El siguiente texto es un borrador, parte del proceso abierto de un libro sobre la crisis climática. ¿Por qué subimos un borrador? Porque un proyecto de esta magnitud, sobre un tema tan universal, necesita siempre incorporar otras miradas. Sentite libre de dejar comentarios generales debajo de todo o podés dejar comentarios en fragmentos específicos del texto que resaltes.
Rebote
En las profundidades del núcleo del Sol, a una temperatura infernal y presión extrema, cientos de millones de toneladas de protones chocan constante y violentamente a cada segundo. Como si estuvieran hechos de algún tipo de pasta, se aplastan los unos contra los otros y se fusionan. Dejan de ser lo que eran para transformarse en algo nuevo, más grande y pesado, sin una forma demasiado definida. En la naturaleza, estas partículas subatómicas se pueden encontrar y combinar de esta manera en las estrellas y aquí, muy cerca del centro de nuestro sistema solar. Cada uno de estos impactos libera una cantidad de energía absolutamente colosal, que se dispara en todas direcciones. Una energía capaz de recorrer distancias infinitas, casi sin perder su intensidad en el camino. La energía que alimenta nuestra existencia, y también la amenaza.
Ondulando nerviosamente en innumerables frecuencias, la onda expansiva se propaga por el espacio a la velocidad en la que transcurre un instante. O casi. En tan solo tres minutos, se acerca a la órbita de Mercurio. Pasados los seis minutos, ya dejó atrás la de Venus. En menos de 10 minutos, las consecuencias de ese vehemente encuentro ya se empiezan a ver (y sentir) en la Tierra. A unos 50 kilómetros sobre la superficie de nuestro planeta, la atmósfera comienza a filtrar esa maraña de radiación electromagnética que nos llega desde nuestra estrella más cercana. Primero el ozono, en un momento agonizando, pero ahora en constante recuperación, absorbe a la (aparentemente) más peligrosa de todas: la radiación ultravioleta. La de los filtros polarizados y el cáncer de piel. A la luz blanca nada la detiene, y atraviesa el aire sin más. No obstante, las nubes, los casquetes polares, y otras superficies cubiertas de hielo y nieve reflejan una buena parte de ella. Inalterada, retorna al espacio para que alguien más se haga cargo. El resto, luego de rebotar por acá y por allá, son las ondas que nos entran por la retina y hacen que nuestro cerebro construya los colores. Las que nos permiten experimentar el mundo tal y como lo conocemos, con sus brillos y contrastes, con sus luces y sus sombras.
Aproximadamente la mitad, y solo la mitad, del total de la energía que emite la constante fusión de protones en el corazón de nuestro sistema solar es absorbida por la Tierra, y calienta así su superficie y todo lo que lucha por existir sobre ella. Esta energía, en forma de calor, es eventualmente devuelta a la atmósfera como invisible radiación infrarroja. Invisible para nuestra limitada capacidad de percibir las cosas que nos rodean, pero no para algunos gases que la pueden volver a atrapar. Como una esfera de acero dentro de un flipper, esta energía choca, se golpea y rebota varias veces entre la superficie de la Tierra y los gases que la rodean, calentándola más y más en el camino.
Esta eterna fricción permite que nuestro planeta acumule más energía de la que podría almacenar si la atmósfera no existiera. Este efecto, absolutamente natural, evita que nos congelemos y posibilita la vida tal y como la conocemos. Este efecto nos asegura que sobre la superficie tengamos unos convenientemente templados 14 grados centígrados, en promedio, en vez de unos gélidos 18 grados bajo cero si no estuviera. Este efecto, que nos nutre y nos condena. Este efecto: el Efecto Invernadero.
La atmósfera actual de la Tierra está compuesta por una mezcla de distintos gases: un 78% de nitrógeno, que por lo general no quiere saber nada con nadie; un 21% de oxígeno, que usamos para quemar calorías y cosas con el fin de obtener energía mientras nos incendia por dentro; y, aproximadamente, un 1% de “otros”. Entre estos últimos se encuentran algunos gases un poco más raros, como el argón, kriptón, neón y xenón, y un 0,1% de “otros otros”. En una bocanada de aire, luego de respirar unas mil moléculas de otras cosas, tendremos chances de encontrar a alguno de los protagonistas de esta historia.
Los gases que generan el efecto rebote que caldea nuestra atmósfera son comúnmente conocidos como Gases de Efecto Invernadero, o simplemente GEI. Son una familia de moléculas apenas complejas, pero tan distintas entre sí como su contribución sobre el calentamiento del planeta. Lo que sí tienen en común es su particular habilidad para atrapar la radiación que la Tierra intenta devolver al universo. Ahí, justo ahí. En el enlace químico. En ese pegamento cuántico que tironea para que los átomos de estos gases se mantengan unidos entre sí, el mismísimo subatómico sitio donde ocurre el efecto invernadero. Capaces de excitarse con esta rebotada radiación infrarroja, los enlaces rotan, giran, vibran y se estiran un poco más que de costumbre. Luego, convierten esta energía en calor y se la transfieren a la atmósfera cuando logran relajarse. Cuanto más distintos y numerosos sean entre sí los átomos que se unen, más notable será su contribución sobre este incendiario efecto rebote. Si, en cambio, un enlace une átomos idénticos (como en el nitrógeno y el oxígeno que componen el 99% de nuestra atmósfera), lo hace tan firmemente que estos quedan completamente inmovilizados y la radiación infrarroja simplemente los atraviesa. Como el techo de cristal de un invernadero, que deja pasar la luz calentando el ambiente y los objetos que hay adentro al atrapar el calor que pretende escapar, el dióxido de carbono, el metano, el óxido nitroso y algunos gases fluorados permiten la llegada de energía desde el Sol, pero retienen una buena porción de la que la Tierra intenta devolverle.
El problema se presenta cuando a este fenómeno natural, que mantuvo constante la temperatura del planeta durante los últimos cientos de miles de años, le agregamos la acción desenfrenada de una especie que hace lo mismo que todas las otras: sobrevivir, acumular recursos y reproducirse, pero un poco más. Nuestra creatividad (y avaricia) nos hizo mejores para competir, prevalecer y expandirnos hasta prácticamente cada rincón del planeta. Incluso, ya hemos empezado a mirar de reojo a los astros que tenemos más cerca. Pero, a diferencia de otras especies, para sostener nuestro desarrollo hemos consumido recursos naturales mucho más rápido de lo que estos se pueden renovar. Por cómo nos gusta hacer las cosas, en tan solo unas décadas hemos liberado cantidades insólitas de GEI que se han acumulado en la atmósfera a un ritmo exponencial, como hacía milenios no sucedía. Tanto es así que hoy en día emitimos lo equivalente a unas 50 gigatoneladas (50 mil millones de toneladas) por año de estos gases, un 40% más de las 35 gigatoneladas que generábamos en 1990. Es decir, un montón. Como consecuencia, la temperatura de la Tierra ya ha aumentado unos 1,2 °C, en promedio, desde la Revolución Industrial. En los polos, que representan las zonas más afectadas, el aumento de temperatura ha llegado a los 5 °C. Este incremento generalizado, rápido y sin precedentes de la temperatura de nuestro planeta, causado por las actividades humanas, es lo que conocemos como Calentamiento Global.
Desde el siglo XIX, el calentamiento global antropogénico ha modificado a largo plazo la temperatura de nuestro planeta y los patrones climáticos. Estos cambios, que serán detallados en el próximo capítulo, se expresan de las formas más diversas y extremas: aumentos en el nivel del mar, inundaciones sin precedentes, deshielos, sequías cada vez más intensas, olas de calor prolongadas, incendios forestales, tormentas de dimensiones catastróficas. Además, estos eventos deterioran valiosos ecosistemas naturales, lo que está llevando a una gran pérdida de la biodiversidad. También, la salud de las personas se ve afectada en múltiples dimensiones, junto con nuestra capacidad para cultivar alimentos, nuestra vivienda, trabajo, y seguridad. El amplio consenso científico respecto de estas observaciones, así como de sus impactos y proyecciones, se encuentra plasmado en los múltiples informes publicados por el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), la autoridad absoluta en este tema. Desde el primero de estos reportes, publicado en el año 1990, no hay lugar a dudas. Más que ante un Cambio, estamos más bien frente a una total y completa Crisis Climática, parte de una crisis ecológica aún mayor.
