Teoría del garca

Teoría del garca

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Nicolás Olszevicki

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Rocío Cueto

¿La evolución nos seleccionó para detectar chantas?

¿La evolución nos seleccionó para detectar chantas?

Teoría del garca

Cada vez que me toca ir a un banco, o a una oficina pública, o manejar un auto por la ciudad, o escuchar a Mirtha, o leer notas de vegetarianos que parecen tener razón, me pregunto cómo puede haber tantos hijos de puta dando vueltas. Buscando el equilibrio, me acuerdo siempre de los antiguos griegos. La pregunta fundamental es si nos comportamos como seres justos porque sí, porque encontramos una razón intrínsecamente satisfactoria en el hecho de comportarnos como seres justos, o si, al contrario, lo hacemos porque tenemos alguna limitación impuesta desde afuera a nuestro accionar, ya sea el cagazo de ser castigados o la esperanza de ser reconocidos.

¿Por qué nos portamos bien? se cuestiona Platón en el libro II de República. ¿Por qué actuamos justamente? Son esas preguntas que uno se hace cuando entra al baño y se olvida cuando sale. Pero si ese ‘uno’ es griego, no es esclavo, no es mujer, está más o menos bien parado en la vida, quiere pasar el menor tiempo posible en el baño porque es una inmundicia asquerosa y no tiene celular porque, bueno, no existen, se toma el trabajo de intentar responderla.

Cuando Glaucón, el personaje con quien dialoga Sócrates en ese libro, empieza a desenmarañar el bardo que implica la pregunta, uno empieza a darse cuenta de que el tema es interesantísimo, porque lo que se está debatiendo es cómo logramos vivir en sociedad en lugar de andar cagándonos full time los unos a los otros.

Para avanzar con la discusión, Glaucón distingue tres tipos de bienes: los que se persiguen ‘por el goce mismo que brindan‘ y no tienen ninguna consecuencia posterior (los malpensados pensarán en felaciones, los bienpensantes te la debo); aquellos que ambicionamos por sí mismos y por las consecuencias que traen (la inteligencia, la salud, la vista o los autos de alta gama) y aquellos que son penosos pero, sin embargo, útiles (la gimnasia y el trabajo, y juro que los ejemplos son del vago de Platón: un capo). Cito del volumen II de la edición de Henricus Stephanus de 1578, que es la que se usa como referencia para poder identificar los pasajes del corpus platónico sea cual sea el libro que uno use (357a-361d). La traducción es mía:

GLAUCÓN: —¿En cuál de estas tres clases colocas a la justicia?

SÓCRATES: —Opino que en la mejor, o sea, entre aquellos bienes que hay que amar por sí mismos y por sus consecuencias, si quiere uno ser feliz.  

GLAUCÓN: —¡Oh, no, Sócrates! ¡Pero tú eres medio pancho! ¿No te alcanza con andar en toga dando vueltas por la polis, con tus cosas colgando a lo Neustadt, para intentar hinchárselas a los demás con preguntas incontestables? A ver… imagínate que te dieran un anillo como el que consiguió Giges, el pastor de Lidia, que apenas descubrió que lo hacía invisible aprovechó para meterse sin que nadie se diera cuenta al palacio; curtirse sin que nadie se diera cuenta a la reina y matar, sin que nadie se diera cuenta, al rey. Sólo un salame como Frodo podría deshacerse de un anillo así, y hasta vos te convertirías en un Icardi cualquiera si lo tuvieras.

Lo que propone Glaucón es un experimento mental, un experimento que no puede hacerse sino dentro del laboratorio más importante, el que se ubica entre las cejas y el pelo. Parece una contradicción en los términos —en el mejor de los casos— o una sanata —en el peor—, pero es el modo en que Galileo llegó a su principio de inercia, el modo en que la física alcanzó su mayoría de edad y el modo en que la ciencia moderna fue tomando forma.

Sócrates se caracterizaba por ser inteligente, buen tipo, sarcástico, hinchapelotas; por hacer quedar como el culo a expresidentes argentinos que tenían como libro de cabecera sus nunca escritas obras completas y, sobre todo, por lograr que todo el mundo creyera que tenía razón. Pero parece que en la cuestión de por qué obramos éticamente Glaucón la tenía más clara. Y aunque resulte imposible, por lo menos por ahora, diseñar un experimento no mental sino empírico en el que se vuelvan invisibles los sujetos experimentales para ver cuán hijos de puta devienen, no es tan complicado pensar algún experimento en el que los hombres se enfrenten a la necesidad de tomar una decisión ética como si fueran invisibles.

Eso es lo que se propuso un tipo de la Universidad de Kansas, Daniel Batson, con su equipo: convertir el experimento mental de Glaucón en un experimento empírico. O varios experimentos empíricos. El diseño es una genialidad, pero el mayor honor de Batson es el de ser el primer teólogo citado en El Gato y la Caja sin ser puteado.

