El siguiente texto es un borrador, parte del proceso abierto de un libro sobre la crisis climática. ¿Por qué subimos un borrador? Porque un proyecto de esta magnitud, sobre un tema tan universal, necesita siempre incorporar otras miradas. Sentite libre de dejar comentarios generales debajo de todo o podés dejar comentarios en fragmentos específicos del texto que resaltes.
Es innegable que la comida es una de las mejores cosas de estar vivos: es un placer que podemos disfrutar varias veces al día, compartirla con amigos y familia nos une como tribu, y representa el centro de las celebraciones de todas las culturas. Quizás sea por nuestros sesgos alrededor de la comida, pero siempre consideramos el impacto ambiental de la producción de alimentos como un costo inevitable derivado de alimentar a la humanidad. Además, “no da meternos con las costumbres”. Sin embargo, por más que nos pese, la comida es un motor importante del cambio climático y de la degradación ambiental, y tenemos que hacer algo al respecto.
Todo mal
Como se mencionó en un capítulo anterior, producir comida para alimentar al mundo emite a la atmósfera una gran cantidad de gases de efecto invernadero. Si se contabilizan solo las emisiones del sector AFOLU (agricultura, silvicultura y otros usos de la tierra), se estima una emisión anual de 13 Gt CO2-eq por año (el 22% del total), casi un 50% más de lo que emiten todos los aviones, camiones, autos y cualquier otro transporte juntos. Pero si consideramos todas las emisiones del sistema alimentario, tanto las que ocurren en el campo (AFOLU) como aquellas asociadas al transporte, procesamiento, almacenamiento, refrigeración y consumo de los alimentos, entonces ese valor asciende a 18 Gt CO2-eq por año, o un tercio de las emisiones globales. Este volumen de gases es tan grande que, aun si lográramos reducir a cero las emisiones de todos los otros sectores en este mismo momento, las emisiones provenientes de la producción de alimentos por sí mismas serían suficientes para exceder el límite de emisiones propuesto para cumplir con el objetivo del Acuerdo de París de mantener la temperatura del planeta por debajo de los 2 °C respecto a la época preindustrial.
El motivo radica en que por más que algún día logremos tener tractores, camiones, frigoríficos y cocinas que funcionen con energías renovables, seguirán habiendo emisiones inevitables provenientes de los procesos biológicos de las plantas, los animales y los microorganismos que están en el suelo. Para producir arroz se necesita inundar el campo donde está el cultivo y eso genera condiciones donde se forma metano. Los animales rumiantes (como las vacas y las cabras) también liberan grandes cantidades de metano durante el proceso de digestión. La aplicación de fertilizantes en el suelo emite óxido nitroso, al igual que el estiércol de los animales. Pero además, incrementar el área productiva mediante la transformación de diferentes ecosistemas en paisajes agrícolas y ganaderos (A.K.A. topadoras e incendios) libera un montón de gases a la atmósfera, incluyendo dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, entre otros. Dada la necesidad de aumentar la producción para alimentar a una población que crece, es probable que las emisiones de GEI derivada de la producción de alimentos también aumenten, en gran parte debido a la continua expansión de la producción ganadera, el uso de fertilizantes y la conversión de ecosistemas naturales en campos de cultivos y pasturas.
Pero el problema asociado a la producción de alimentos no se limita solo a la emisión de GEI, ya que la gran cantidad de recursos naturales que se utilizan pone al sector en el ojo de la tormenta del colapso ecológico. Diversos estudios muestran que estamos sobrepasando la capacidad que tiene la Tierra de proveer los recursos que utilizamos y de absorber los contaminantes que emitimos, y que nos estamos acercando peligrosamente a un punto de no retorno debido a las posibles interacciones y retroalimentaciones entre varios componentes del sistema Tierra (placas de hielo del Ártico y la Antártida, selva del Amazonas, permafrost, bosques boreales, arrecifes de coral, entre otros). Sorprendentemente, una fracción considerable de la capacidad de carga de la Tierra está siendo utilizada para producir alimentos. De hecho, la humanidad está consumiendo el presupuesto global de recursos naturales y servicios ecosistémicos antes de terminar el año, lo que significa que estamos liquidando las reservas y acumulando más contaminantes de lo que la naturaleza puede digerir. En el 2021, el Día del Sobregiro (así se llama) ocurrió el 29 de julio.
Con hambre no se puede pensar
Durante la primera mitad del siglo XX, la explosión poblacional, las sucesivas guerras, las primeras crisis financieras y los fenómenos climáticos aún causaban grandes hambrunas. Fue así que en México, en los años 40, un agrónomo estadounidense llamado Norman Borlaug se vio desolado ante la pobreza de los campesinos mexicanos y la hambruna causada por una plaga de hongos en los cultivos de trigo y maíz, ambos importantes para las comunidades locales. Al observar esa situación, Norman puso manos a la obra y con mucha ciencia y maña desarrolló (en tan solo 3 años) una variedad de trigo resistente al hongo, logrando así duplicar la producción del cultivo y llevando a México a convertirse en un país exportador de granos por primera vez en su historia. Durante los 60, esos conocimientos pulidos fueron llevados a Pakistán y a la India, donde se estaban viviendo las calamidades de la guerra y la hambruna. A pesar del éxito observado en México, no fue fácil convencer a los gobiernos y los organismos internacionales para financiar la transferencia de estos conocimientos. Ni siquiera tenía un gran apoyo académico. En su libro The Population Bomb (1970), el ecólogo Paul Ehrlich sentenciaba que “la batalla para alimentar a toda la humanidad ha terminado... En los años 70 y 80 cientos de millones de personas morirán de hambre a pesar de los programas de alimentación que se emprendan ahora”. Aún así, a pesar del pesimismo, Borlaug continuó con su campaña de difusión. Quizás ahora no sea una sorpresa, pero gracias a esta gestión, la India y Pakistán alcanzaron la autosuficiencia de uno de los cultivos más importantes del mundo en menos de 10 años desde su introducción.
Cuando Norman Borlaug se propuso comenzar este loable proyecto en México, probablemente no tenía idea del impacto que tendría su trabajo. De hecho, nadie lo sabía. Pero años después, las variedades de trigo que desarrolló se convirtieron en un modelo de lo que podía hacerse en otros cultivos como el arroz, el maíz, el mijo y el sorgo, entre otros, por lo que sus técnicas de hibridación se expandieron rápidamente hacia muchos países y centros de investigación. Estos esfuerzos globales para incrementar el rendimiento de los cultivos (y los programas internacionales asociados) se denominaron “Revolución Verde”, y a Norman se le acuñó el nombre de “el padre de la Revolución Verde”, lo que le valió un Premio Nobel de la Paz en 1970 por su rol clave en combatir el hambre.
Aumentar el rendimiento de los cultivos significa producir más granos en la misma superficie de tierra, por lo que Borlaug propuso que seguir por esta vía iba a tener el beneficio extra de frenar la deforestación. Pero estos nuevos cultivos también necesitaban más nutrientes y agua, por lo que se destinaron grandes inversiones para facilitar el acceso a los fertilizantes sintéticos y a crear sistemas de riego en todo el mundo. Además, depender de tan pocos cultivos nos dejó muy vulnerables al ataque de plagas, como hierbas, insectos y hongos, por lo que los pesticidas sintéticos también aparecieron con fuerza en la cancha.