Reconociendo esta problemática, la gran mayoría de los países miembro de las Naciones Unidas se comprometieron a hacer algo al respecto, y pactaron el 12 de diciembre de 2015 en el Acuerdo de París:
Para alcanzar estos objetivos, desde el año 2020 y cada 5 años, los países deben presentar sus planes de acción climática en las llamadas Contribuciones Determinadas a nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés). Mediante estos instrumentos, los gobiernos de turno deben informar las medidas que tomarán para reducir las emisiones, crear resiliencia y adaptarse a los efectos del cambio climático, así como formular estrategias de desarrollo a largo plazo con bajas emisiones de GEI. Las NDC pueden incluir, además, metas adicionales un poco más ambiciosas, pero dependientes de la obtención de financiación externa. Estas últimas se conocen como NDC condicionadas.
El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP, por sus siglas en inglés) es el organismo encargado de, entre otras cosas, estudiar el potencial impacto de estos compromisos y elaborar proyecciones teniendo en cuenta distintos escenarios posibles. En otras palabras, pronostican el futuro según hagamos mucho, poco, o nada al respecto. En el año 2021, el UNEP presentó sus primeras proyecciones para el 2030, analizando el efecto de las NDC presentadas por los mayores responsables de todo este lío: las principales economías mundiales representadas como el Grupo de los Veinte (G20). Este documento, titulado Informe sobre la Brecha de Emisiones, también describe distintos escenarios compatibles con minimizar los impactos más negativos de la Crisis Climática, es decir, manteniendo el aumento de la temperatura media global por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales.
Este informe concluye que, hasta ahora, el Acuerdo de París es un fracaso. Como grupo, los miembros del G20 no estamos ni cerca de lograr los objetivos pactados originalmente. Para alcanzarlos, deberíamos haber llegado al pico de emisiones ayer. En términos de NDC, esto quiere decir que los compromisos de reducción de GEI se deberían quintuplicar. En términos de Greta Thunberg, esto quiere decir “30 años de bla bla bla”.
La realidad es que continuamos avanzando en el sentido contrario. Las emisiones de GEI, en vez de estar disminuyendo, siguen aumentando día a día, lo que está provocando un calentamiento global cada vez más acelerado. Basándonos en las políticas vigentes, el aumento de la temperatura media global para fin de siglo rondará los 3 °C respecto de la era preindustrial, pisando los 10 °C de aumento en los polos. Este es un ritmo de aumento para el cual no existen comparaciones o analogías posibles, ya que nunca ha sucedido antes en la historia de la Tierra. Es decir, si bien hubo períodos en los cuales la temperatura global fue similar a la proyectada para el futuro (hace unos 3 millones de años), la velocidad a la cual ocurrió ese proceso fue mucho más lenta, por lo que los ecosistemas y los seres vivos los habitan tuvieron tiempo suficiente para adaptarse. Nosotros no contamos con esa suerte. Además, debemos tener en cuenta que las NDC son, ante todo, un plan de acción sujeto a la negociación entre naciones, una propuesta de camino a seguir, una idea plasmada en un documento. O sea, ni siquiera en los papeles (mucho menos en la práctica) estamos cerca de ponerle un freno a la Crisis Climática.
Los modelos que han sido desarrollados y alimentados a base de la mejor evidencia científica disponible, que hace décadas han pronosticado y acertado la inestabilidad climática que sufrimos hoy en día, nos dicen que todavía nos encontramos muy lejos de estar haciendo lo suficiente al respecto. No se trata solo de emitir un poco menos, necesitamos alcanzar las cero emisiones netas de GEI, cuanto antes. Además, también debemos pensar seriamente en cómo recapturar activamente el exceso de GEI que hemos emitido en los últimos dos siglos, para así negativizar nuestras emisiones y recuperar el equilibrio de la atmósfera. El oscuro presente que vivimos es el futuro sombrío del pasado que hemos proyectado. Y esas mismas proyecciones ahora nos están diciendo que esto se va a poner aún peor. Tenemos mucho trabajo por delante. Afortunadamente, ya tenemos algunas ideas sobre lo que necesitamos hacer y podemos trazar un mapa de ruta de acciones colectivas para salir del túnel. Arranquemos.
Primero lo primero: ¿cuáles son los GEI más importantes? ¿de dónde vienen? ¿hacia dónde van?
Cuestión de tiempo / 74,4%
El gas de efecto invernadero más infame es, sin dudas, el dióxido de carbono (CO2). Una molécula muy simple, bastante estable, compuesta por dos átomos de oxígeno unidos a un átomo de carbono central. Es un gas que está ahí casi desde que la Tierra es Tierra. Por aquel entonces, nuestro joven, estéril y desnudo planeta era constantemente bombardeado por meteoritos. Los volcanes fueron los que forjaron nuestra atmósfera primitiva, a fuerza de expectorar al cielo las vísceras de la bola de fuego a la que nos parecíamos en aquellos tiempos. En ese momento, hace miles de millones de años, nuestra ardiente atmósfera estaba compuesta principalmente por vapor de agua, mucho dióxido de carbono, y algo de nitrógeno. No había rastros de oxígeno, y todavía faltaban eones para que apareciera alguna forma de vida capaz de aprovecharlo.
Cuando la cosa se calmó un poco y la Tierra comenzó a enfriarse, milenios de lluvias torrenciales formaron los océanos y gran parte del dióxido de carbono que estaba en el aire se disolvió en los ríos y mares, acidificándolos por la formación de ácido carbónico. Mucho tiempo antes de que se hablara de captura de carbono, los metales liberados por la erosión de las rocas ya se combinaban con este ácido y sedimentaban carbono como inerte piedra caliza que se depositaba en el fondo de los océanos. Este proceso ayudó a que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera —y, por lo tanto, la temperatura de nuestro planeta— mermaran aún más. Recién ahora la vida sobre la Tierra podría tener alguna chance.
Todo cambió aquel día, debió haber sido un martes a la mañana, cuando las primeras cianobacterias que nadaban por ahí desbloquearon una nueva habilidad. Luego de varios intentos fallidos, finalmente aprendieron a capturar la energía proveniente de la luz del Sol, y a usarla para fabricar su propio alimento tejiendo cadenas de azúcares a partir de eslabones de dióxido de carbono y agua. En cada paso, algo de oxígeno se liberaba como producto secundario. De esta manera, los niveles de dióxido de carbono en el aire continuaron disminuyendo y, poco a poco, la atmósfera se enriqueció con este nuevo gas. Muchos organismos no se adaptaron lo suficientemente rápido a su oxidante presencia y se extinguieron. Otros, antes de que el oxígeno también acabara con ellos, desarrollaron formas de tolerarlo. Luego de invertir una buena cantidad de tiempo y esfuerzo, también inventaron la respiración. Quemando de forma controlada los azúcares que ellos mismos fabricaban, y liberando nuevamente dióxido de carbono en el proceso, aprovecharon el oxígeno disponible para ingeniar mecanismos de utilización de la energía mucho más potentes que la glucólisis o la fermentación, que era de lo más popular por esa época. Sin embargo, aquel era todavía un mundo muy hostil donde el alimento escaseaba. Como consecuencia natural de la falta de recursos, eventualmente, empezaron a comerse los unos a los otros.
