llevando consigo los residuos cloacales e industriales de numerosas curtiembres, industrias textiles y otras fábricas que tiran sus efluentes en él.

Plásticos de un solo uso, agroquímicos, fertilizantes, herbicidas, metales pesados, residuos farmacéuticos, desechos industriales… todos terminan en nuestros ríos. Ríos cuyas riberas son hogar de comunidades enteras. No es novedad. La basura se ha convertido en parte del paisaje. La mayoría no se ve. Y lo que se ve, hemos aprendido a ignorarlo. 

Pensar en la magnitud del problema resulta agotador, escribir sobre ella, aún más. Me abruma repetir lo mismo. Preferiría evitarlo, esconder la basura debajo de la alfombra. Aunque todos sabemos muy bien: la Tierra es un sistema cerrado, una nave flotando en el espacio. Extraemos, transformamos, consumimos y desechamos lo que no nos sirve. Es una secuencia que dista mucho de ser circular.

El plástico, un invento recién del siglo pasado, revolucionó nuestras vidas de muchas maneras. En varios aspectos, las mejoró. Es un material liviano, de bajo costo y extremadamente versátil. Sin embargo, su mayor fortaleza es también su mayor debilidad: no es biodegradable. Una vez producido, el plástico puede permanecer intacto durante miles de años. ¿Y a qué se debe tanta insistencia? ¿Cuál es su fórmula de la longevidad? La respuesta al parecer siempre —siempre— es la química. El secreto del plástico radica en la estructura de sus polímeros: largas cadenas de moléculas unidas de manera tan estable que no hay procesos naturales capaces de descomponerlas. Es precisamente esta durabilidad lo que hace que el plástico sea tan útil, pero también tan problemático desde un punto de vista ambiental. ¿Para qué fabricar algo tan duradero que probablemente usaremos sólo una vez? Quizás tenga que ver con una negación de la propia finitud. Aunque nos duela, nuestra vida es acotada. No vamos a estar en este planeta por siempre. 

No sólo fabricamos materiales absurdamente inmutables, sino que también devastamos ecosistemas enteros. ¿De dónde viene esa madera que ahora es durmiente del ferrocarril? Se estima que en los bosques nativos del norte de nuestro país se talaron más de 300 millones de quebrachos colorados para la extracción de taninos y para la fabricación de postes, leña y durmientes. Toneladas y toneladas de madera. Millones de hectáreas que demoran años en crecer y segundos en desaparecer. 

—Toda la madera del mundo la degradan los hongos o el fuego —me dice Leo Majul cuando lo visito en su laboratorio. Allá, un poco más al sur de donde el río Reconquista desemboca en el Río de la Plata, en el cuarto piso del Pabellón 2 de Ciudad Universitaria, se encuentra el Laboratorio de Micología Experimental. Leo es biólogo —micólogo, para ser más precisos— y judoka. La palabra judo significa “camino hacia la flexibilidad”, lo que me lleva a preguntarme si hay algo de esa flexibilidad que también aplica a su trabajo, porque muchas de las preguntas que Leo investiga surgen de situaciones que tienen más que ver con el arte que con la ciencia, esas líneas de interferencia donde las disciplinas se cruzan. 

Con la paciencia de un buen docente, Leo me explica algo que, confieso con cierto pudor, nunca me había preguntado: ¿qué hace que la madera sea tan dura? ¿Por qué la usamos para fabricar muebles, vigas, vías de tren? Si los árboles están hechos de células, como los hongos, como nosotros...

—Es una cosa impresionante —se entusiasma. Sonríe mientras se dispone a explicar la química que subyace a esa pregunta.