Con el paso de los años, la Revolución Verde se fue perfeccionando y retroalimentando de los cambios sociales, políticos, tecnológicos y económicos, lo que generó una transformación sin precedentes en la forma de producir y consumir alimentos. Como resultado, se redujo la prevalencia del hambre como nunca antes se había visto, aumentó la esperanza de vida, se redujo notablemente la tasa de mortalidad infantil y disminuyó la pobreza extrema en el mundo. Sin embargo, estos beneficios sanitarios se vieron contrarrestados por otros problemas emergentes, particularmente ambientales. En aquel momento, no se pensaba que este cóctel de insumos iba a ser un problema, ya que se procedía de una agricultura que prácticamente no utilizaba insumos (o muy pocos).
Un componente importante para la producción de alimentos es el suelo, la tierra bajo nuestros pies, donde ocurren un montón de fenómenos invisibles para nuestros ojos pero que aseguran el funcionamiento de procesos fundamentales para la vida. Para producir alimentos hemos desplegado actividades relacionadas a la agricultura y la ganadería sobre la mitad de la superficie habitable de la Tierra. Esto es un montón y es muy difícil dimensionarlo, pero para que se den una idea, esa superficie representa un poco más que la superficie de todo el continente americano (o diecisiete Argentinas). En contraposición, las áreas urbanas representan solo el 1% de la superficie que ocupamos los humanos. De estas tierras que se utilizan para producir comida, el 70% son tierras de pastoreo, mientras que el 30% restante son tierras de cultivo, de las cuales ⅔ se utilizan para producir alimentos de consumo humano directo (como trigo, arroz y frutas); en el ⅓ restante también producimos cultivos, pero que se los damos a los animales (principalmente maíz y soja). Por supuesto, este despliegue ocurrió a costa de la transformación de cientos de millones de hectáreas de ecosistemas naturales, incluyendo la mitad de los bosques tropicales y subtropicales que había a principios del XX, lo que ha causado una reducción alarmante de la biodiversidad y liberó a la atmósfera 512 Gt CO2-eq entre 1961 y 2017 (eI equivalente a 10 años de emisiones).
Debido a la conversión de ecosistemas naturales en paisajes agrícola-ganaderos se estima que el número de especies de aves, mamíferos, reptiles, anfibios y peces se redujo a la mitad desde 1970.
Tal como mencioné anteriormente, para asegurar el crecimiento de los cultivos hubo que aportar nutrientes y agua, y también cuidarlos de las pestes que se los quieren comer. Antes, los nutrientes eran aportados por el estiércol de los animales, pero la agricultura moderna demandaba más, y la pujante industria de los fertilizantes sintéticos y minerales los proveía. La cantidad de fertilizantes aplicados durante los últimos 70 años fue tan fenomenal, que alteró los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo como nunca se ha visto en la historia de la Tierra. Para el caso del nitrógeno, el descubrimiento del proceso de Haber-Bosch y su utilización masiva desde principios del siglo XX para producir fertilizante a partir de nitrógeno atmosférico cambió tanto el ciclado de este nutriente que la actualidad es comparable con los registros geológicos de hace unos 2500 millones de años. Mientras que en algunas regiones del mundo la aplicación excesiva de fertilizantes llevó a la contaminación del agua (mediante la eutrofización), en otras regiones (como la Argentina) se fertiliza menos de lo que necesitan las plantas, por lo que los cultivos toman del suelo lo que necesitan, causando una “minería” de nutrientes y poniendo en jaque el capital del suelo. En lo que respecta al agua, si bien en algunos lugares la lluvia cumple con los requisitos hídricos de la mayoría de los cultivos (como es el caso de la Argentina), en otros el agua se obtiene mediante el bombeo de las napas, acuíferos, ríos y lagos para irrigar a unas 300 millones de hectáreas distribuidas en todo el globo. En estos lugares, no solo se están vaciando las reservas de agua, sino que además se están salinizando los suelos debido al gran contenido de minerales que tiene el agua de pozo. De la misma manera, dada la aplicación excesiva de pesticidas, se contaminaron suelos y aguas, se redujeron de manera alarmante las poblaciones de polinizadores y otros insectos de los cuales depende una parte la producción agropecuaria, así como se dañó la salud humana y la de los ecosistemas en general.
Pero los problemas no se limitan a lo que pasa en tierra firme. La producción de productos del mar se cuadruplicó en los últimos 50 años, y la explotación de los recursos marinos llevó a saturar o exceder la capacidad de pesca en el 90% de las zonas de pesca del mundo. Aunque en el presente la mitad de los productos marinos del mundo la proveen los sistemas de piscicultura (granjas de peces), la otra mitad la aporta la pesca en alta mar (unas 100 millones de toneladas por año). La forma prevalente de pesca en alta mar está representada por la pesca de arrastre, que actúa como una topadora gigante que “cosecha” con redes gigantes todo lo que encuentra en el océano, quedándose con lo que le interesa y descartando lo que no, muchas veces tortugas, delfines, tiburones y otras especies emblemáticas que son devueltas al mar sin vida.
Más allá de la dimensión ecológica, el avance de la frontera productiva también causó consecuencias sociales negativas sobre las comunidades campesinas, pobladores rurales y pueblos originarios, como el desplazamiento de los asentamientos y la pérdida de medios de vida.
En cuanto a las consecuencias indirectas, la producción de comida demanda también otros recursos valiosos al necesitar de máquinas e instalaciones específicas (tractores, cosechadoras, alambrados, silos) elaboradas con metales, maderas, plásticos y otros insumos de origen industrial. A lo anterior se suma una gran diversidad de sustancias químicas que incluye a los antibióticos y otras ampliamente utilizadas para promover el crecimiento de los animales domésticos y para tratar y/o prevenir enfermedades cuando se los cría en condiciones de hacinamiento. Si bien la producción de estos recursos corresponden a otros sectores, su destino final se relaciona de manera directa con la producción alimentaria.
En la Argentina ocurre una particularidad: mientras que muchas prácticas agrícolas son similares a las llevadas a cabo en muchos otros países alcanzados por la Revolución Verde, las consecuencias ambientales observadas en las últimas décadas están representadas tanto por los impactos ambientales asociados a la agricultura y ganadería de los países de altos ingresos (eutrofización y toxicidad química), como a los de la agricultura y ganadería de los países de bajos ingresos (aumento de la superficie agropecuaria y deforestación). De hecho, el avance de la frontera productiva a costa de ecosistemas naturales y seminaturales, con las consecuentes pérdidas de biodiversidad y servicios ecosistémicos, constituye uno de los problemas ambientales más importantes del país. Además, la aplicación de pesticidas en frecuencias y dosis crecientes es una preocupación palpable en la población general y en la comunidad médica y académica. En este sentido, el rol autoproclamado por la Argentina como “granero” o “supermercado” del mundo hace que los sucesivos gobiernos formulen políticas agrarias en torno a las proyecciones de aumento en la demanda planetaria de alimentos y las posibles oportunidades del mercado, con poca (y a veces nula) atención al deterioro ambiental. Esto se puede observar claramente en el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial Argentina 2010-2020, que propuso metas orientadas a mantener los incrementos de producción que ya se venían dando en función de la demanda global (muchas de las cuales se han cumplido), aunque eso generó impactos ambientales negativos, como la reducción de la superficie de bosques nativos y otras áreas naturales, conflictos territoriales y expulsión de comunidades.
A escala global, la Revolución Verde aumentó la disponibilidad de alimentos, medida tanto como oferta de calorías como de proteínas por persona, lo que causó una reducción en los precios (por lo menos hasta que se empezó a utilizar granos para la producción de biocombustibles), y facilitó su accesibilidad para la población. Como resultado, la disponibilidad promedio de calorías a escala global pasó de 2196 kcal/día por persona en 1961 a 2884 kcal/persona/día en 2013. Aun así, hoy todavía hay 820 millones de personas con hambre crónica (déficit de calorías). Además, aproximadamente el mismo número sufre enfermedades por exceso de energía (sobrepeso y obesidad), y unas 2000 millones padecen deficiencias de micronutrientes por tener una alimentación inadecuada. Es decir, a pesar de los grandes logros de la Revolución Verde, una proporción considerable de la población global puede considerarse malnutrida, por lo que aún hay mucho trabajo por hacer a fines de proveer algo más que calorías y proteínas a la dieta de las personas.