Un buen día, seguramente un sábado por la tarde, hubo una tregua. En vez de la digestión, dos optaron por la simbiosis. Se unieron esfuerzos para coordinar y refinar procesos metabólicos de una complejidad casi inabarcable, pero cimentados con los mismos ladrillos de carbono. Mitocondrias, cloroplastos, organismos multicelulares. A los inorgánicos mecanismos originales de regulación del carbono, ahora se le sumaban la fotosíntesis y la respiración celular. Mediante un delicado balance, la concentración de dióxido de carbono en el aire finalmente comenzaba a estabilizarse. Aparecieron las algas, hongos, plantas, peces, insectos, anfibios, reptiles, mamíferos, aves. La diversidad creció exponencialmente y se expresó en organismos de todas formas y tamaños. La vida floreció. El planeta respiraba saludable y el carbono danzaba entre la atmósfera, las aguas y los suelos, en una coreografía ejecutada durante millones de años, hasta prácticamente alcanzar la perfección. Este flujo de carbono sería la columna vertebral de todo lo que existiera alguna vez. Como si todo esto fuera poco, al igual que un termostato, este ciclo mantendría estable la temperatura de la Tierra durante los siguientes cientos de miles de años. Aquello era lo más parecido a un paraíso que se ha visto alguna vez. Sin embargo, como todo lo que llega a su máximo esplendor, solo puede estar condenado a desmoronarse. Ya sea gradualmente, como el único desenlace natural posible, o precipitadamente, porque de repente algo se rompió.
Mientras sobre la superficie la selección natural moldeaba a las especies que tapizarían poco a poco el planeta, bajo tierra pasaban otras cosas. La materia orgánica generada por aquellos primeros organismos marinos se mezclaba con los sedimentos del fondo de los mares y océanos. Por efecto de la temperatura, la alta presión, la falta de oxígeno y el paso del tiempo (mucho tiempo), ese carbono que supo estar en el aire quedaría atrapado como el petróleo y el gas natural por el que nos obsesionaríamos millones de años después. En los lagos y pantanos de menor profundidad, a partir de la descomposición de restos de vegetales, procesos similares formarían el carbón mineral. Si bien naturalmente los volcanes devuelven parte de este carbono a la atmósfera para cerrar el círculo, en los últimos cientos de años nos las hemos ingeniado para acelerar significativamente esta parte del ciclo.
Todo volvió a cambiar cuando los humanos nos dimos cuenta de que podíamos usar la energía almacenada en estos fósiles para alimentar nuestro propio desarrollo. Gracias a ello, experimentamos un giro tecnológico, económico, social y cultural que nos permitió superarnos constantemente en todo sentido. Convertimos al mundo en una máquina del progreso, pero pagando un alto costo por ello. De un momento a otro, saturamos a la atmósfera con el carbono retenido en estos fósiles enterrados, que de otra manera hubiera demorado millones de años en regresar. Rompimos el equilibrio, quizás para siempre. Allá por los inicios de la Revolución Industrial, cuando decidimos comenzar a quemar estos combustibles sin preocuparnos demasiado por las consecuencias, los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera rondaban las 270-285 partes por millón (ppm). En la actualidad, 1,5 billones de toneladas emitidas de dióxido de carbono después, ya hemos superado las 410 ppm, un 50% más que por aquel entonces. Hace unos 3 millones de años, cuando los niveles de dióxido de carbono eran similares a los actuales, el nivel del mar estaba unos 20 metros más alto que ahora y la capa de hielo del polo norte era prácticamente inexistente. A pesar de los tibios intentos de hacer algo al respecto, todo indica que este gas se va a seguir acumulando, aproximadamente, a un ritmo de 2 ppm por año.
Alrededor del 90% del dióxido de carbono que emitimos hoy en día proviene de la combustión de ese petróleo, carbón y gas natural que tardó millones de años en formarse. Principalmente, lo usamos para obtener la energía necesaria para sostener nuestras múltiples actividades industriales, el transporte de personas y cosas, y calefaccionar nuestros hogares y edificios. El resto de las emisiones de dióxido de carbono corresponden a la deforestación, la transformación de ecosistemas naturales en otros paisajes y otros cambios en la cobertura vegetal del suelo (como el incendio de un humedal), y a la producción industrial de cemento. Históricamente, Estados Unidos y la Unión Europea han sido los principales responsables de estas emisiones, seguidos por China a partir de la segunda mitad del siglo XX. Así, hemos fracturado el refinado ciclo del carbono que contribuyó a estabilizar la temperatura y el clima de nuestro planeta durante los últimos cientos de miles de años. Sus consecuencias, cuestionadas durante algún tiempo, son hoy una realidad. Antes de tener alguna chance de sanar, si es que finalmente decidimos hacer algo al respecto, esto solo puede empeorar.
Alrededor de la mitad del dióxido de carbono que emitimos es constantemente removido de la atmósfera mediante la fotosíntesis y por difusión, quedando fijado nuevamente en el suelo y las aguas. Igualmente, nos la pasamos extrayendo y quemando fósiles muchísimo más rápido de lo que los ecosistemas pueden reabsorber de forma natural, lo que resulta en este desbalance que desde hace ya mucho tiempo se ha salido de control. Además, por la lentitud propia de estos procesos naturales, el dióxido de carbono que emitimos hoy puede permanecer en el aire hasta unos 100 años. Esto significa que su concentración actual en la atmósfera es más una consecuencia de la acumulación gradual de este gas, producto de las emisiones históricas durante largos períodos de tiempo, que por las actuales. Las salpicadas iniciativas, pasadas y presentes, de restablecer el equilibrio no han funcionado, ni por asomo, lo suficientemente rápido como para significar un verdadero impacto. Ya está siendo momento de impulsar acciones serias, y casi no nos queda tiempo.
Fontanería, logística y probióticos / 17,3%
Luego del dióxido de carbono, las emisiones de metano (CH4) generadas por la actividad humana son el segundo impulsor más importante del calentamiento global. El metano es el hidrocarburo más simple de todos, un gas hermosamente simétrico compuesto por cuatro átomos de hidrógeno unidos a un átomo de carbono central. A pesar de que en la atmósfera se encuentra en una proporción 220 veces menor respecto del dióxido de carbono, es bastante más peligroso. El metano solo permanece en el aire alrededor de una década, pero tiene una capacidad para atrapar el calor y aumentar la temperatura del planeta a largo plazo unas 28 veces mayor que el dióxido de carbono cuando se los compara en un período de 100 años. Considerando un plazo más inmediato (20 años), se estima que el metano es incluso 84 veces más potente. De hecho, se calcula que el metano ha provocado entre el 30 y el 40% del calentamiento global que hemos experimentado hasta ahora y se estima que durante las próximas décadas tendrá, como mínimo, la misma participación.
Antes de que el oxígeno estuviera disponible en nuestra primitiva atmósfera, es probable que algunos de los primeros microorganismos que poblaron nuestro planeta usaran dióxido de carbono e hidrógeno para obtener energía, liberando algo de metano como producto secundario. Esta antigua y anaeróbica variante de la fermentación, aunque relativamente ineficiente, era suficiente para sostener el austero estilo de vida de aquella época. Cuando la fotosíntesis saturó la atmósfera de oxígeno, las formas de vida que aprendieron a aprovecharlo fueron las que prevalecieron, mientras que casi todo el resto se extinguió. Sin embargo, en los lugares donde el oxígeno siempre fue, es y será escaso (como en los mares y océanos), algunos organismos sobrevivieron. Sin demasiada competencia, pero urgidos por la escasez de alimento, se vieron forzados a encontrarle el gusto a una variante más amplia de ingredientes. Así, todo tipo de compuestos orgánicos relativamente pequeños comenzaron a ser utilizados por estos microorganismos como fuente alternativa de energía, exhalando metano luego de cada mordisco. Este tipo de metabolismo microbiano se extendió y perfeccionó a tal punto que representa actualmente el paso final de la descomposición de toda la materia orgánica que producimos, cuando ya casi no queda nada a lo que se le pueda extraer algo de energía excepto dióxido de carbono y alguna que otra molécula sencilla.
De esta manera, en condiciones en las que el oxígeno no abunda, el metano se produce naturalmente por las bacterias que participan en la putrefacción de casi cualquier tipo de materia orgánica, y por la flora microbiana que ayuda a digerir los alimentos que consumen ciertos animales (los rumiantes). La mala gestión de nuestros residuos también produce metano, en cantidades equivalentes a los GEI que genera todo el transporte aéreo de pasajeros. Además, una buena parte de las emisiones de metano proviene de los combustibles fósiles. Pero no de su combustión, eso produce principalmente dióxido de carbono. Grandes cantidades de metano se fugan, innecesariamente, durante la producción, transporte, y almacenamiento de estos combustibles. En la actualidad, China, Rusia y la India son los principales emisores de metano, seguidos por Estados Unidos y Brasil.