Me cuenta que la dureza de la madera proviene de su estructura química compleja, compuesta por tres elementos principales: la celulosa, la hemicelulosa y la lignina. Estos tres componentes son los que le dan a la madera su resistencia, su recalcitrancia. La celulosa —el polímero más abundante del planeta— es un compuesto formado por muchos azúcares, secuencias de glucosas concatenadas una al lado de la otra, tejiendo fibras que pueden, además, interactuar entre sí. Esto le confiere una gran fortaleza. Pero si la madera estuviera compuesta únicamente por celulosa, podría romperse frente a la compresión. Por eso, luego viene la hemicelulosa, también un polímero compuesto por azúcares, pero en este caso, no son todas glucosas, sino que puede haber otros azúcares que le otorgan estructuras menos lineales: pueden formar incluso bucles, una suerte de resortes que le dan a la madera cierta flexibilidad. Y por último está la magia de la lignina, una red compleja de moléculas entrelazadas cuya síntesis involucra una serie de distintas enzimas que catalizan reacciones específicas. Esas uniones son muy difíciles de cortar, es necesario tener la herramienta precisa para romperlas, y muy pocos seres vivos son capaces de hacerlo. 1 Las termitas pueden alimentarse de madera gracias a una relación simbiótica con microorganismos en su sistema digestivo, y algunas especies incluso cultivan hongos en sus termiteros. Los hongos de la podredumbre blanca, como el Pycnoporus sanguineus que crece en los durmientes del tren, sí saben cómo. Reciben ese nombre porque al degradar la madera dejan un color blancuzco, el color de la celulosa. Estos hongos producen enzimas —catalizadores biológicos, pequeñas maquinitas que pueden acelerar reacciones químicas— especialmente poderosas, ya que liberan moléculas altamente reactivas, conocidas como radicales libres, capaces de romper los enlaces complejos de esa matriz de anillos moleculares que es la lignina. 

—El Pycnoporus es muy hábil para producir enzimas que pueden utilizarse, por ejemplo, para degradar contaminantes de la industria textil, como los colorantes. Al proceso que utiliza organismos vivos para limpiar el agua o el aire contaminado se lo denomina biorremediación. En la actualidad, el tratamiento de estos contaminantes involucra el uso de costosas tecnologías fisicoquímicas y una gran demanda de compuestos químicos que lo hacen poco viable para su uso ambiental. Por eso es necesario desarrollar tratamientos alternativos, como los basados en el metabolismo de los hongos. Son seres increíbles, capaces de degradar una gran cantidad de compuestos: no sólo la madera, uno de los compuestos más recalcitrantes en la naturaleza, también pueden utilizarse para degradar basura.

Leo me explica que los enlaces químicos de la madera son similares a los del petróleo, los colorantes e incluso las toxinas de las colillas de cigarrillos. Lo que significa que los hongos son lo suficientemente versátiles para degradar una diversidad enorme de contaminantes. Pero hay que exponerlos e ir probando. Ir “adiestrando” a los hongos para buscar esas habilidades, esos superpoderes olvidados en algún lugar de su genoma. Además, cada cepa puede ser diferente. Y las condiciones ambientales también influyen: no es lo mismo un medio ácido que un medio alcalino; no es lo mismo el laboratorio que los contaminantes reales. Todo hay que investigarlo, probarlo, preguntarlo y estudiarlo. 

Su laboratorio del cuarto piso tiene paredes de ladrillos rojos y techos altísimos, estantes con libros y miles de frascos. En la mesada negra hay algunos aparatos que agitan los medios de cultivo. Lo hacen a través de unos imanes sumergidos que parecen girar por arte de magia —en definitiva, el campo magnético un poco lo es—. El sol de la tarde impacta de lleno por la ventana y atraviesa las tablas horizontales de la persiana americana, la luz se filtra entonces formando rayas anaranjadas. Leo busca entre los cajones y encuentra un ejemplar de Pycnoporus, algo seco y envejecido, pero que conserva su pigmentación intensa: ese rojo-anaranjado furioso de la luz que entra de afuera se repite en el hongo, y es como tener un atardecer en las manos. Me muestra la parte superior, el píleo suave —aterciopelado cuando es joven, pero que con el tiempo se vuelve liso—, y luego la parte inferior, donde se encuentran los poros. De inmediato enciende la luz de una lupa, coloca el ejemplar sobre la platina y me invita a observar. Miro a través de los oculares, muevo el foco hasta que la imagen se vuelve nítida, y los veo: la superficie está cubierta de pequeños agujeros contiguos, que se asemejan a un coral. Algo en esos círculos pegados me atrae y no puedo dejar de mirarlos. Recuerdo que hay gente que padece tripofobia y siente aversión total por estas formas. A mí me resultan hipnotizantes.