Las proyecciones indican que para el año 2050 seremos unas 10.000 millones de personas en el mundo, y se estima que la demanda de alimentos se incrementará en un 35-56% respecto al 2010. Si bien incrementar la producción de alimentos es clave, no debe ser lo principal a tener en cuenta. Primero, porque nuestro mayor problema no es nuestra capacidad de producir alimentos, sino la cantidad que desperdiciamos y el hecho de que utilicemos una proporción tan grande de lo que producimos para alimentar a los animales para carne, huevo y leche (35% de la producción global de granos). Segundo, porque los problemas ambientales causados por la forma en que se producen los alimentos no solo ponen en peligro nuestra capacidad de producir los alimentos que necesitamos ahora y en el futuro.
Alimentar a una población que crece, que cambia sus dietas y sus estilos de vida, al mismo tiempo que se conservan los recursos naturales, se protege la biodiversidad y se combate el cambio climático representa uno de los desafíos más importantes que tenemos que afrontar como especie. De hecho, dada la magnitud del desafío, algunos le llaman la “Gran Transformación Alimentaria” (Great Food Transformation).
Cambiar la forma en la que producimos los alimentos
Aumentar la producción de alimentos, como parte de la respuesta a las potenciales amenazas a la seguridad alimentaria, puede lograrse mediante dos formas bien distintas: incrementar la cantidad de tierras que utilizamos para producir alimentos (extensificación), o producir más alimentos en las tierras que ya estamos utilizando (intensificación).
Por un lado, debido a que las tierras aptas para la agricultura y la ganadería que quedan en el mundo están ocupadas por ecosistemas naturales, incorporar nuevas tierras a la producción de alimentos significa transformar paisajes de alto valor biológico en cultivos y pasturas, y emitir grandes cantidades de GEI a la atmósfera, sobre todo si esos ecosistemas son bosques, selvas, pastizales o humedales. Además de las emisiones, este proceso provoca importantes pérdidas de biodiversidad y puede afectar también otros servicios ecosistémicos, como la capacidad que tiene la tierra para almacenar agua y evitar inundaciones, para purificar el agua para beber o absorber dióxido de carbono de la atmósfera.
Por otro lado, intensificar la producción tiene sus propias consecuencias ambientales. En muchos lugares del mundo, incrementar la producción de los cultivos implicó reducir la materia orgánica del suelo, vaciar las reservas de agua para irrigar, poner en riesgo la salud de las poblaciones cercanas debido a las fumigaciones, y criar animales en contextos de hacinamiento. Sin embargo, varios estudios sugieren que estos impactos ambientales son menores en comparación a la transformación de los paisajes en tierras agrícolas-ganaderas.
Hoy es claro que si bien es necesario incrementar la producción de alimentos, este objetivo no puede ser alcanzado a toda costa. El inminente colapso de varios componentes del sistema Tierra nos indica que debemos reducir nuestra huella ecológica de manera urgente. Es en este contexto donde la agricultura tal cual la conocemos (hija de la Revolución Verde) está evolucionando hacia una versión mejorada de ella misma con el objetivo de resolver los problemas causados por los errores del pasado: la intensificación sustentable. La idea es simple: la intensificación sustentable busca incrementar la producción de alimentos en las tierras existentes y reducir su impacto ambiental mediante el uso eficiente y racional de los insumos.
En el caso de la agricultura, estas son algunas de las estrategias propuestas de la intensificación sustentable: cambiar la genética de las semillas para que aumenten su rendimiento y así reducir la demanda de tierras de cultivo, aplicar los fertilizantes en cantidades adecuadas para evitar el empobrecimiento del suelo y la contaminación del suelo y el agua, mejorar la tecnología de riego para reducir el uso del agua, aplicar pesticidas en dosis y condiciones recomendadas para reducir el impacto de estas sustancias sobre los ecosistemas y la salud humana, utilizar cultivos de cobertura para incrementar la fertilidad del suelo y reducir la aparición de malezas, rotar el tipo de cultivos entre temporadas para reducir el uso de pesticidas, utilizar siembra directa para ayudar a reducir la erosión del suelo y aumentar el contenido de materia orgánica si se acompaña de otras prácticas agrícolas sustentables, entre muchas otras.
La producción de alimentos no debería cambiar de forma homogénea en todas las regiones del mundo a fines de lograr la sustentabilidad. Mientras que en algunas zonas podría significar que se aumente la producción, en otras se podría reducir, especialmente en aquellas con hábitats importantes para la conservación de la biodiversidad. Incluso, podría ser deseable evitar completamente las actividades humanas en algunos lugares con el objetivo de darle lugar a la naturaleza.
A pesar de ser una opción superadora y de tener un gran potencial para contribuir a la mitigación del cambio climático y la reducción de la huella ecológica asociada a la producción de alimentos, la intensificación sustentable tiene dos limitaciones importantes que debemos considerar. La primera es que, dado que la agricultura industrial y la industria alimentaria se han moldeado entre sí, el camino ofrecido por la intensificación sustentable a gran escala está representado por una agricultura altamente especializada y tecnificada. Un ejemplo de esto es el desarrollo de la agricultura de precisión, que consiste en la utilización conjunta de Apps, aparatos que sensan en tiempo real diversas variables de interés (como la humedad del suelo y nutrientes) y máquinas guiadas por GPS para aplicar los insumos requeridos por los cultivos (como fertilizantes y pesticidas). Esto no está mal en sí mismo, pero significa que los pequeños agricultores podrían quedar fuera del juego debido a la escasas oportunidades de competir con los productores tecnificados (los productores con menos de 2 hectáreas aportan un tercio de los alimentos a nivel mundial). El segundo problema es que la intensificación sustentable continúa con la tendencia de utilización de máquinas e insumos basados principalmente en el petróleo, y no parece cuestionar el destino que pueda tener lo que se produce, particularmente porque hasta el momento los esfuerzos se enfocaron en incrementar la eficiencia productiva de los commodities, como la carne y los granos utilizados principalmente como forraje para los animales, insumos para producir alimentos ultraprocesados y materia prima para la fabricación de biocombustibles (soja, maíz, trigo, caña de azúcar). Es decir, que las soluciones se centraron en hacer más eficientes aquellos cultivos que son más rentables, y no lo que es bueno para el ambiente o la salud. Por ese motivo, algunos ven a la intensificación sustentable como un Caballo de Troya, impulsado por las empresas agroquímicas y los organismos de comercio internacional, cuya misión es profundizar el modelo de la agricultura intensiva camuflándose de verde.
Por estos motivos, como alternativa a la intensificación sustentable se ha propuesto la agroecología y sus primas: la intensificación ecológica, la agricultura biológica, la agricultura de conservación, entre otras. Estas formas de producción agropecuaria consisten en aplicar conocimientos sobre el funcionamiento de la naturaleza (principios ecológicos) para producir alimentos, reduciendo al máximo posible la dependencia de insumos de origen industrial. Por ejemplo, el enfoque agroecológico considera que las plagas son en realidad un síntoma de desequilibrio del sistema, y no una enfermedad que se debe curar mediante productos químicos. Por lo tanto, en la agroecología las plagas se previenen mediante el diseño de sistemas productivos que incluyen una gran diversidad de especies que en su conjunto generan un ambiente de confusión y repelencia hacia los insectos considerados plagas. Al maximizar la biodiversidad, se favorece un proceso de control biológico en donde los enemigos naturales de la plaga actúan como plaguicidas, lo que reduce (y hasta elimina) los plaguicidas sintéticos. Este método proporciona un rendimiento estable durante todo el año, y provee una gran variedad de alimentos. De esta manera, la agroecología y sus primas también aportan paisajes funcionales que contribuyen a la oferta de diferentes servicios ecosistémicos.