La concentración actual de metano en la atmósfera es de unas 1900 partes por billón (ppb), lo que representa un aumento de más de dos veces y media respecto de la era preindustrial. Se estima que alrededor del 60% de estas emisiones se deben a la acción humana, mientras que el resto proviene principalmente de la descomposición de materia orgánica en los humedales, pantanos y otros ecosistemas. A diferencia del dióxido de carbono, donde la mitad de lo que emitimos es recaptado por los sumideros en aguas y suelos, más del 95% del metano se destruye químicamente en la atmósfera. Por lo tanto, los niveles actuales de metano en el aire resultan de una muy desequilibrada ecuación, donde a pesar de que la gran mayoría de lo liberado se elimina o es recaptado, el metano igualmente se está acumulando a un ritmo acelerado, cercano a las 12 ppb por año. Lo bueno es que, además de razones puramente relacionadas con la conservación de los ecosistemas (y de nuestra especie), el abordaje de la problemática de las emisiones de metano incluye un argumento económico sólido y claro para tomar medidas de reducción: el metano tiene un valor comercial que, al menos en parte, compensa las inversiones que se necesitan para mitigar sus emisiones. El metano es el principal componente del gas natural, se puede vender, o utilizar directamente para la obtención de energía eléctrica.
El estudio detallado de las fuentes de emisión y captación de metano es bastante más complejo que para el caso del dióxido de carbono. Esto sucede porque las actividades agropecuarias (agricultura y ganadería) generan alrededor del 40% de las emisiones mundiales de este gas, pero lo hace a partir de múltiples actividades que se llevan a cabo mediante prácticas altamente variables, dificultando su análisis. Por otro lado, las emisiones de metano son mucho más intermitentes que las de dióxido de carbono. Al menos en parte, esto último se debe a escapes de gas asociados a la producción de combustibles fósiles. Estas fugas son, básicamente, un problema de plomería que se paga solo. El metano que compone el gas natural se forma y acumula sobre los yacimientos de petróleo, quedando retenido bajo tierra por una impermeable capa de rocas. Como ventosidad de buzo, el metano se escapa fácilmente a la atmósfera durante la extracción de estos combustibles, filtrándose por tuberías y válvulas mal selladas. Esto puede evitarse de una forma relativamente rápida y sencilla, mediante la implementación de mejoras en los controles durante la producción y distribución de estos combustibles. La principal razón por la que esto aún no sucede no es precisamente el costo (dado que se minimizarían las pérdidas de gas aumentando la eficiencia de su extracción), sino por la falta de información sobre dónde y cuánto se fuga. La tecnología para detectar estas pérdidas ya existe y debería ser implementada en el futuro cercano, incluyendo el uso de satélites (como el MethaneSAT) capaces de medir específicamente y con alta resolución las emisiones de metano. Cuando contemos con esa información confirmatoria, y nos decidamos a utilizarla, esta puede representar una iniciativa viable y de alto impacto sobre la mitigación de las emisiones de metano y, por lo tanto, sobre el calentamiento global.
Grandes cantidades de metano también se producen por la descomposición de residuos orgánicos por parte de las bacterias que crecen en la basura de los vertederos y en el fango de las aguas residuales. Este metano que se pierde también podría ser aprovechado de una forma económicamente rentable, por ejemplo, mediante la aspiración desde estos vertederos y su utilización para generar electricidad. Mejor aún si enviamos algunos de nuestros residuos, como los orgánicos, a centros de compostaje especialmente diseñados para tratar este tipo de residuos y minimizar la liberación de metano.
Quizás la forma más controversial de las emisiones de metano es la proveniente de la agricultura y la ganadería. Estas son, sin lugar a dudas, las acciones humanas que más metano producen, y lo más complejo de analizar y mejorar. Pero no es imposible. Es un hecho que los rumiantes, especialmente los vacunos, eructan metano durante la digestión de los pastos que usan como alimento. Sin entrar en demasiado detalle (por ahora), esto se puede minimizar con alimentos de mejor calidad y suplementos dietarios. El abono también libera metano, que se podría capturar y, nuevamente, usar para la generación de energía eléctrica. Por otro lado, la producción de arroz (un alimento que consume la mitad de la población mundial) también genera altas cantidades de este gas. Esto sucede por la particularidad de que los campos de arroz deben ser inundados, actuando como caldo de cultivo para el crecimiento de las bacterias que producen metano.
Otras fuentes importantes de liberación de metano incluyen filtraciones geológicas naturales, la quema de biomasa, animales salvajes y termitas, y el derretimiento del permafrost. Esto último es una consecuencia directa del calentamiento global, y tiene una retroalimentación positiva: a mayores emisiones de GEI, mayor temperatura global, mayor derretimiento de estos suelos permanentemente congelados, mayor liberación de los GEI que se encuentran allí atrapados, mayor aumento de la temperatura global, y así. Un círculo vicioso que si no lo frenamos tiene el potencial de liberar el equivalente a 1,5 billones de toneladas de carbono (el doble de lo que hay actualmente en la atmósfera).
Así como reducir las emisiones de dióxido de carbono es fundamental para las generaciones futuras, disminuir las de metano puede tener un impacto significativo en un plazo de tiempo sustancialmente más corto. Ocuparnos del metano puede ser la forma más rápida y efectiva de reducir el calentamiento global, pudiendo ser testigos de algunas mejoras en nuestro propio tiempo. Y no solo porque el metano puede actuar rápidamente, por su baja permanencia en la atmósfera y alto potencial de calentamiento global, sino porque nosotros podemos actuar rápidamente.
Risa / 6,2%
Cerrando el podio de los GEI más relevantes encontramos al óxido nitroso (N2O). Dos átomos de nitrógeno unidos primero entre sí y luego a un tercero de oxígeno, lo que forma el gas hilarante, el de la risa, la anestesia y las primeras de Rápido y Furioso (las mejores). Este gas tiene una capacidad de permanecer en la atmósfera similar al dióxido de carbono, pero su potencial de calentamiento global es de unas 300 veces mayor. Además, ataca a la capa de ozono. Por esto, se estima que el óxido nitroso es responsable de un poco más del 5% del calentamiento global que estamos experimentando en la actualidad.
El nitrógeno es un nutriente esencial para la vida. Junto con el carbono, son los ladrillos con los que se construyen las proteínas, ácidos nucleicos, y otras moléculas fundamentales para el metabolismo de todos los seres vivos conocidos. Así como el carbono tiene su ciclo, también lo tiene el nitrógeno, que es igual de fundamental para los ecosistemas naturales y tanto o más complejo que el primero, ya que el nitrógeno tiene una muy alta versatilidad para presentarse de distintas formas según con quién se combine. A pesar de que es altamente abundante en la atmósfera, el nitrógeno se encuentra como un gas extremadamente estable y es difícilmente aprovechable por los seres vivos. Solo algunas bacterias de las raíces de las legumbres lo pueden incorporar y convertir en compuestos más digeribles, como el amonio o el nitrato. Recién entonces las plantas lo pueden absorber y utilizar para hacer sus cosas de plantas, hasta que mueran o sean comidas por algún animal, que eventualmente también va a ser comido por otro más grande, o morirá de muerte natural. La vida es así. Estos cadáveres serán entonces atacados y descompuestos por bacterias y hongos, reciclando el nitrógeno para que pueda ser absorbido por otras plantas, o liberándolo nuevamente a la atmósfera y cerrando el ciclo. El problema es que las formas del nitrógeno asimilables por las plantas, especialmente los nitratos, son altamente solubles en agua, por lo que fácilmente se lavan de la tierra por las lluvias y el riego. Así, el nitrógeno penetra profundamente en los suelos y se acumula lejos del alcance de las raíces o se escurre hasta ríos, lagos y mares. Por el rol central del nitrógeno en el metabolismo de todo lo que está vivo, no es de extrañar que su deficiencia afecte el crecimiento de las plantas que usamos como alimento. Ahí metimos mano y, claro, rompimos otro ciclo. El uso desmesurado de fertilizantes artificiales ricos en nitrógeno para mejorar las cosechas ha desbalanceado este circuito, y ha incrementado los niveles de óxido nitroso en la atmósfera. Además, está práctica contamina las aguas y, por exceso de nutrientes, favorece el crecimiento descontrolado de ciertas especies de algas que ganan la competencia, lo que transforma ecosistemas naturales ricos en biodiversidad en sopas verdes sin oxígeno donde nada más puede crecer.