—Desde que cursé Química Biológica y escuché hablar de este tema, sentí un vínculo fuerte. Siempre había pensado que los problemas ambientales se abordaban desde la ecología, lo cual está bien, pero me preguntaba: ¿por qué no atacar directamente el problema ambiental? Quería ir más allá de los estudios ecológicos y generar algún tipo de solución. Todo fue encajando. Terminé en el mundo de los hongos porque inicialmente quería hacer biorremediación, pero luego me di cuenta de que este campo es muchísimo más grande, más interesante y permite abordar una cantidad impresionante de cosas.

La luz naranja empieza a menguar, se está haciendo de noche. Alguien de otro laboratorio interrumpe para pedir prestado un agitador. Leo no lo duda y continúa la charla. Es normal que los investigadores se queden trabajando hasta cualquier hora. 

—Cuando empezás a conocer la biología de estos organismos, tanto desde una perspectiva histórica como lógica, te atrapan por completo. Es como si todo lo que aprendí del ciclo de Krebs 2  Proceso metabólico cíclico que se da a nivel celular. Esa microobsesión por seguir vivos. tuviera que reescribirse. ¿Cómo puede ser que gasten energía para producir glucosa fuera del organismo? —Se estalla de risa frente a lo absurdo que le parece ese capricho metabólico—. Esa lógica rompe con lo que pensaba de la biología y me genera una nueva forma de entenderla.

Leo da por sentado que yo sé cosas que no sé y muchas veces me da vergüenza preguntar alguna obviedad. Le pido por favor que me explique todo con lujo de detalles. 

—Durante el período carbonífero las plantas vasculares adquirieron la capacidad de producir lignina, lo que les permitió generar verdaderos troncos, pero durante mucho tiempo no había ningún organismo capaz de degradarla. ¡Una locura!

Intento imaginarme cómo era el planeta hace 300 millones de años, colmado de bosques de helechos gigantes, pantanos interminables, insectos colosales y una atmósfera hiperoxigenada. Se me vienen a la mente las secuoyas, esos árboles altísimos que pueden llegar a medir más de cien metros, robustos y longevos… y de golpe, entiendo la fascinación. Hubo un período en la historia del planeta en el que las plantas descubrieron cómo generar estructuras rígidas y estables capaces de acercarlas al sol. Un tiempo en que los árboles conquistaron el mundo y se alzaron hacia el cielo: habían encontrado una estrategia, fabricar madera, esa estructura química, mezcla de lignina y celulosa. Durante varios millones de años, fueron los reyes de la Tierra. Nada ni nadie —tal vez el fuego— era capaz de destruirlos. Conquistaron la tierra. Y si un rayo caía, el árbol tal vez moría, pero el tronco no se descomponía; quedaba ahí. Nadie podía degradar esa estructura compleja. “Hasta que llegaron estos hongos”, hace una pausa para reírse de esta maravilla evolutiva. Gracias al azar, la prueba desinteresada, el error, y el tiempo para millones de intentos, unos organismos supieron finalmente cómo destruir la madera eterna de los árboles. Aprendieron a comerse a los titanes.

Pienso en lo difícil de no dispersarse siendo tan curioso y habiendo tanto por descubrir. La biorremediación lo introdujo al mundo de los hongos y allí descubrió que las rutas y los caprichos metabólicos de los hongos le encantaban. En eso estaba, trabajando con las enzimas de Pycnoporus e intentando no dispersarse, cuando Heidi llegó al laboratorio. 