Hasta hace algunos años parecía descabellado intentar producir comida a gran escala mediante la aplicación de los principios agroecológicos, pero la sistematización y compilación de prácticas efectivas que vienen siendo utilizadas alrededor del mundo desde hace muchísimos años demuestran que es posible producir una considerable cantidad de comida de buena calidad. Además, la agroecología permite la preservación y desarrollo de variedades de cultivos locales, los cuales se están perdiendo en la monotonía de la agricultura convencional basada en un puñado de especies vegetales y animales.
Sea cual sea la forma de producir comida que se elija, tenemos que saber que, inevitablemente, siempre habrá conflictos entre la protección de la biodiversidad y las necesidades (y demandas) humanas. El reto es cómo utilizar las mejores herramientas a nuestra disposición para cumplir múltiples objetivos. Ya sabemos que es prácticamente seguro que la demanda de alimentos aumentará en las próximas décadas y que el aumento de la producción debe ser parte de la respuesta (pero no la única) para garantizar la seguridad alimentaria. Sin embargo, expandir la frontera productiva mediante la transformación de ecosistemas naturales en tierras de cultivos y pasturas causaría un daño significativo al ambiente. Por lo tanto, reducir el impacto ambiental de la producción de alimentos es esencial para el bienestar y la prosperidad humana en el futuro, para lo cual todas las formas de agricultura deben ser consideradas sin prejuicios.
Ser eficiente puede ser contraproducente
El sentido común puede llevarnos a concluir que aumentar la eficiencia es el mejor camino para reducir el impacto ambiental de la producción de alimentos. Pero en muchas ocasiones el supuesto ahorro de recursos suele ser contrarrestado. El motivo radica en que el aumento de la eficiencia del proceso productivo afecta al sistema productor-consumidor y puede desencadenar un comportamiento adaptativo que compense parcial o totalmente el ahorro inicial de recursos. Este fenómeno es conocido como efecto rebote y fue originalmente descrito para la producción de energía a partir del carbón en Inglaterra a mediados del siglo XIX por William Jevons. Este economista mostró que las mejoras en la eficiencia de las máquinas a vapor habían causado un aumento en el uso total de carbón en lugar de mantenerlo o reducirlo, ya que al hacer más eficiente su utilización, el precio del carbón comenzó a disminuir y a usarse a mayor escala porque se abrían más fábricas que usaban carbón.
Efectos rebote es un término que engloba varios mecanismos de adaptación, tanto económicos como socio-psicológicos que se producen tras el aumento de la eficiencia en el uso de los recursos y que afectan al consumo total de los mismos. Cuando el efecto rebote causa un aumento neto del consumo de recursos se denomina Paradoja de Jevons.
Existen ejemplos bien documentados en la industria donde el aumento en la eficiencia tecnológica se vio acompañado de un incremento en la oferta del producto y la demanda del insumo. Algunos ejemplos son la industria del aluminio así como la del hierro, en el sector de generación eléctrica, y en el transporte aéreo y terrestre. Respecto al sector del transporte, no es novedad para nadie que los autos modernos son los más eficientes de la historia, pero al mismo tiempo (y en parte por ello) recorren más kilómetros que nunca, lo que ha llevado a un aumento del uso total de combustible. Un efecto indirecto asociado a los autos más eficientes es el desarrollo de barrios suburbanos: las personas pueden viajar diariamente muchos kilómetros hacia su lugar de trabajo desde su hogar (casi siempre casas más grandes y costosas energéticamente), lo cual implica también una demanda de más y mejores rutas.
El sector agropecuario no ha escapado del efecto rebote causado por las mejoras tecnológicas. Tal como mencioné previamente, al mismo tiempo que se introducían las nuevas variedades de cultivos alrededor del mundo, el uso de fertilizantes sintéticos, los sistemas de irrigación a gran escala y la fumigación con pesticidas generaron diversos problemas ambientales y sanitarios que se intentaron resolver a medida que surgían, ya que que nunca fueron predichos. Con el paso del tiempo hubo muchas críticas asociadas al uso de estas variedades de cultivos, las cuales se agudizaron con el desarrollo de las variedades modificadas genéticamente.
Una de las predicciones que hizo Norman Borlaug fue que, a medida que los rendimientos aumentaran, la superficie agrícola cultivada se reduciría. Como el rendimiento agrícola no es otra cosa que la eficiencia en el uso de la tierra, los principales cultivos siguieron la tendencia del efecto rebote y la superficie ocupada por estos cultivos también se incrementó a escala global. En Argentina y otros países sudamericanos, la incorporación de la soja RR junto al glifosato en los 90, en combinación con la siembra directa, contribuyó enormemente a la expansión de la frontera agrícola debido a que gracias a estas tecnologías se podía cultivar en zonas donde antes no era posible, convirtiéndose en el principal motor de deforestación en la región. Probablemente lo mismo ocurra con la nueva variedad de soja resistente a la sequía desarrollada en Argentina: no solo servirá para soportar las sequías, sino que también podrá ser sembrada en ambientes secos donde aún la agricultura no ha llegado.
Al igual que en los otros sectores, el aumento de la eficiencia productiva reduce los costos de producción, lo que generalmente motiva a los productores a expandirse si hay disponibilidad de factores que permitan el crecimiento, como la tierra, la mano de obra y el capital. Aun así, Norman Borlaug no se equivocó del todo. Se estima que el aumento de los rendimientos de los cultivos durante el período 1965-2004 redujo la demanda mundial de tierras agrícolas, en relación a la que hubiese habido por la presión del crecimiento poblacional, en unos 18-27 millones de hectáreas, evitando (entre otras cosas) la deforestación de 2 millones de hectáreas (casi 100 veces el tamaño de Capital Federal).
Otro ejemplo interesante es el caso de la India. Cuando las nuevas semillas (producto de la Revolución Verde) ingresaron a ese país, la comunidad campesina era muy pobre y le era imposible afrontar los gastos necesarios para satisfacer las necesidades de nutrientes y agua de los nuevos cultivos. Por esos motivos el gobierno indio tomó un rol activo y apostó por completo por la autosuficiencia alimentaria del país mediante la implementación de subsidios e infraestructura. No solo se subsidiaron los fertilizantes, sino también el agua. Se construyeron cientos de kilómetros de tendido eléctrico en las zonas rurales de la India y se financió la colocación de bombas extractoras de agua en todos los establecimientos. Como resultado, los productores pudieron satisfacer exitosamente las demandas de los cultivos y de alimentos del país, pero a costa de una serie de problemas que se evidenciaron varios años más tarde. Ante la ausencia de regulaciones y el uso de tecnologías de irrigación ineficientes, este proceso redujo de manera considerable el nivel del agua subterránea en muchas regiones de la India (8 metros desde 1980) y salinizó los suelos, lo que dificultó la producción agrícola. Esto representa un gran problema para un país cuya población superará a la de China en las próximas décadas.
Mientras que los efectos de rebote son, por definición, causados por adaptaciones del comportamiento humano, en la agricultura también se producen adaptaciones naturales, como la resistencia de las plagas a ciertos pesticidas.