La concentración de óxido nitroso en la atmósfera ha aumentado de unas 270 ppb en la era preindustrial a unas 335 ppb en la actualidad, y muestra una tasa de incremento cercana a 1 ppb por año. Aproximadamente, el 40% de las emisiones de óxido nitroso se producen por la acción humana. De estas, más de la mitad provienen del uso de fertilizantes artificiales para la agricultura. La industria y la combustión de combustibles fósiles también contribuyen, junto con el uso desmedido del estiércol como abono en los campos.
La necesidad continua de incrementar la producción de alimentos para sostener el aumento de la población mundial se relaciona directamente con la creciente liberación de óxido nitroso por el uso de fertilizantes. De la misma manera, el aumento de la demanda global de carnes, leche y huevos ha contribuido a este incremento por el óxido nitroso que es liberado por el estiércol de los animales, y por la expansión de las tierras de pastoreo. Además, el aumento del número de animales criados para consumo humano ocurrió gracias a un incremento en la cantidad de cultivos destinados a alimentar a los animales (un tercio del total global) y a la expansión de las tierras de pastoreo y cultivo a costa de ecosistemas naturales, lo cual también contribuyó a aumentar aún más las emisiones de óxido nitroso. Todo esto sugiere que el ritmo de liberación de este gas se va a acelerar cada vez más, y difícilmente lo podamos frenar.
Para dimensionar adecuadamente el problema, las emisiones actuales se superponen con el peor escenario posible planteado en las proyecciones del IPCC, y son compatibles con un aumento de la temperatura global por arriba de los 3 °C para fin de siglo. Y es altamente desafiante eliminar completamente las emisiones de óxido nitroso, ya que el nitrógeno es un nutriente limitante en la producción agropecuaria y los fertilizantes (orgánicos e inorgánicos) son, por ahora, la única forma que tenemos de reponerlo. Sin embargo, si no logramos al menos minimizarlas, vamos a necesitar una mitigación extra en las emisiones de los otros GEI para compensar las emisiones de dióxido de nitrógeno que no vamos a poder reducir.
Los países que aparentemente emiten más dióxido de nitrógeno actualmente son China, Estados Unidos, India y Brasil. Según la fuente que se consulte, Argentina ya entra en el top 10. Pero no todo son malas noticias. Por la implementación de controles en la utilización del nitrógeno en la agricultura mediante la llamada Directiva de Nitratos por la Unión Europea en 1991, las emisiones de óxido nitroso en Europa han disminuido un 21% entre 1990 y 2010. Esta iniciativa también ha provocado que mejore sustancialmente la calidad del agua. Este ejemplo, adaptado a las distintas realidades regionales y locales, considerando la complejidad de cada modelo productivo y la necesidad de garantizar la producción de alimentos, podría representar un camino a seguir para limitar las emisiones de este gas.
Inmortales / 2,1 %
De todos los GEI, los gases fluorados son los únicos de origen completamente artificial, es decir, que fueron creados por la mano humana para algún fin específico. Pueden ser considerados derivados del metano, donde uno o más átomos de hidrógeno han sido reemplazados por átomos de carbono o flúor. Estas modificaciones se han diseñado especialmente para hacerlos inmunes frente a cualquier tipo de proceso físico, químico, o biológico que intente degradarlos, lo que les otorga una extraordinaria estabilidad.
Uno de los primeros gases de este tipo fueron los clorofluorocarbonos (CFC), también conocidos como freones, sintetizados por primera vez en la década de 1930 por Thomas Midgley de la General Motors. Thomas ya era un célebre químico en aquella época, conocido por haber mejorado la combustión de la gasolina mediante el agregado de plomo, lo que provocó la acumulación en el aire de este tóxico metal durante casi un siglo. Ocultando deliberadamente sus efectos nocivos, que incluso él mismo sufría, se puso a trabajar en los CFC. Estos gases surgieron de la necesidad de contar con refrigerantes industriales que fueran un poco más seguros. Los que cumplían esa función en aquel momento, como el amoníaco o el propano, eran muy efectivos, pero también altamente tóxicos e inflamables, incluso explosivos. En cambio, por su alta estabilidad, los CFC representaban una alternativa muy atractiva. Además, eran excelentes aislantes térmicos, por lo que rápidamente se empezaron a utilizar en heladeras y equipos de aire acondicionado. Para la década de 1960, el uso de los CFC ya se había ampliado a la industria de los envases, para la fabricación de espumas y plásticos, como propelentes en aerosoles, y en la fabricación de disolventes y limpiadores de componentes electrónicos. Los CFC fueron un éxito absoluto. Un invento fabuloso que casi nos extingue.
En 1974, el científico mexicano Mario Molina Pasquel descubrió que la estabilidad de los CFC no era completamente ubicua. En condiciones algo particulares, aunque no del todo descabelladas, estos gases podrían hacer grandes destrozos. Muy alto en la atmósfera, la luz ultravioleta es capaz de desprender uno de los átomos de cloro de los CFC, y provocar una reacción en cadena que termina por degradar grandes cantidades de ozono. Los CFC no eran gases inmortales después de todo. En tan solo unas décadas, su uso había llevado a que la capa de ozono se redujera en un 20% y a que un enorme agujero se hiciera evidente sobre la Antártida. Más que suficiente para que aumentaran dramáticamente los casos de ceguera por cataratas y muertes por cáncer de piel.
Este descubrimiento le valió a Molina un merecido premio Nobel de Química, y dio lugar al acuerdo ambiental multilateral más exitoso de la historia: el Protocolo de Montreal. Relativamente rápido, los países reconocieron la capacidad de estos gases de agotar la capa de ozono y, a partir de 1989, se comprometieron a limitar el uso de los CFC de forma acorde a cuánto producían y consumían, es decir, según el nivel de desarrollo de sus economías. Para el año 2010, los CFC fueron completamente prohibidos. Desde entonces, la capa de ozono ya ha mostrado algún signo de mejoría. Sin embargo, se estima que por la alta permanencia de los CFC en el aire, la capa de ozono recién se va a terminar de recuperar en algún momento entre los años 2050 y 2070.
A diferencia del agotamiento de la capa de ozono por los CFC y la implementación del Protocolo de Montreal, la Crisis Climática derivada de la emisión descontrolada de GEI y los objetivos pactados en el Acuerdo de París representan una problemática de una complejidad superior, en varios órdenes de magnitud. A lo largo de la primera parte de este libro intentaremos abarcar sus diversas artistas, mientras que en la segunda, abordaremos distintos caminos a recorrer para hacer algo significativo al respecto.
Peor que la enfermedad
Volviendo a los CFC, la primera idea que surgió como alternativa fue arrancarles los átomos de cloro y reemplazarlos por hidrógeno. Esta modificación disminuye su estabilidad y, por lo tanto, su permanencia en la atmósfera. Pero, habiendo podido hacerlo todo junto, elegimos empezar a sacarlos de a uno. Este fallido primer intento dio lugar a una segunda generación de gases refrigerantes conocidos como hidroclorofluorocarbonos (HCFC), que resultaron ser casi tan malos como los CFC. Por esta razón, mediante una actualización del Protocolo de Montreal, el consumo y producción de los HCFC también se limitó, y están en vías de ser completamente prohibidos para el año 2030. El tema es que, en realidad, parecería que los CFC y HCFC tienen un efecto neto mínimo sobre el efecto invernadero, justamente porque destruyen el ozono, que también es un gas de efecto invernadero. Nadie dijo que no estábamos ante un problema bien complejo.
En reemplazo de los CFC (y de los HCFC) surgió, a comienzos de la década de 1990, una tercera generación de refrigerantes completamente libres de cloro, como los hidrofluorocarbonos (HFC), perfluorocarbonos (PFC) y el hexafluoruro de azufre (SF6). A pesar de que estos no dañan significativamente la capa de ozono (bien para el ozono), tienen una alta permanencia en la atmósfera y conservan esa sobresaliente capacidad de contribuir al efecto invernadero (mal para el clima). De hecho, a diferencia de los CFC y HCFC, estos nuevos gases fluorados sí tienen un efecto neto negativo sobre el calentamiento global y son considerados como GEI. Además, estos gases muestran la mayor tasa de crecimiento anual de todos los GEI conocidos.
