Entrevista a Ana María Vara: El motor de la curiosidad
Notas

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Entrevista a Ana María Vara: El motor de la curiosidad

“...es necesario dejar de tenerles miedo a las discusiones. La ciencia está hecha de debates.”

Vara piensa con paciencia y habla igual. Tanto que, si uno tuviera la posibilidad de penetrar en las paredes de su cráneo y estacionarse en su cerebro por un rato, podría advertir el modo en que sus ideas se van anudando una a una hasta tejer un enorme rompecabezas discursivo. Una madeja de razonamientos que expulsa en forma de respuestas. Cursó el secundario en Caballito, estudió Letras en la UBA, fue pionera en el periodismo de ciencias doméstico, hizo una maestría en la Universidad de Nueva York y un doctorado en la Universidad de California. En todos los casos con la misma entrega, con idéntica aplicación. En la actualidad, es docente de la UNSAM y se constituye como una de las principales referentes en el campo de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología en Argentina. 

Pero lo que la tiene desvelada últimamente es un tema que concentra sus pasiones: las controversias técnicas y el fenómeno del no-conocimiento en el marco de la sociedad del riesgo global. ¿Qué son las controversias? ¿En qué lugar se ubican los científicos cada vez que abordan temas complejos con consecuencias económicas, políticas y sociales importantes? ¿Qué quiere decir que “la ciencia se combate con más ciencia”? ¿Por qué desconocemos aquello que desconocemos? Ante esta catarata de interrogantes que se agolpan en fila, nada mejor que un buen diálogo. En la penumbra de una tarde fría, de un otoño entrado en días y de carácter excepcional, las palabras se hacen valientes, se escapan de su boca y nosotros, desde este lado, cultivamos la obligación de escuchar. De escuchar y de leer que, al fin y al cabo, son un poco lo mismo.

Al igual que tus artículos, tus exposiciones y conferencias son impecables. Lo que pocos saben es que desde pequeña sos muy aplicada. ¡Terminaste el secundario con 9.41 de promedio!

Fui al Normal n°4 de Caballito, el mejor colegio al que podía asistir desde la perspectiva de mis padres. Es cierto, era una alumna ejemplar, muy disciplinada. Siempre fui bastante lectora, desde chiquita tuve una afinidad especial con los libros. De adolescente conocí a García Márquez y a Vargas Llosa, eran autores que se comentaban en la familia, que de tanto nombrarlos parecía como si se sentasen a la mesa con nosotros. Cursé el secundario durante la dictadura, fue una época dura; recuerdo que teníamos una vicedirectora que repetía sin parar: “No respetar los símbolos patrios es un acto subversivo”. Tuve compañeras cuyos padres habían desaparecido y nos enteramos mucho tiempo después. En el guardapolvo estaba bordado el escudo del colegio, el nombre y la división. El DNI lo llevábamos a todos lados, hasta para ir al quiosco. Debíamos estar bien identificados para el gobierno de facto. En la calle no sabíamos qué podía ocurrir. 

¿Alguna vez te pasó algo?

En una ocasión estábamos con mi novio dándonos un beso y se acercó un hombre a hacernos preguntas. Éramos adolescentes y nos interrogaba serio, como si fuera un juicio. Mi pareja se molestó y tuve que frenarlo porque enseguida advertí por dónde venía la cosa. Era un milico de civil. Los militares te increpaban a toda hora, sin distinción, todo el tiempo. Fue horrible. Solo experimenté algo similar –una sensación física de moverme sin libertad– cuando fui a EE.UU. a hacer una maestría en 2002, un poco antes de que se cumpliera el primer aniversario de las Torres Gemelas. Los extranjeros éramos vistos con mucho recelo, de manera que uno podía viajar hasta allí con todos los papeles en regla y de cualquier modo volverse de inmediato si el gobierno lo disponía. Todo lo que hacíamos era observado, evaluado. Una memoria física que a cada paso parecía rememorar un pasado horrible. En la época del Proceso, cada vez que salía a la calle mis papás me decían “Ciudado con quien andás”. Fue recién después de mucho tiempo que entendí que no lo hacían por controlar mis vínculos sino por el temor a que me confundiesen con una guerrillera. 