Organizaciones como la Agencia Internacional de Energía han ignorado o minimizado este fenómeno durante muchos años, pero durante la última década se han publicado cientos de artículos que refuerzan la idea de que el efecto rebote es más pronunciado de lo que se suponía, demostrando la necesidad de formular estrategias integrales que contemplen la mayor cantidad de aristas posibles. Aunque en la mayoría de los casos el efecto rebote no es lo suficientemente grande como para causar un aumento neto del uso de los recursos (Paradoja de Jevons), cualquier compensación del ahorro tiene importantes implicancias para la planificación del uso de los recursos naturales en un mundo finito. Es por eso que cuantificar los potenciales efectos rebote debería ser requisito clave a la hora de evaluar escenarios realistas sobre la provisión global de alimentos a un costo ambiental razonable.
Reducir las pérdidas y desperdicios de alimentos
Mejorar las formas de producir los alimentos pierde su sentido si lo producido se pierde en el camino hacia la mesa del consumidor, ya que no solo tiramos a la basura alimento, sino que también desaprovechamos otros valiosos recursos como agua, tierra, fertilizantes, combustibles, pesticidas y otros insumos utilizados durante la producción de alimentos. Puesto en números, se estima que, a escala global, se pierden alrededor del 30% de los alimentos producidos, aunque con proporciones diferentes dependiendo del país, la región y la cadena alimentaria que se trate. Esto quiere decir que, si los alimentos que se pierden y desperdician fuesen un país, serían el tercer emisor después de los Estados Unidos y China, con el 6% del total.
Los alimentos se pueden perder por diversos motivos en varias etapas de la cadena agroindustrial: pérdida de la cosecha por plagas o mal clima, una manzana podrida en un cajón de frutas que pudre al resto, y hasta durante el transporte debido a camiones que tienen fuga en los acoplados y desperdigan granos en la ruta. Otro motivo importante es que a veces la mercadería no cumple con los estándares de estética del mercado, en parte por consumidores desinformados y/o influenciados por una narrativa de cómo deben ser las frutas y verduras, aun a pesar de encontrarse en perfectas condiciones para consumo humano (por ejemplo, frutas manchadas y verduras “deformes”). En parte por esto, la cadena de suministro de frutas y verduras es la que presenta las mayores pérdidas.
La pérdida en el hogar, los comedores y los restaurantes también es muy importante, representando el 20% del total. Los estudios muestran que los alimentos se tiran en cantidades más o menos parecidas en todos los niveles socioeconómicos. En Argentina se estimó que en promedio se tiran a la basura unos 72 kg de alimentos por persona cada año.
Somos lo que comemos
Otra predicción que hizo Borlaug y que en general sí se cumplió fue que el incremento en la disponibilidad de los alimentos causó una reducción de los precios, lo que facilitó su accesibilidad para la población. Pero los alimentos que fueron beneficiados por la Revolución Verde no fueron las frutas o las verduras, sino un grupo selecto de cultivos que fueron aprovechados y luego promovidos por la industria para transformarlos en otras cosas. Dichos cultivos fueron: la caña de azúcar, el maíz, el arroz, el trigo, la soja, el girasol, la palma, la cebada, el centeno, la avena, la papa y la mandioca. Los motivos por los cuales se favorecieron estos cultivos fueron porque la mayoría son relativamente fáciles de almacenar y transportar, y porque sirven para múltiples propósitos, como alimentación humana y de ganado, biocombustibles, producción de alcohol, entre otros. En este sentido, salvo el arroz, la papa y la mandioca, estos cultivos son transformados antes de llegar al consumidor final, ya sea en alimentos fácilmente identificables con la materia prima (como las harinas), en alimentos de origen animal (carnes, leche y huevos), o en componentes de los alimentos ultraprocesados. Así, el incremento de la eficiencia productiva causó tres efectos rebote inesperados: (1) aumento en la producción y consumo de alimentos de origen animal debido a una baja en los precios, gracias (parcialmente) a la posibilidad de destinar granos al ganado a gran escala; (2) aumento en la producción y consumo de alimentos ultraprocesados debido a la gran disponibilidad de materia prima a un bajo costo; (3) utilización del excedente de los granos para la producción de biocombustibles.
Los alimentos ultraprocesados (o empaquetados) representan uno de los factores más influyentes e incluso vectores de la actual pandemia de obesidad y enfermedades crónicas. Se caracterizan por estar compuestos por una combinación de azúcares, grasas, sal y otros aditivos (como la goma xántica o la lecitina de soja), algunos de los cuales facilitan su almacenamiento prolongado y otros que resultan prácticamente irresistibles para el cerebro del Homo sapiens, moldeado evolutivamente por la escasez de ciertos nutrientes.
La rápida urbanización, la reducción en el hábito de consumir comida casera, el aumento en los ingresos promedio por persona y el incremento en la disponibilidad de alimentos poco sanos, baratos y adictivos (los ultraprocesados) empujaron gradualmente a las sociedades hacia dietas hipercalóricas e insalubres conocidas como “dietas occidentales”. Este patrón alimentario (hoy globalizado) se caracteriza por presentar una gran proporción de granos refinados (harinas), azúcar, sal y grasas (aceites) agregadas, una importante cantidad de alimentos de origen animal (muchas veces también ultraprocesados), y además una reducción paulatina en el consumo de frutas, verduras y granos integrales (especialmente legumbres). Si bien esta tendencia se observa en toda la población, los más fuertemente afectados son los sectores más empobrecidos (como suele suceder en muchos otros aspectos de la desigualdad), lo que ha llevado a tener por primera vez en la historia “gordos pobres y flacos ricos”, como destaca la antropóloga Patricia Aguirre.
Las dietas de tipo occidental han sido asociadas consistentemente con un aumento en el riesgo de padecer diversas enfermedades crónicas, como infarto de corazón, accidente cerebrovascular, hipertensión arterial, diabetes tipo 2, obesidad y varios tipos de cáncer. Incluso, se las ha relacionado con enfermedades que poco parecen tener que ver con la alimentación, como el Alzheimer, ciertas enfermedades pulmonares (asma y EPOC) y patologías autoinmunes. Se estima que estas dietas enferman y matan anualmente a más personas que cualquier otro factor de riesgo, incluso más que el tabaquismo, la violencia y los accidentes viales. Esto determina que lo que comemos tenga un enorme impacto negativo sobre la salud pública, la calidad de vida de las personas, la productividad laboral y los costos sanitarios.
La importancia de la alimentación en el mantenimiento y restablecimiento de la salud ha sido ampliamente subestimada por la comunidad médica, pero en los últimos años la alimentación saludable se está posicionando como una de las herramientas más poderosas y costo-efectivas para promover el bienestar y mejorar la salud pública. Hasta hace algunas décadas, el foco de la ciencia de la nutrición humana estaba en prevenir deficiencias en la dieta y alcanzar la ingesta recomendada de algunos nutrientes esenciales (con énfasis en las calorías y proteínas), dando lugar a las recomendaciones basadas en los Cuatro Grupos Alimentarios Básicos de una dieta saludable: 1) carnes, 2) lácteos, 3) granos, y 4) frutas y verduras. Posteriormente, los estudios epidemiológicos y los ensayos clínicos aleatorizados arrojaron luz sobre cómo los factores de riesgo dietarios afectan la salud a largo plazo, indicando que la reducción o eliminación de los alimentos perjudiciales y el aumento de la ingesta de los alimentos protectores son capaces de contribuir significativamente en la prevención la mayoría de las enfermedades crónicas (e incluso tratarlas y revertirlas) y reducir las muertes prematuras.