Los HFC son los gases fluorados más comunes. A pesar de que se les han reemplazado todos los átomos de cloro por hidrógenos, lo que hace que no afecten la capa de ozono y sean un poco más inestables, igualmente pueden permanecer en la atmósfera hasta unos 250 años. Además, tienen un potencial de calentamiento global de entre 140 a 12.000 veces mayor que el dióxido de carbono. Solos, o en combinación con algún PFC, los HFC son actualmente los refrigerantes de elección en sistemas de aire acondicionado en vehículos y edificios, en productos contra incendio y en aerosoles.
Por su parte, los PFC son más bien polímeros de carbono y flúor. Pueden permanecer en la atmósfera entre 2600 y 50.000 años, y tienen un potencial de calentamiento global de entre 6500 a 9000 veces mayor que el dióxido de carbono. Los PFC se usan fundamentalmente en la producción de aluminio, la industria de los semiconductores, como solventes en la industria cosmética y farmacéutica, y en antiguos productos extintores de incendios.
Alta tensión
Si bien su concentración atmosférica es casi imperceptible, apenas unas 10,5 partes por trillón (ppt), el SF6 es el gas de efecto invernadero más potente jamás sintetizado. Es un gas fluorado extremadamente estable, compuesto por un átomo central de azufre rodeado de seis átomos de flúor que forman un espantoso octaedro. Su extraordinaria estabilidad hace que pueda persistir en la atmósfera más de 3000 años. Además, tiene una inusitada capacidad para contribuir al calentamiento global, equivalente a unas 23.000 veces la correspondiente al dióxido de carbono. El SF6, junto con los HFC y PFC , son responsables de (solamente) alrededor del 2% de las emisiones globales de GEI en la actualidad.
Cuando nos referimos específicamente al SF6, es más adecuado hablar de escapes que de verdaderas emisiones. En vez de ser liberado como producto secundario de algún proceso que, por más nefasto que sea, tiene alguna intención, el SF6 se fuga innecesariamente a la atmósfera por un mal uso. Como no reacciona casi con nada, es ideal como aislante térmico en los sistemas de mediano y alto voltaje, como los que se utilizan en las centrales eléctricas desde la década de 1950. Esto ocupa aproximadamente el 80% del mercado del SF6. Durante la fabricación, instalación, mantenimiento, desmantelamiento, o simplemente envejecimiento de estos equipos, como una canilla mal cerrada, este gas se fuga de manera constante e imperceptible. Por irrelevante que esto parezca, es un hecho que el SF6 se ha acumulado en las últimas décadas a un ritmo sostenido de 0,35 ppt por año, equivalente a lo que emiten unos 1,3 millones de autos en el mismo período. Otros usos menores del SF6 incluyen la industria de los semiconductores y la producción de magnesio. En algún momento, una conocida marca de zapatillas llenaba sus famosas cámaras de aire con este gas.
La mayoría de los usos del SF6 han sido prohibidos en muchos países hace unos años a excepción de, claro, la industria eléctrica. El principal argumento suele ser que no hay una alternativa mejor. A pesar de que ya existen algunas tecnologías libres de SF6, aparentemente viables, aún no están siendo implementadas porque, simplemente, no es obligatorio.
Equivalentes
En resumen, los GEI que tienen un impacto verdaderamente significativo sobre el calentamiento global son el dióxido de carbono, el metano, el óxido nitroso, y algunos gases fluorados (principalmente los HFC, PFC y SF6). Por su estructura química y capacidad de permanecer en la atmósfera, estos gases contribuyen de manera diferencial al calentamiento global. Además, cada uno tiene sus particularidades respecto de cuáles son sus principales fuentes y cómo pueden ser captados por sistemas naturales o destruidos. Incluso, los abordajes que podemos y debemos diseñar para disminuir las emisiones de cada uno de ellos son muy distintos. Sin embargo, a veces es conveniente agruparlos como si fueran todo lo mismo, en especial al momento de caracterizar sus impactos y hacer predicciones. Para esto, se suele considerar la contribución relativa de cada uno de estos gases sobre el calentamiento global respecto del dióxido de carbono, teniendo en cuenta un período de 100 años. A esta unidad relativa se la conoce como equivalentes de dióxido de carbono (eqCO2). Así, se calcula que, por ejemplo, una tonelada de metano tiene una capacidad potencial de calentamiento global en 100 años equivalente a 28 toneladas de dióxido de carbono. De esta manera se relativizan las emisiones asociadas a una determinada actividad o proceso que genera dos o más de estos gases al mismo tiempo y en distintas proporciones, y se expresan como si toda esa liberación correspondiera únicamente a dióxido de carbono.
Teniendo en cuenta este ajuste, el dióxido de carbono es el gas de efecto invernadero que emitimos en mayor proporción, al representar casi el 75% de las emisiones globales totales. Si queremos volver a estabilizar nuestro clima y nos interesa garantizar la supervivencia de las futuras generaciones, debemos llegar a cero emisiones de dióxido de carbono lo antes posible. Considerando cantidades equivalentes, al dióxido de carbono le sigue el metano, responsable de un 17% de las emisiones totales de GEI. Así como minimizar las emisiones de dióxido de carbono es central para recomponer el clima a largo plazo, el metano es la oportunidad para empezar a ver los cambios en nuestra generación. En tercer lugar tenemos al óxido nitroso, que aporta un poco más del 5% de las emisiones de GEI totales, casi exclusivamente por el uso de fertilizantes. Por último, los gases fluorados aportan un 2% de las emisiones globales totales. Aunque parezca poco, estos gases van a contribuir al calentamiento global durante cientos de generaciones.
Estas son las principales fuentes, naturales y humanas, de los GEI que más impactan sobre el calentamiento global, y sus contribuciones absolutas y relativas sobre el cambio climático. Ahora, ¿cuáles son los sectores que más GEI producen? ¿Por qué lo hacen? ¿Dónde se encuentran?
Es complejo
Una de las tantas dificultades que se presentan continuamente en los debates sobre el Cambio Climático es que estos se suelen centrar solo en algunos aspectos muy específicos, como las centrales de carbón, los autos eléctricos, o los eructos de vacas. No sorprende, entonces, que se planteen soluciones extremadamente simplistas, como instalar paneles solares, usar más la bicicleta, o agregarle la palabra “sustentable” a lo que sea que se nos cruce por delante. Bueno, en este libro vamos a hacer exactamente lo contrario.
En los primeros tres capítulos vamos a intentar desenredar la complejidad del problema lo más posible y a tirar de cada uno de los hilos que logremos desatar, poniendo especial atención a cómo se vuelven a ajustar (o no) todos los otros. Estamos ante una crisis global, multidimensional, altamente intrincada, de la que nadie está completamente a salvo. Apuntar a una sola de sus tantas aristas no va a ayudar demasiado. Numerosos sectores distintos emiten cantidades significativas de GEI y necesitan sus propias soluciones, que pueden resultar más o menos desafiantes. Por eso, ya en la segunda parte del libro, proponemos un análisis detallado de las áreas que requieren nuestra mayor dedicación, como la matriz energética, el sistema de transporte, y la producción y el consumo de alimentos.
Hacia el final, vamos a contextualizar estas posibles soluciones en el marco de naciones que, además de tener que mitigar sus emisiones y adaptarse de la mejor manera posible a los cambios que se vienen, lo necesitan hacer de una forma que garantice su crecimiento y su soberanía. Además de escalar las soluciones que ya se encuentran disponibles, la investigación científica, los nuevos desarrollos tecnológicos, y la articulación entre los gobiernos y las empresas que intentan materializar alternativas innovadoras va a ser fundamental.