Finalizaste el colegio y, con tanta tradición lectora, te anotaste en Letras (UBA). 

No, primero me inscribí en Medicina. Pasé un ingreso dificilísimo, de 5500 aspirantes solo 850 entraron a la carrera. Al mes de comenzar me sentía presa, no podía tolerar la idea de vivir sólo para los libros de anatomía e histología. Me interesaban pero no tanto… Recuerdo que exploté en llanto, así que fui a hablar con mis padres y me entendieron. Dejé de ir a la Facultad, corría 1982 y aproveché ese año para mejorar mi inglés y estudiar italiano. También arranqué la psicóloga, tenía que procesar el primer gran obstáculo en mi vida: de alumna ejemplar a dejar una carrera apenas iniciada. Al año siguiente empecé Letras y fue mucho mejor porque hacia 1985 comenzaron a dar clases algunos de los profesores que se habían exiliado. Cursé con docentes maravillosos como David Viñas, Beatriz Sarlo, Nicolás Rosa, Josefina Ludmer y Beatriz Lavandera.

Qué lujo. Entonces, de Medicina a Letras y de Letras al periodismo de ciencias. Vaya recorrido. 

Durante los ‘80, el país estaba en bancarrota y había que laburar de lo que fuera. Me enteré de un llamado a concurso que realizaba Exactas (FCEN-UBA) para entrenarse como periodista de ciencia en el Centro de Divulgación Científica y Tecnológica de la Fundación Campomar (en la actualidad, el Instituto Leloir) dirigido por Enrique Belocopitow. Advertí que siempre me había interesado comunicar ciencia, no por casualidad había estudiado Medicina al comienzo. Me presenté al concurso y gané una de las becas. Fue fantástico porque pude aportar más dinero al hogar y al mismo tiempo hacer algo que me gustaba. Fue un entrenamiento muy intensivo: nos ponían a cuidado de “madrinas” que nos llevaban a la inmensa biblioteca con miles de revistas científicas y nos hacían escribir cables para la Agencia Télam. Sin darme cuenta me convertí en periodista de ciencia. 

Fuiste una pionera en el periodismo de ciencias de Argentina. ¿Te acordás cuál fue la primera nota que publicaste?

-¡Obvio! Mi primera nota fue sobre ritmo circadiano. Habían hecho un experimento con dos cepas de ratones que respondían a ciclos de 24 y 26 horas. Les habían trasplantado una región del cerebro porque creían que de allí dependía todo el asunto. La titulé: “Ratones con el paso cambiado”. 

¡Cuánto detalle! 

Supongo que son cosas que no se olvidan. Durante buena parte de los ‘90 trabajé en el Centro de Divulgación de la Facultad de Ingeniería de la UBA, con lo cual tenía un salario permanente mientras hacía notas para la institución y la libertad para colaborar en el medio que quisiera. A partir de ese momento tuve la posibilidad de publicar en La Nación, Clarín y Página 12, que tenía el suplemento Futuro de Ciencia. Aún no era coordinado por Leonardo Moledo sino por Rolando Graña. También fui editora de Ciencia en la Revista Noticias, pero entraba a las 11 de la mañana y salía a las 2 de la madrugada. Era algo realmente absurdo así que lo dejé al poco tiempo. 

¿En qué momento tu profesión como periodista de ciencia pasó a ser tu objeto de estudio como investigadora?

Cuando obtuve la beca Fulbright para realizar una maestría en la Universidad de Nueva York. Allí conocí a Dorothy Nelkin, que ya era famosa en el ámbito por haber escrito el clásico “Selling Science” y era una de las fundadoras de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología. Fue una de las pioneras en el estudio del creacionismo y sus implicancias sociales, abordó las protestas contra la explotación del uranio en tierras indígenas y la seguridad de trabajadores industriales que se enfrentaban a materiales tóxicos en sus empleos. Cuando llegué a EE.UU. encabezaba una investigación sobre transgénicos. Me interesó tanto que me ofrecí a explorar qué pasaba en Argentina. 