En el primer experimento invitan al laboratorio a muchas personas y a cada una de ellas, en privado, le dan más o menos el siguiente speech: ‘Mirá, tenés que elegir una de estas dos tareas, y la otra le va a tocar a alguien que no conocés y que no se va a enterar de tu decisión: la primera es un test de preguntas y respuestas súper copado, divertido e interesante, en el cual por cada respuesta correcta te vamos a dar un billete de lotería con el que podés ganar guita; la segunda es un embole, también son preguntas y respuestas, pero mucho más chotas, y, además, no ganás nada si acertás. Ah, y las preguntas te las hace Iván de Pineda poniendo cara de Borges mientras chequea Wikipedia por debajo del escritorio. ¿Cuál preferís?’. Creo que Glaucón hubiera bardeado a Batson todavía más que a Sócrates, porque esta pregunta sí parece realmente idiota. Y de hecho, de este primer experimento no sale nada demasiado sorprendente: 8 de cada 10 eligen la tarea interesante y divertida y con lotería, mientras que condenan al otro, un presunto salame al que ni siquiera conocen, a aburrirse frente a Iván de Pineda. Ahora bien: cuando los investigadores les piden a los sujetos experimentales que califiquen su propia acción desde el punto de vista ético, de 1 a 9, los que se quedaron para sí con la tarea copada se califican, en promedio, con cuatro. O sea: se comportan como unos mierdas egoístas pero, al menos, reconocen que se comportaron como unos mierdas egoístas.

En el segundo experimento, se invita a las personas y se les dice de nuevo que hay dos tareas, una copada y otra chota, pero esta vez se les da la posibilidad de tomar la decisión así nomás o de tirar una moneda a cara o ceca y decidir en función de lo que ‘diga’ la moneda. Qué significa ‘cara’ y qué significa ‘ceca’, sin embargo, queda librado a la buena conciencia de los ‘invitados’, que son dejados solos en un cuarto para tomar la decisión. La mitad ni tira la moneda y de esa mitad el 90 por ciento se queda con la tarea copada y se califica como lo que fue: una mierda egoísta. Normal hasta ahí. Ahora fíjense lo que pasa con el 50 por ciento de los que tiran la moneda. Si realmente le asignaran, por ejemplo, ‘hago la tarea copada’  a la cara y ‘hago la tarea chota’ a la ceca, y respetaran lo que la moneda les dice, la distribución debería ser aproximadamente 50 y 50, o sea, de los que tiran la moneda aproximadamente el 50% debería quedarse con la tarea copada y el otro 50% debería quedarse con la tarea chota (porque eso es lo que indica el azar). Y sin embargo, entre los que tiran la moneda… ¡el 90 por ciento se queda con la tarea copada! O sea que, o tienen mucha suerte (mucha), o son unos soretes, como todo el resto, y además son unos hipócritas que se hacen los buenos decidiendo tirar la moneda pero después, en realidad, no le dan bola y deciden lo que se les canta. Y lo peor de todo es que cuando les pregunta a estos malvados hipócritas cómo calificarían desde el punto de vista ético su accionar… ¡se ponen un siete! O sea, tres puntos más que si hubiesen decidido de una, lo cual habría sido igual de garca pero, por lo menos, más honesto.

Pero todavía queda un tercer experimento: llegan las personas, se las deja elegir libremente o bien tirar una moneda, pero esta vez no es una moneda normal sino una que dice de un lado ‘tarea copada para vos’ y del otro ‘tarea chota para vos’, como para que no haya ambigüedades. Los que eligen de una ya sabemos que, en el 80 por ciento de los casos, son y se reconocen como unos garcas; a los otros se los deja solos en un cuarto. ¿Y qué hacen los muy degenerados? ¡Casi todos tiran la moneda tantas veces como haga falta hasta que les salga lo que quieren! Como esas promesas boludas que nos hacemos para autoconvencernos (tipo ‘si no piso la unión de las baldosas en toda esta cuadra, me va a dar bola’) pero en versión hijo de puta: ‘ah, no, pero esta no vale porque tocó el borde de la mesa’, ‘esta no cuenta porque la tiré demasiado alta’, y así sucesivamente. Más de un garca acá se ríe para adentro. Cuando les toca calificarse como seres morales, estos villanos degenerados hipócritas se ponen notas altísimas.

‘Todo muy desalentador, el mundo está perdido, nadie piensa más que en sí mismo. ¿Cómo se puede hacer que la gente sea un poquito menos hija de puta?’, se pregunta entonces Batson. Y lo que se le ocurre es hacer que los tipos a los que invita, a los que ya odia a priori porque sabe (la experiencia se lo asegura) que van a ser unos hijos de puta, se sientan observados: agarra a los que son hijos de puta y no tienen problema con serlo como a los que son hijos de puta y eligen caretearla (o sea, tirar la moneda) y los pone enfrente de un espejo. Y, por más increíble que parezca, todo cambia: cuando eligen sin moneda, sólo el 63 por ciento se asigna a sí mismo la tarea copada; cuando tiran la moneda, exactamente lo que predeciría el azar: un 50 por ciento. Y ocurre lo mismo si se pone una foto con ojos observándonos cuando se nos pide que colaboremos: lo hacemos mucho más generosamente con foto que sin ella, por más que sepamos que, en realidad, nadie nos está mirando. Aparentemente, el acto de sentirse observado hace que uno actúe moralmente, o de manera socialmente aceptable, o altruistamente.

O sea que tal vez tengamos que reconocer, después de todo, que somos casi todos unos hijos de puta y unos hipócritas. Que no pensamos más que en cómo salvarnos nosotros sin importar lo que pase a nuestro alrededor. Que llegamos, incluso, al extremo de auto-convencernos de que somos unos divinos en el preciso acto de cagarle la vida a alguien. Por otro lado y para salir a bancar un poco a la especie sabemos que, por suerte, nos estamos mirando. Y lo hacemos naturalmente, todo el tiempo, porque somos unos hijos de puta, sí, pero también nos necesitamos los unos a los otros. Y eso nos hace, aunque sea, un poquito más buenos.