Culpables
Cualquier cosa que hagamos para que nuestras vidas sean más fáciles, más seguras o más confortables produce alguna consecuencia negativa sobre el ambiente que nos rodea. De todas estas, la forma en la que obtenemos energía para sostener actividades industriales, para el transporte de personas y cosas, y para calefaccionar ambientes es, por mucho, la actividad humana que mayores emisiones de GEI produce. Luego le sigue la agricultura y la ganadería, algunas actividades industriales específicas como la producción de cemento para la construcción, y el manejo de nuestros residuos.
Para el caso del sector energético, y de la gran cantidad de actividades que dependen de este, la solución última para minimizar sus emisiones de GEI sería electrificar la mayor cantidad de procesos posibles y que todo esté impulsado por energías renovables. Sin entrar en demasiado detalle (por ahora) respecto del desafío sin precedentes en innovación, inversión, coordinación, logística, e implementación que esto significa, el principal problema que tenemos en este momento es que para generar energía en gran medida quemamos combustibles fósiles. El 75% de la que utilizamos proviene de quemar petróleo, carbón y gas, en proporciones más o menos similares. Solo el 15% de la energía que producimos proviene de fuentes de bajas emisiones de GEI, como la hidroeléctrica, eólica o solar. De estas últimas, la energía nuclear representa solamente un 4%.
Hemos generado una dependencia tal de los combustibles fósiles para alimentar nuestras sociedades, que ahora es muy difícil eliminarlos de un día para el otro. Además, los grandes subsidios que reciben estos combustibles hace que el precio de los bienes y servicios que de ellos dependen sean artificialmente más bajos, lo que dificulta aún más que fuentes alternativas de energía puedan resultar competitivas. Por otro lado, la matriz energética como ente emisora de GEI es, en realidad, un concepto muy amplio que se utiliza para describir una gran variedad de actividades distintas, como mover personas de acá para allá, poner cosas grandes y pequeñas juntas, o crear temperaturas artificiales a nuestro alrededor. Cada una de estas requiere un abordaje específico para mitigar sus emisiones, por lo que no existe tal cosa como una única solución que sea válida para todas y cada de ellas.
Un factor importante a tener en cuenta es la eficiencia en el uso de la energía, es decir, la cantidad de energía que necesitamos invertir para llevar a cabo una determinada tarea. Volvernos más eficientes y organizarnos mejor es de lo más urgente que podemos y debemos perfeccionar para reducir las emisiones de GEI provenientes de este sector. Pero hay un problema adicional. Mejorar la eficiencia en el uso de la energía puede llevar a que un determinado recurso sea utilizado en mayor medida, por lo que el impacto del aumento de la eficiencia se minimiza, o incluso termina generando un consumo de energía superior y, por lo tanto, mayores emisiones de GEI. Esto se conoce como efecto rebote. Uno de los ejemplos más controversiales de este fenómeno puede ser la aviación. La implementación de importantes mejoras en la eficiencia de este sector durante los últimos 50 años han hecho que el costo de los pasajes disminuyera significativamente y que cada vez más personas pudieran volar. Al aumento de la demanda le siguió una oferta cada vez mayor, por lo que un gran número de pasajeros comenzaron a utilizar más y más este medio de transporte, lo que produjo que las emisiones de GEI por la aviación se septuplicaran. Más adelante vamos a volver sobre el impacto relativo y absoluto de los viajes en avión. A lo largo de los distintos capítulos de este libro desarrollaremos algunos otros ejemplos de este fenómeno por el cual el incremento de la eficiencia puede generar un efecto opuesto en el uso de los recursos naturales y la contaminación.
Además del impacto de los GEI derivados del sector energético sobre el Cambio Climático, el uso de combustibles fósiles por este sector tiene una consecuencia directa sobre la salud de las personas. Considerando el nivel de emisiones de GEI por unidad de energía, es evidente la urgencia en abandonar el uso de estos combustibles cuanto antes. Además, estas fuentes de energía son, a la vez, las más contaminantes.
Las energías renovables son el futuro del sector energético. Sin embargo, presentan una buena cantidad de limitaciones que todavía deben superar para significar el impacto en la reducción de los GEI al nivel de lo que necesitamos. No siempre hay viento. No siempre brilla el sol. Los sistemas de almacenamiento en baterías aún pueden mejorar. Hace falta tiempo para expandir la implementación de este tipo de energías, y para dar lugar a la innovación en los aspectos que todavía no están del todo solucionados. En general, reducir los subsidios a los combustibles fósiles y destinar parte de esos recursos al desarrollo e implementación de energías renovables es un paso en la dirección correcta, aunque muchas veces se ve dificultado por la dependencia de estos combustibles que el mundo todavía sufre. Hasta que la transición sea verdaderamente posible, podemos compensar con las fuentes de energía de bajas emisiones de GEI que ya tenemos a disposición, como la energía nuclear.
Emitimos casi tantos GEI para calentar nuestros hogares como por todos los medios de transporte terrestres combinados. Sin embargo, mientras que para el primer punto los desafíos para mitigar las emisiones de GEI se encuentran estrechamente relacionados con los que fueron desarrollados para el sector energético, el sector transporte tiene sus propias particularidades que merecen ser consideradas por separado. De hecho, en algunos de los países que más GEI emiten en la actualidad, como Estados Unidos, las emisiones derivadas del transporte ya representan la principal fuente, superando incluso al sector energético.
Voy en tren, no voy en avión
Para mover personas y cosas, mayormente usamos el método de provocar pequeñas detonaciones más o menos controladas dentro de motores alimentados con combustibles fósiles. Hace algunas décadas que esto ha empezado a cambiar por el surgimiento de distintos medios de transporte híbridos o completamente eléctricos, aunque este proceso aún está ocurriendo muy lentamente y sólo en los pequeños sectores que pueden afrontar el gasto.
Considerando las emisiones globales de GEI, el transporte aporta unas 8 Gt eqCO2 por año, es decir, un poco más del 15% del total. Si analizamos las emisiones de GEI que provienen por la generación de energía, cerca de un 25% se destinan exclusivamente a este sector. Del total, tres cuartos de las emisiones de GEI provienen del transporte terrestre. Por su parte, los aviones y los barcos contribuyen con cerca de un 10% cada uno. Desde ya que necesitamos reducir nuestras emisiones de GEI lo más posible, en la mayor cantidad de sectores posibles. Pero, puesto en contexto, los viajes en avión son responsables del 2,5% del total global de emisiones GEI, esto es menos de lo que aporta la producción industrial de cemento por sí misma. El principal problema con la aviación es que, mientras que ya existen algunas alternativas libres de emisiones para otros medios de transporte, volar es una actividad especialmente difícil de descarbonizar. En este caso todavía necesitamos dar lugar y tiempo a la innovación, y eso es lo que debemos exigir. Sin embargo, si queremos implementar medidas que verdaderamente generen un impacto significativo sobre las emisiones de GEI por este sector, acá debemos enfocarnos en otro lado, al menos por el momento.
Hay formas y formas de movernos. No es todo lo mismo. Viajar en auto puede ser tan poco contaminante como viajar en tren, o tan contaminante como viajar en avión. Una de las principales variables a considerar es que las emisiones totales del medio de transporte utilizado se dividen entre el número de personas que lo ocupan. Es decir, recorrer la misma distancia en un auto ocupado por una sola persona puede ser tan contaminante como hacerlo en un avión que viaja lleno. Pero, si el auto va completo, puede ser tan amigable con el ambiente como viajar en tren eléctrico. Por la misma razón, al viajar en avión también cambia la ecuación según dónde nos sentamos. En comparación a los que vuelan en clase económica, los pasajeros que lo hacen en business contaminan aproximadamente tres veces más, y los que viajan en primera clase, cuatro veces más. Además, es fundamental analizar de dónde proviene la energía que impulsa a un determinado medio de transporte, especialmente en el caso de los trenes. Los trenes diésel son siempre más contaminantes que los eléctricos. Pero, entre estos últimos, no es lo mismo viajar en un tren eléctrico alimentado por energía nuclear en Francia, que por centrales de carbón en Europa del Este. Las desigualdades en el acceso a energía de distinta calidad según el nivel de riqueza también son un aspecto central que no debemos perder de vista, por lo que va a ser abordado adecuadamente más adelante.