¿Y cómo fue esa experiencia?

Estaba sola en Nueva York, había dejado a mi familia en Buenos Aires. Vivía, soñaba y respiraba transgénicos. Estaba todo el día con eso, sin descanso, me repartía entre la biblioteca, el laboratorio de computación (porque ahí había internet) y la pileta de la Universidad. Nunca fui tan rica y tan pobre al mismo tiempo: vivía en un barrio hermoso y asistía a lugares bellísimos pero tenía la plata justa. Gastaba lo mínimo e indispensable, sacaba fotocopias gratis y me ponía a leer. Transgénicos es un tema interesantísimo porque puede ser abordado desde múltiples perspectivas, ya sean sociales, pero también políticas, económicas, científicas y culturales. Por este motivo, puede ser pensado como una controversia.

¿En qué sentido? 

Existen problemas que de tan complejos no pueden ser examinados desde una sola línea de análisis. O bien entendés el conflicto con todas sus aristas, o bien no entendés nada. Las grandes empresas saben muy bien que la mejor manera de combatir a las voces disidentes de la ciencia es con más ciencia. 

¿Cómo?

Claro, vale para los transgénicos pero también para cualquier otro tema. Lo que hacen las grandes compañías que promueven su uso es financiar cientos de trabajos científicos para que cuando uno, por curiosidad, se dirija a buscar una voz que cuestione su aplicación no la halle con tanta facilidad. De este modo, la verdad científica siempre queda del lado de los actores que tienen más dinero. Por eso es que resulta tan complejo intentar saldar las discusiones de conflictos de este calibre sólo a través de los papers

Conocimiento, intereses, poder. Una controversia como el uso de transgénicos exhibe muy bien de qué manera la ciencia –también– es un asunto político…

Desde los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología existen dos grandes líneas de análisis para abordar los conflictos. Una tiene que ver con las controversias que se generan al interior del campo científico y las disputas en el proceso de producción del conocimiento, esto es: ¿cómo se llega a consolidar una verdad como tal? La respuesta es que llegamos a las verdades a través de discusiones, de disensos que después de mucho tiempo se transforman en consensos. Dice (Bruno) Latour que “La ciencia indiscutible es la ciencia que ha sido muy discutida”. La otra postura define a la CyT a partir de su uso en las sociedades, en función de proyectos económicos. La vincula mucho más al contexto y al impacto que tiene en las poblaciones. Esta última línea –la que más me interesa– evalúa los efectos de la acción humana sobre el ambiente. ¿Dónde se construye una central nuclear? ¿En qué sitio es más factible tener un dique para una represa? ¿De qué manera los transgénicos afectan los ecosistemas? Se producen episodios controvertidos cuando la tecnología es resistida y no cuando es apropiada de inmediato. Sin embargo, la magnitud de la controversia no es proporcional al impacto comprobado de la tecnología. 

¿Por qué?

Porque puede haber tecnologías que conllevan consecuencias muy importantes pero que no despiertan alarma social. Internet, por ejemplo, nos cambió la vida de manera rotunda y, recién una vez que transformó nuestras realidades, empezamos a preocuparnos por nuestra falta de privacidad, por el modo en que circulan nuestros datos sin nuestro consentimiento y por la cantidad de tiempo que los chicos pasan frente a la pantalla. En cambio, los transgénicos fueron resistidos antes de que se cultivara el primero. Lo interesante es estudiar qué características de la tecnología la vuelven susceptible de ser rechazada, cuando existen otras más peligrosas y no generan tanto revuelo. Insisto, mientras la energía nuclear y la biotecnología fueron sumamente resistidas, no ocurrió lo mismo con la tecnología de la información. Pienso que para reflexionar al respecto es necesario dejar de tenerles miedo a las discusiones. De hecho, la ciencia está hecha de debates.   

El debate es inherente al sistema democrático.  