—Yo le abrí la puerta, pero no sabía quién era. Heidi quería trabajar con algo muy difícil: reproducir los pseudotejidos que producen algunos hongos llamados Phallales. Esos tejidos, conocidos como indusios, son como una especie de tela hexagonal, geométricamente perfecta. Todo empezó con ese objetivo, desarrollar ese material, pero era muy complicado, y en el proceso se formó un grupo detrás de la fabricación de un aglomerado fúngico, un material biobasado. Antes de conocer a Heidi, yo no entendía nada de arte o diseño. Pero me sorprendió mucho esta nueva vía de divulgación que se abrió. Era como descubrir un mundo completamente nuevo. Pensé: “¿por qué no probar?”. Me pareció interesante y me dio mucha curiosidad. Además, la idea de hacerlo accesible para las personas me pareció genial. Si logramos que esto sea realmente accesible, creo que puede ser algo muy valioso.

Leo tiene los ojos grandes y oscuros, y se le iluminan cuando, de repente, recuerda algo que le genera una fascinación contagiosa. Me quiere mostrar algo que está en un estante muy alto. Se sube a una escalera y baja una caja de cartón donde se amontonan unos triángulos que fueron utilizados para una exhibición. Son piezas de aproximadamente 15 centímetros de lado, hechas de un sustrato de aserrín en el que todavía se aprecia el micelio esponjoso, de un tono rojizo suave, característico del Pycnoporus. Saca algunas con delicadeza, y señala algo curioso:

—¿Ves? —Me señala uno de los triángulos—. No todos son igual de naranjas, algunos tienen como una especie de borde más intenso, como si tuvieran un dibujo de un triángulo más claro adentro. 

—Qué extraño… —digo confundida. No termino de entender por qué tendría que estar tan sorprendida.

—¡Este es el primer resultado estrictamente interdisciplinario! —exclama Leo y sonríe triunfante, y procede a contarme otra historia, también desde el principio.

Hace unos años con Heidi se embarcaron en una muestra en el Centro Cultural Recoleta, donde iban a exhibir los resultados de sus exploraciones con materiales biofabricados. No sólo venían investigando a los hongos como aglutinantes, sino que también venían trabajando en crear materiales coloridos y con texturas interesantes. El objetivo era poder hacer crecer el micelio con una forma delimitada y que expresara color, y en lo posible, distintos tonos y texturas. El Pycnoporus, con esos pigmentos rojos o anaranjados, era ideal para ese desafío. 

El primer paso fue conocer cómo el micelio del hongo se adaptaba al sustrato y si era posible darle la forma deseada utilizando un molde. Una vez que eso se había logrado, el siguiente paso era experimentar con la expresión de color. ¿De qué dependía? ¿De la exposición al aire? ¿Cuánto tiempo hacía falta para lograr un tono anaranjado? De a poco fueron poniendo a punto la técnica y al cabo de varias semanas de ensayo y error, estaban satisfechos con el resultado. Cuanto más tiempo se exponía una zona del micelio al aire, más rojiza se volvía. Al ir combinando las variables pudieron lograr tonos únicos que iban desde el blanco al naranja intenso. Lo habían logrado: iban a poder montar el resultado de sus investigaciones en una obra geométrica hecha de triángulos de micelio de distintos colores y texturas. Pero hay algo que pasa cuando uno salta del laboratorio a la escala de producción de una obra. 

—Al construir la pared de triangulitos, tuvimos que producir más de 400 piezas, muchas fueron descartadas en el camino porque no cumplían con nuestras expectativas. 