En cuanto al transporte de cargas, es evidente que hacerlo por aire es lo que más GEI emite, seguido por el transporte terrestre. Por otro lado, a pesar de que el transporte de pasajeros en cruceros es de lo más contaminante que hay, transportar cargas por barco es absurdamente eficiente, al emitir unas 10 veces menos GEI que los camiones, y 50 veces menos que el avión.
Un ejemplo que puede servir para entender la contribución del transporte en las emisiones de GEI que corresponden a otros sectores puede ser analizar un caso tanto o más controversial que la aviación: la producción y el consumo de alimentos. Aquí, las emisiones asociadas al transporte corresponden a un 6%, lo mismo que las provenientes del empaquetamiento de estos alimentos o de los alimentos producidos que nunca se terminan consumiendo y terminan como desechos. Estas emisiones de GEI por el transporte ocurren sobre todo en los últimos kilómetros, es decir, por el traslado regional para llevar los alimentos producidos hasta los puntos de venta. Por lo contrario, el transporte internacional de alimentos se hace mayoritariamente por barco y de una forma extremadamente eficiente. Esto quiere decir que consumir productos regionales es central para promover la economía de las comunidades locales, y porque probablemente la calidad del alimento sea mejor al estar más fresco, pero no importa demasiado respecto de mitigar nuestras emisiones de GEI. Este análisis, de paso, me da el pie que necesitaba para conectar con el próximo punto.
Somos lo que comemos
Las emisiones de GEI asociadas a la producción de alimentos corresponden al 26% de la generación total global de GEI. Sin dudas, la principal fuente es el metano que generan las vacas. De hecho, la producción de carne vacuna es el alimento que mayor cantidad de GEI produce, ya sea que lo consideremos por kilogramo, por calorías, o por gramos de proteínas. Por otro lado, es importante considerar que hay una importante variabilidad entre las emisiones derivadas de la producción de alimentos, que vamos a desarrollar en detalle más adelante.
Las emisiones de GEI asociadas al uso del suelo, la producción de distintos cultivos, la ganadería y la pesca, y los diversos puntos en la cadena de suministro se muestran en el siguiente gráfico.
Este sector es especialmente importante para la realidad de nuestro país. Según el último Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero de Argentina (Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable, Presidencia de la Nación), la producción de energía es la fuente principal de GEI en nuestro país. Sin embargo, cuando se distribuye esa energía según los distintos subsectores que la requieren (como la generación de electricidad, la industria, o el transporte, entre otros), la actividad ganadera pasa al primer lugar con el 21,6% de las emisiones totales de GEI. Esto es más del doble del promedio global correspondiente a este sector. Esta actividad es particularmente sensible y requiere especial atención, por lo que le vamos a dedicar un capítulo completo al respecto.
Desigual
A pesar de que la mayoría de los países coinciden en que debemos reducir nuestras emisiones de GEI, todavía hay algunos que siguen sin ponerse del todo de acuerdo en quién es el principal responsable. En la actualidad, más de un cuarto de las emisiones globales de GEI provienen de China (27%), seguido de Estados Unidos (15%) y la Unión Europea (10%). Entre los tres, emiten más del 50% del total cada año. Igualmente, vamos a volver sobre el caso particular de China varias veces más adelante. Por otro lado, África, Sudamérica y Oceanía, juntas, emiten solo el 8% del total global. El top 10 de los mayores emisores de GEI anuales lo completan India, Rusia, Japón, Irán, Arabia Saudita, Corea del Sur, y Canadá. En conjunto, estos 10 son responsables del 75% de las emisiones globales totales cada año.
Pero esto no es todo. Como aclaramos más arriba, el Cambio Climático que estamos experimentando en la actualidad es consecuencia, en realidad, de las emisiones históricas de GEI. Esas que se han acumulado en la atmósfera desde comienzos del siglo XX. En ese caso, la imagen cambia drásticamente. Estados Unidos pasa a ser el principal responsable, con el 25% de las emisiones globales de GEI, seguido por la Unión Europea (22%). China recién aparece tercero (13%). Por otro lado, mientras que países como el Reino Unido o Alemania emiten en la actualidad cerca del 1-2% de total global, su contribución histórica es del 5-6% cada uno (lo mismo que África y Sudamérica juntos). Brasil y Argentina contribuyen con cerca del 1,5% y 1% de las emisiones actuales, pero con menos del 1% y 0,5% de las históricas, respectivamente.
Pero eso no es todo. Si tenemos en cuenta que muchos países producen una gran cantidad de sus bienes de consumo en fábricas e industrias que están localizadas por fuera de su propio territorio, es injusto asignar la totalidad de las emisiones de GEI solamente al país productor (como se suele hacer en la mayoría de los casos, incluso en los datos que mostramos más arriba). Este ajuste se realiza mediante el análisis de las emisiones netas de GEI por un determinado país, considerando el balance entre sus importaciones y exportaciones. En este sentido, países como Rusia, India o China (especialmente China) son exportadores netos, por lo que sus emisiones domésticas son en realidad algo menores a las calculadas originalmente. Estos países son las fábricas del mundo contemporáneo. Por otro lado, Estados Unidos y la mayoría de los países de la Unión Europea, entre otros, son importadores netos. Esto significa que las emisiones de GEI calculadas únicamente según producción están, en realidad, subestimando sus emisiones. Estos países son responsables no solo de los GEI que se emiten en su territorio, sino también de parte de lo que se emite en otros lugares.
Pero esto no es todo. Mirando los números como hasta ahora, todavía estamos ignorando el tamaño de la población. Es esperable que más gente emita más GEI en total. Para incluir esta variable adicional, es necesario analizar las emisiones per cápita. Considerando la media global, una persona genera aproximadamente 5 toneladas eqCO2 por año. Este promedio incluye extremos como personas en Catar, que emiten unas 50 toneladas eqCO2 por año (10 veces más que el promedio mundial); en Australia, Estados Unidos o Canadá, que emiten unas 15 toneladas eqCO2 por persona por año (el triple del promedio mundial), o en Ghana, que emiten 0,5 toneladas eqCO2 por persona por año (diez veces menos que el promedio mundial). Es interesante destacar que una persona en Brasil emite un poco más de 2 toneladas eqCO2 por año, mientras que una en Argentina emite más del doble, cerca de 4,5 toneladas eqCO2 por persona por año. A pesar de que nos mantengamos apenas por debajo del promedio global, entramos muy cómodamente en el podio de la región junto con Chile y Venezuela.
Pero eso no es todo. Numerosos estudios muestran que uno de los indicadores más directos de emisiones de GEI es la riqueza, pero no necesariamente entre países, sino intra países, sin tener en cuenta límites geográficos. Entre los años 1990 y 2015, el 10% más rico de la población mundial generó el 52% de las emisiones de GEI, mientras que el 50% más pobre generó tan solo el 7%. Por más que el resto de la población mundial redujese sus emisiones a cero mañana mismo, con las emisiones de GEI generadas por ese 10% más rico ya sería suficiente para superar los 1,5 °C de temperatura media global en algún momento de la próxima década. Además, como veremos en el próximo capítulo, los países que menos han contribuido al problema son los que se están llevando la peor parte. A pesar de estar extremadamente mal distribuida, la riqueza mundial está aumentando casi en todos lados, al tiempo que la pobreza extrema está disminuyendo. Lo más probable es que las economías en desarrollo quieran crecer y volverse ricas, y las economías que ya son ricas quieran serlo aún más. Como consecuencia de este crecimiento de la riqueza, las emisiones de GEI van a seguir aumentando cuando necesitamos hacer exactamente lo contrario: desacelerar, llegar al pico máximo cuando antes, y luego aplastar nuestras emisiones hasta el mínimo posible. Si bien salir de la pobreza conlleva importantes emisiones de GEI, los países que ahora son ricos lo hicieron a cuestas de generar una gran cantidad de GEI en el pasado. Además, su riqueza y estilo de vida significa que, por persona, son los que más emiten en la actualidad.
Pero eso no es todo. No, no, no. Hay más. Mucho más. Este recorrido recién empieza. Tengamos una conversación madura sobre el Cambio Climático. Exploremos soluciones serias para empezar a hacer algo al respecto. Actuemos.