Coincido. Ampliar las discusiones sobre temas científicos que tienen impacto en la sociedad debería ser casi una obligación. ¿Quién controla a la ciencia y a la tecnología? Los ciudadanos. Con independencia de nuestro nivel educativo, si tenemos el derecho de elegir a nuestros gobernantes, ¿cómo no vamos a poder discutir sobre CyT? El asunto es que los científicos son educados para discutir al interior de la comunidad y cuando los ponen a conversar en un escenario social en el que cualquiera puede opinar se hallan un poco descolocados. Son juegos diferentes, entrelazados aunque con reglas bien específicas. 

¿De qué manera se conectan las controversias con el concepto de no-conocimiento que también atrae tu atención?

Habitualmente, las controversias se plantean con este esquema: de un lado, según pareciera, existe un polo promotor del conocimiento y del otro una ignorancia basada en temores irracionales. Hay científicos enrolados en ambos grupos: tanto para argumentar que el glifosato no es tan malo y sirve para aumentar la productividad, así como también para denunciar el impacto en la salud de las comunidades. El punto es la asimetría en las capacidades para generar conocimientos. Aquellos que invierten en una tecnología cuentan con el capital para financiar investigaciones que justifiquen la necesidad y las ventajas de su implementación. Del otro lado, habrá investigadores que se involucran y se comprometen con un problema pero no cuentan con la misma capacidad económica para librar esa batalla. De aquí el vínculo con la primera noción de no-conocimiento: ‘ciencia no hecha’. Como no hay dinero, los científicos no pueden demostrar cómo las comunidades con las que trabajan son afectadas por la tecnología. Resulta muy difícil conceptualizar aquello que falta. En otros casos, hay un no-conocimiento porque algunos actores prefieren no saber.  

¿Por ejemplo?

Cuando el Banco Mundial, en los ‘90, recomendó a América Latina que produzca leyes para promover la megaminería en la región (supresión de impuestos) no realizó estudios que vincularan el tamaño de la inversión, la cantidad de puestos de trabajo y el consumo de energía y de agua. Se supone que este organismo fomenta el desarrollo de los países, sin embargo, como el propósito no era precisamente ese, obviaron la generación de datos que pudieran levantar la perdiz sobre la enorme cantidad de desventajas que traería a nuestras naciones. Si hubiese estado esa información disponible nadie en su sano juicio se hubiera puesto a defender una actividad económica como esa. 

En este caso, entonces, hubo una no-producción de conocimiento deliberada. Un conocimiento que, de ser generado por el Banco Mundial, perjudicaría sus propios intereses…

Exacto. Un conocimiento que un grupo de poder no quiere producir porque no es afín a sus objetivos. Por último, hay una tercera acepción que guarda relación con aquel conocimiento generado de manera intencional para desviar la atención de los riesgos que ocasiona una determinada actividad industrial o tecnológica. Las tabacaleras y las productoras de bebidas azucaradas inauguraron este modus operandi y hoy constituye un patrón común a muchas corporaciones que evitan ser reguladas. Históricamente, gracias a su capacidad de lobby orientaron las investigaciones sobre sus productos hacia focos de atención que no perjudicarán su rentabilidad y su buena imagen frente a la opinión pública.   

¿Cómo se relaciona el no-conocimiento con la situación actual de pandemia?

Hoy se ejecutan políticas sanitarias basadas en la evidencia científica disponible. Decisiones que afectan la economía, la política y la vida personal de la ciudadanía son tomadas en condiciones de enorme incerteza. Apenas empezamos a conocer la dinámica de contagio del virus, el mundo ya tenía sus centros de salud desbordados. Estamos en medio de un volcán de no-conocimiento, por ello, tomar decisiones de un enorme impacto implica un desafío gigantesco. Resulta alucinante seguir de cerca el modo en que se fue construyendo la discusión en torno al uso del barbijo y cómo se modificó la propia apreciación de los máximos especialistas en el rubro. Aunque cueste decirlo: desconocemos mucho más de lo que conocemos. Y ello no es necesariamente malo. Por el contrario, la ignorancia es el motor de la curiosidad humana.   

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