Así, el concepto de “dieta saludable” evolucionó para enfocarse en la optimización de la salud a largo plazo, considerando tanto los problemas de salud por deficiencias como también por excesos. Por lo tanto, se propuso cambiar la antigua visión centrada en la ingesta de nutrientes (la ideología reduccionista del nutricionismo) hacia otra enfocada en incentivar el consumo de grupos alimentarios protectores de la salud y limitar la ingesta de grupos de alimentos insalubres, contemplando al mismo tiempo los hábitos dietarios de las diferentes poblaciones y las enfermedades prevalentes de cada región. Es así que, paulatinamente, el fomento de dietas saludables se convirtió en una política de estado de muchos países. En 1992, la Organización Mundial para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) sugirieron que cada país debería desarrollar sus propias recomendaciones dietarias a fines de orientar a la población y a los profesionales de la salud, y así nacieron las Guías Alimentarias Basadas en Alimentos (GABA). En líneas generales, se considera que una alimentación saludable es rica en frutas, verduras, legumbres, cereales integrales, frutos secos y semillas, y baja en carnes rojas y procesadas, bebidas azucaradas y alcohólicas, sal y alimentos ultraprocesados. Así, las recomendaciones actuales se resumen en una frase expresada por el escritor Michael Pollan: “Eat food, not too much, mostly plants” (“Comé comida, no demasiada, y mayormente plantas”).
Dada la importancia que tiene la alimentación sobre el desarrollo de las enfermedades crónicas y la protección de la salud pública, comer de manera saludable es más importante que nunca.
Gana la salud y el ambiente
Así como las ciencias de la nutrición desarrollaron diversas metodologías para evaluar el impacto que tiene el consumo de los alimentos sobre la salud humana, las ciencias ambientales también tienen sus propios métodos para estudiar el impacto de la producción de alimentos sobre el ambiente. La idea básica consiste en cuantificar el uso de recursos y la emisión de contaminantes a lo largo de todo el proceso, desde la producción hasta el transporte, el envasado, su consumo y la gestión de residuos (aunque el análisis puede ser hasta alguna de estas etapas), utilizando como punto de referencia una unidad determinada para poder hacer comparaciones (por ejemplo, por kg de peso, por kg de proteína o por cada 1000 calorías).
En líneas generales, estos estudios coinciden en que la producción de los alimentos de origen vegetal (como los granos, las frutas y las verduras) causan menos impacto ambiental en comparación con los alimentos de origen animal (carnes, huevo y leche). Esto se debe a que los animales se encuentran en un nivel trófico superior en comparación con las plantas, por lo que requieren de una mayor cantidad de energía y recursos para su crecimiento y desarrollo (¿recuerdan el concepto de flujo de energía de la clase de Biología?). Además, cuanto más grande sea el animal y más larga sea la fase de cría, mayor será la energía y los recursos utilizados. Este es el motivo por el cual la carne vacuna puede tener un impacto de entre 20 y 200 veces superior al de las plantas, mientras que la leche, los huevos y la carne de cerdo, pollo y pescado tienen “solo” un impacto entre 2 y 25 veces mayor respecto al de las plantas, incluso cuando se los compara usando calorías o proteínas como unidad. Por ejemplo, en Argentina, para producir 1 kg de carne vacuna se necesita unos 3 kg de granos y 65 kg de pasto, silaje y heno, los cuales requieren de unos 321 m2 de tierra para ser producidos; mientras que para producir 1 kg de carne pollo también se necesitan 3 kg de grano que se satisfacen con solo 8 m2 de tierra. Algo similar ocurre con las emisiones de GEI.
Dado que las elecciones alimentarias determinan la demanda de los alimentos que se producen en el campo, ante esta realidad, resulta sencillo imaginar que, al reducir la participación en la dieta de aquellos alimentos con mayor impacto ambiental (como los de origen animal, particularmente la carne vacuna), ocurre una disminución del impacto ambiental asociado a la producción de comida. De hecho, es lo que las investigaciones indican de manera consistente. Los estudios que analizaron el potencial efecto asociado a la adopción de una dieta basada en plantas indican que las emisiones de GEI derivadas de la producción de comida se reducirían en aproximadamente la mitad, principalmente por una disminución de las emisiones de metano proveniente del ganado y de dióxido de carbono proveniente de la deforestación. Pero no solo eso, también indican que necesitaríamos solo una cuarta parte de las tierras que utilizamos ahora, por lo que se podrían liberar tierras (incluyendo tierras aptas para cultivos), abriendo espacio para la restauración de ecosistemas altamente valiosos para la conservación de la biodiversidad, como selvas, bosques, humedales y pastizales naturales. La posibilidad de liberar tierras es una gran noticia y es muy importante tenerla presente ya que permitir que la naturaleza se recupere representa una de las estrategias más potentes para remover dióxido de carbono de la atmósfera y conservar la biodiversidad de manera simultánea. De hecho, se estima que las tierras liberadas por reducir o eliminar el consumo de productos animales tiene el potencial de secuestrar el equivalente a entre 9 y 16 años de emisión de combustibles fósiles.
Si bien estos estudios se basan en modelos de simulación (con sus fortalezas y limitaciones), representan ejercicios muy útiles para explorar el enorme potencial que tiene el cambio de dietas. Es decir, no hace falta eliminar el consumo de productos animales para obtener beneficios, ya que cualquier reducción representaría un mejor escenario que en el que estamos ahora. Incluso, el reemplazo de la carne vacuna por otras carnes con menos impacto (como cerdo y pollo), sin disminuir la cantidad total de carne consumida, puede generar mejoras significativas, aunque aún se destinarán importantes cantidades de granos y tierras de cultivos a la producción animal.
Ya no caben dudas de que invertir esfuerzos en modificar la demanda de alimentos mediante cambios dietarios es una herramienta eficaz para reducir la (insostenible) huella ecológica de lo que comemos, y debería ser incluida inmediatamente a la caja de herramientas para combatir el cambio climático y el colapso ecológico. De hecho, orientar el consumo hacia dietas basadas en plantas, incluso con moderadas cantidades de productos animales, es clave para cumplir el Acuerdo de París. En comparación con otras medidas, como el aumento de la eficiencia productiva y la reducción de pérdidas y desperdicios, el cambio de dieta tiene mayor potencial de reducción de emisión de GEI. Sin embargo, nos enfrentamos al desafío más grande que jamás hayamos enfrentado y, como todo problema complejo, requiere de creatividad y debemos utilizar todas las soluciones a nuestro alcance.
Lamentablemente, pareciera que la sociedad y la comunidad política no están listas para tener esta conversación o pareciera que el beneficio ambiental asociado al cambio de dietas no es suficiente como para motivar a la movilización. Otros argumentan que los grandes responsables de las emisiones deberían hacerse cargo del problema, así que mejor que reduzcan su consumo de carne ellos. Un poco de razón tienen, ya que si “solo” los habitantes de los 54 países más ricos del mundo (17% de la población global) cambiara a una dieta basada en plantas, se podría reducir las emisiones agropecuarias en un 61% y se podría remover de la atmósfera el equivalente a 14 años de emisiones agropecuarias.
Pero este camino tiene un as bajo la manga difícil de ignorar. Como dije antes, lo que comemos también afecta nuestra salud, y si hay algo que nos enseñó la pandemia es que apostar por la salud es nuestra mejor inversión para crear resiliencia individual y colectiva, por lo que motorizar cambios dietarios para reducir el impacto ambiental sin mirar la salud sería un grave error. Resulta curioso, pero afortunadamente hay una relación virtuosa entre la capacidad protectora para la salud que tienen los alimentos y el bajo impacto ambiental asociado a su producción. Este hallazgo se refuerza porque, en líneas generales, aquellos alimentos que reducen el riesgo de mortalidad asociado a una enfermedad crónica también lo hacen con las otras enfermedades crónicas, y los que presentan valores más bajos de impacto ambiental para un aspecto también lo hacen en otros aspectos.