El proceso incluyó varias etapas. La cantidad de triángulos que necesitaban cultivar era tan grande que tuvieron que maximizar el espacio disponible. Organizaron las piezas en bandejas, colgándolas por un vértice con piolines y alineándolas en filas. Con el tiempo, observaron un fenómeno curioso: las zonas de los triángulos que quedaban en las filas de atrás desarrollaban un color más pálido en lugar del naranja intenso característico de las filas delanteras. Parecía como si el micelio pudiera detectar a la distancia la presencia de otros organismos similares y decidiera no invertir recursos en producir color en esas áreas. Este comportamiento planteaba preguntas intrigantes sobre cómo los hongos perciben y responden a su entorno. El fenómeno nunca se hubiera evidenciado si no hubieran tenido que hacer tantos triángulos de micelio para montar la muestra y ponerlos a esa distancia específica. La producción de la obra creó las condiciones necesarias para realizar ese descubrimiento. 

—Aunque aún no hemos realizado pruebas específicas, la idea es explorar este fenómeno con profundidad, sobre todo porque en hongos poliporales como Pycnoporus, no hay datos previos que indiquen comunicación mediante compuestos volátiles —concluye Leo, que tiene una larga serie de proyectos en simultáneo y demasiadas preguntas que necesita contestar.

—La divulgación tiene que ser pragmática. Supongamos que mañana logramos un tratamiento para los efluentes de la industria textil. Sería genial, algo muy valioso. Pero funcionaría específicamente para la industria textil. No necesitaría una divulgación masiva a nivel social; estamos hablando de una transferencia tecnológica. Ahora, cuando se trata de algo relacionado con el consumo masivo, eso ya es diferente. Ahí entra en la cotidianidad de las personas. Tiene que ser algo que alguien pueda ver y decir: “Ok, esto lo puedo usar, este material tiene estas cualidades, y me sirve para esto”. De otra manera, no hay forma de que prospere. Algunas cosas tienen que funcionar así, de manera más cercana al día a día. ¿Qué tal si pudieras cultivar tu propio estante? Sabés que el anterior ya cumplió su ciclo, y ahora te llega un kit para cultivar uno nuevo. O te lo comprás ya cultivado.

Leo y Heidi no sólo cruzan disciplinas, las fusionan para imaginar futuros posibles. Los triángulos de micelio no son sólo una obra artística: son un ejercicio para entender cómo podríamos producir materiales que se cultivan en lugar de fabricarse. Es en este cruce de arte, ciencia y diseño donde empiezan a gestarse soluciones que trascienden el laboratorio. 

El planeta no está en riesgo. No lo estuvo en el Carbonífero, cuando las plantas gigantes dominaban la Tierra, ni lo estará ahora. La Tierra ha sobrevivido a cataclismos, extinciones masivas y transiciones inimaginables. La vida siempre encuentra una manera de abrirse camino, transformándose, adaptándose, renaciendo. Pero nuestra existencia, tal como la conocemos, sí corre peligro. Las consecuencias de nuestra negligencia nos lo recuerdan a diario: inundaciones, sequías, eventos extremos, y enfermedades. No somos inmunes a los límites que nosotros mismos hemos impuesto sobre los ecosistemas que nos sostienen. Quizás deberíamos aprender de los hongos, como el Pycnoporus, organismos capaces de degradar contaminantes con la misma facilidad con la que degradan los durmientes de quebracho, o aglutinar —a la gente y a los sustratos— para generar materiales biobasados que sirvan para la fabricación de elementos biodegradables. Los hongos no dominan, colaboran. No consumen hasta agotar, reciclan. Son, en muchos sentidos, maestros de la transición. Nosotros también podemos transformarnos, adoptar esa flexibilidad, esa capacidad de adaptación y regeneración. Si lo logramos, tal vez encontremos nuestro lugar en esta trama más grande de la vida.

Salgo del pabellón 2 de Ciudad Universitaria. Camino hacia la Reserva Ecológica. Los ruidos de las ranas y de las aves me hacen olvidar por un rato de la ciudad. El Río de la Plata asoma entre el humedal. Entre la arena, formando un collage de colores, hay restos de plásticos gastados pero firmes: tapitas, envoltorios, un cepillo de dientes, botellas aplastadas. Basura que trae el río. En un tronco y despreocupados, unos abanicos naranjas degradan la madera.