Por lo tanto, incrementar la proporción de frutas, verduras y granos integrales (legumbres, cereales, frutos secos y semillas), y reducir la participación de algunos alimentos de origen animal (carnes rojas y carnes procesadas, particularmente) puede generar beneficios para las personas al reducir la incidencia y mortalidad por enfermedades crónicas, y para la naturaleza al reducir el impacto ambiental de la producción de alimentos. La misma dieta basada en plantas que genera los beneficios ambientales mencionados anteriormente, aun con moderadas cantidades de productos animales, tiene el potencial de evitar 1 de cada 4 muertes prematuras por enfermedades crónicas. Esto hace que las dietas saludables tengan la cualidad de ser (además) sostenibles.
El mayor consumo de productos animales (especialmente carnes) se da en las poblaciones urbanas que tienen poder de compra y acceso a una variedad de alimentos, por lo son estos los objetivos de cambio de dieta. En poblaciones vulnerables que presentan baja diversidad en sus dietas, aumentar la ingesta de productos animales podría ser beneficioso.
Esto es particularmente interesante para nuestro país, porque si bien Argentina libera menos del 1% de las emisiones globales, la dieta nacional es de mala calidad y su impacto en la salud pública es considerable. A pesar de que la mayor parte de la población no consuma los niveles recomendados de frutas, verduras y granos integrales, solo un tercio reconoce que su dieta no es saludable. Además, en nuestro país más de la mitad de la población nacional presenta sobrepeso u obesidad, y 1 de cada 3 personas tiene presión arterial alta y colesterol elevado. La pandemia por COVID-19 puso de manifiesto la fragilidad de los sistemas sanitarios y el mal estado de la salud de la población general, en particular en relación con las enfermedades crónicas, por lo que mejorar la dieta tendría importantes implicancias para la salud pública. No obstante, la promoción de las dietas saludables debe realizarse junto a la actividad física y la disuasión del consumo de tabaco y alcohol para reducir al máximo la carga de salud de las enfermedades crónicas.
Por otro lado, si bien para algunas personas las emisiones asociadas a la producción y al consumo de alimentos en nuestro país es insignificante en comparación con la mitigación que se podría realizar desde los países ricos, promover la adopción de una dieta basada en plantas en la Argentina podría tener un impacto positivo a nivel local. En la Argentina destinamos unas 60 millones de hectáreas para producir alimentos, de las cuales el 87% son tierras de pastoreo y el porcentaje restante son tierras de cultivo. De éstas últimas (8 millones de hectáreas), aproximadamente casi dos tercios están destinadas a producir alimento para los animales. Si se adoptara una dieta saludable, como la recomendada por el Ministerio de Salud a través de la Guía Alimentaria para la Población Argentina (que recomienda reducir el consumo de carnes y aumentar el de frutas y verduras), se requeriría de menos de la mitad de las tierras que las utilizadas actualmente (unas 27 millones de hectáreas de tierras de pastoreo y 10 millones de hectáreas de tierras de cultivo). Nuevamente, como ejercicio teórico, la adopción de una dieta con menos productos animales implicaría aún mayores reducciones: 26 millones de hectáreas para una dieta saludable con un poco de carne (65% tierras de pastoreo y 35% tierras de cultivo), y 7 millones de hectáreas para una dieta vegetariana estricta (100% tierras de cultivo).
Sorprendentemente, incluso con una población dispuesta a adoptar una dieta saludable, el sistema alimentario nacional tiene importantes limitaciones a la hora de proporcionar los alimentos saludables necesarios para todos (frutas, verduras, legumbres y frutos secos). Por ejemplo, la disponibilidad de frutas y verduras en el mercado interno alcanza para satisfacer el 70% de la cantidad recomendada de estos alimentos fundamentales para el funcionamiento óptimo de la salud. Afortunadamente, las condiciones ecológicas del país ofrecen una gran oportunidad para satisfacer esta demanda y contribuir al suministro de alimentos saludables a los mercados nacional y extranjero.
Reducir la demanda de tierras implicaría no solo aliviar la presión sobre los ecosistemas naturales remanentes, ayudando a prevenir que ocurran más pérdidas de biodiversidad y de servicios ecosistémicos, sino también aumentaría la disponibilidad de tierras que se podrían destinar para realizar proyectos de restauración y remoción de dióxido de carbono de la atmósfera, algo fundamental dado el desastre ecológico causado por los incendios y la deforestación en los últimos 20 años.
Pero los beneficios ambientales mencionados estarán atados a si la reducción de la demanda se traduce directamente en una reducción de la producción, ya que esta podría volcarse completamente a la exportación a fines de beneficiar a la economía nacional. El debate sobre cuál de estas opciones debería fomentarse o desaconsejarse no es una tarea sencilla. Al mismo tiempo, aumentar la participación del sector ganadero en el mercado global de productos animales implicará someterse a las regulaciones de los países importadores, lo que podría alterar cuánto y cómo se produce la carne en Argentina. Por ejemplo, si bien China es actualmente el principal importador de carne vacuna argentina, el gobierno chino está impulsando políticas públicas para reducir a la mitad el consumo de carnes para el 2030, con el fin de reducir su impacto ambiental y combatir las enfermedades crónicas.
Pero la carne vacuna producida en Argentina es sustentable… ¿Lo es?
Si bien la carne vacuna tiene la huella ambiental más alta de entre todos los alimentos, la ganadería bovina puede tener algunos efectos positivos sobre algunos procesos ecosistémicos cuando la actividad es realizada en ciertos sistemas productivos (o al menos, en comparación con la agricultura). Por ejemplo, los bovinos producidos bajo esquemas pastoriles en cargas sustentables y en pastizales naturales (como los de la Pampa Ondulada, en Buenos Aires, o la ecorregión de los Campos y Malezales, en Corrientes) pueden ayudar a mantener estos paisajes que proveen valiosos servicios ecosistémicos, como la preservación de la biodiversidad, la regulación del ciclo hidrológico y el secuestro de carbono. Además, gracias a la “magia” del rumen de los vacunos, estos animales son capaces de aprovechar la celulosa de los pastos y transformarlos en carne y leche, lo cual es muy valioso porque así es posible producir comida en tierras que no son aptas para la agricultura. En ese sentido, Argentina tiene abundantes tierras de pastoreo y una histórica tradición en el manejo del ganado bovino, siendo unos de los pocos países del mundo donde la producción de carne y leche vacuna aún es predominantemente pastoril.
Pero la realidad es más compleja. Si bien el pasto representa la mayor parte del alimento de la ganadería bovina nacional (el 92% en los bovinos para carne y el 45% en bovinos lecheros), el sector consume unas 11 millones de toneladas de granos por año. De hecho, la producción de carne vacuna requiere de más del doble de granos de maíz que el destinado para la producción de carne de pollo, aunque las cantidades producidas sean similares. Además, solo un tercio de las tierras de pastoreo están ubicadas en la región Pampeana (donde el pasto es la vegetación dominante). Más de la mitad de las tierras dedicadas a la producción de carne vacuna se encuentran en las regiones del noreste y el noroeste del país, dentro de las cuales se encuentran las ecorregiones del Espinal y el Gran Chaco. Mientras que el Espinal ha sido transformado casi por completo en tierras de cultivo y pastoreo, el Gran Chaco sigue siendo el bosque seco más extenso de Sudamérica, aunque con una de las mayores tasas de deforestación del mundo (todos los meses se pierde una superficie del tamaño de Buenos Aires). Un estudio realizado con imágenes satelitales encontró que en el período 1985-2013 se perdieron unas 14 millones de hectáreas de bosque chaqueño (incluyendo los territorios de Paraguay y Bolivia), de las cuales el 82% de esas tierras fueron utilizadas para la cría de ganado vacuno. Así, la mayor parte de la superficie que pastorea el ganado vacuno probablemente era un ecosistema valioso y bien conservado hasta hace los últimos veinte años.
La gran expansión de los cultivos de soja sobre la región pampeana que ocurrió a partir de los años 90 causó un rápido desplazamiento de la ganadería desde el centro del país hacia el norte. Por lo tanto, la producción de soja es en parte responsable del proceso de deforestación en el Gran Chaco, motorizada en última instancia por el incremento de la demanda mundial de carnes (77% de la soja es destinada a la producción animal, solo un 19% se consume directamente por humanos).
Otra cuestión, quizás menos relevante desde el punto de vista local, pero sí a escala global, es la importante cantidad de metano que se emite cuando los vacunos son alimentados con pasto. Como se mencionó en un capítulo anterior, el metano es un subproducto de la digestión de la fibra por parte de la microbiota del rumen de los vacunos. El problema radica en que el metano tiene una gran capacidad para retener el calor en la atmósfera, sobre todo a corto plazo (80 veces más que el CO2 en un plazo de 20 años), por lo que es clave reducirlo todo lo que se pueda. En defensa de esta forma de producción se suele decir que las emisiones de metano se compensan por la captura de carbono que hace el pasto. Si bien esto es posible, hasta la fecha no hay evidencias de que eso esté ocurriendo en la Argentina, ni siquiera en la región pampeana, donde los pastizales representan el ecosistema natural dominante.
Ante esta situación, se han propuesto diversas estrategias para reducir la emisión de metano por parte de los animales, como la utilización de inhibidores de la producción de metano, mejorar la calidad del alimento que consumen los animales, aumentar la productividad del ganado (hacer que crezcan más rápido o sean más fértiles), y mejorar la gestión del estiércol (como aprovecharlo para la producción de biogás). Sin embargo, las opciones con mayor chance de comercialización a gran escala son cuatro: aditivos sintéticos, aditivos naturales, vacunas y métodos de cría. Los aditivos sintéticos son compuestos químicos que, al ser ingeridos a través de la comida de los animales, inhiben la actividad de los microbios productores de metano en el rumen sin afectar la productividad del ganado. Algunos ensayos muestran que es posible reducir hasta en un 30% las emisiones de metano, pero su aplicación en sistemas pastoriles es algo complicado debido a la distribución de los animales en el campo. Los aditivos naturales, como las algas del género Asparagopsis, tienen un potencial de reducir las emisiones en un 20-98%, pero hay serias dudas de su aprobación porque los ingredientes activos responsables del efecto son cancerígenos (bromoformo y bromoclorometano). Respecto a las vacunas diseñadas para atacar a los microbios productores de metano, se cree que podrían reducir las emisiones en un 30% y sería una solución para el ganado pastoril, pero la efectividad es especulativa porque aún se encuentran en fase de desarrollo (quizás estén disponibles en 7-10 años). Finalmente, es posible cambiar la genética de los animales para que produzcan menos metano mediante la utilización de técnicas de cría ampliamente utilizadas en el sector (selección artificial), aunque es necesario hacer más investigaciones para evaluar su impacto sobre la productividad. Si bien centrarse en la mitigación de emisiones de gases de efecto invernadero (específicamente del metano) puede ser beneficioso para el desarrollo técnico y tecnológico, excluye la consideración de la huella de la tierra del ganado y su costo de oportunidad del carbono, así como las emisiones de óxido nitroso asociadas a la producción ganadera.
Una alternativa para hacer más eficiente la producción es mediante la intensificación en feedlots. Los granos tienen más nutrientes que los pastos y se digieren mejor, como resultado los animales necesitan menos volumen de alimento y emiten menos metano. En promedio, en comparación a un vacuno engordado en un sistema puramente pastoril en Argentina, un animal en un feedlot requiere de 2,5 veces menos superficie de tierra y emite 1,8 veces menos GEI. Pero como podrán sospechar, estos sistemas intensivos tienen sus propios problemas: contaminan el agua y el aire, liberan gases de olor desagradable y peligrosos para salud y, al depender de los granos como insumo, compiten con recursos que podrían ser utilizados directamente para producir alimento de consumo humano directo (tierras de buena calidad, agua, fertilizantes, máquinas, etc.). Además, los animales son criados en condiciones de hacinamiento donde no pueden satisfacer sus instintos naturales y, debido a esto, se les administra grandes cantidades de antibióticos para prevenir y tratar posibles enfermedades. Esto significa que producir carne de manera eficiente implica un mayor sufrimiento para los animales.
Claramente, la producción de carne vacuna presenta importantes puntos de conflicto que requieren de un análisis en mayor profundidad y de multiplicidad de enfoques. Sin embargo, de entre todos los sistemas productivos, los pastoriles sobre pastizales naturales son la mejor opción debido a los paisajes agropecuarios asociados a este tipo de producción, aunque no está claro cuánta carne y leche podrían producir estos sistemas, y si son capaces de abastecer la demanda de carnes.
Conclusión
La comida, ese objeto que vemos como tan esencial y cotidiano en nuestras vidas, representa un desafío enorme para la humanidad, no solo porque producirla es una tarea difícil en sí misma, sino porque además nos enfrentamos al reto de alimentar a una población creciente en un contexto de cambio climático y crisis ecológica. Afortunadamente, existe un diverso abanico de opciones para mejorar las formas de producción, incrementar la eficiencia y reducir el impacto ambiental. Asimismo, hoy también entendemos cuáles son las mejores estrategias para evitar la pérdida y desperdicio de los alimentos a lo largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, no deberían perderse de vista las posibles consecuencias negativas asociadas al efecto rebote y la paradoja de Jevons.
Dado que la comida tiene como destino final a los consumidores y que, por lo tanto, tiene un impacto en la salud humana, es clave pensar el qué, el para qué y el para quién se producen los alimentos. Reemplazar las fuentes de proteína animal (particularmente las carnes rojas) por proteínas de origen vegetal (como legumbres y cereales integrales) ha demostrado ser una de las estrategias más efectivas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y mejorar la salud pública al mismo tiempo. Además, las dietas basadas en plantas demandan considerablemente menos tierras que las dietas actuales y abren la puerta a la posibilidad de utilizar las tierras liberadas para secuestrar carbono y restaurar ecosistemas y paisajes fundamentales para adaptarnos al cambio climático. Aunque sustituir la carne por plantas (parcial o totalmente) es un reto logístico y cultural, ofrece mejoras en múltiples dimensiones que ninguna otra estrategia puede brindar.
En este sentido, la alineación de las políticas de producción agrícola y ambiental con las de salud humana podría tener importantes beneficios sinérgicos. Sin embargo, su realización requerirá de un enfoque más holístico y coordinado que los intentos tradicionales centrados en un solo sector. Es necesario el desarrollo de un marco conceptual amplio que abarque la totalidad de los sistemas alimentarios y sus impactos en diferentes esferas: sanitaria, productiva, ambiental y económica, así como también que contemple la interconexión con otros sectores. Esta aproximación aumentaría la capacidad de identificar aquellas estrategias que minimicen los puntos de conflicto, mejoren la eficiencia en el uso de los recursos y al mismo tiempo contemplen los impactos sociales, ambientales y sanitarios relacionados con la producción y el consumo de alimentos.