Potencial científico-terapéutico de los psicodélicos

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El uso ceremonial y religioso de sustancias psicodélicas naturales como la psilocibina o el dimetiltriptamina (DMT) lleva siglos, o incluso milenios. Muchas de estas drogas fueron redescubiertas por la sociedad occidental durante la primera mitad del siglo XX, de forma contemporánea a la primera síntesis de la dietilamida de ácido lisérgico (LSD) de la mano de Albert Hofmann en 1938 y el descubrimiento de su uso como psicodélico en 1943. No pasó mucho tiempo para que los investigadores se interesaran en sus posibles aplicaciones en el campo de la psiquiatría, lo que dio como resultado la publicación de miles de artículos científicos que involucraron a más de cuarenta mil pacientes, docenas de libros y seis congresos internacionales sobre terapias con drogas psicodélicas. Tan solo el gobierno de Estados Unidos invirtió millones de dólares para financiar centenas de esos ensayos clínicos.

Estas investigaciones exploraron el potencial de sustancias como el LSD para el tratamiento del alcoholismo y otras adicciones, los trastornos de ansiedad y depresión y el miedo a la muerte en pacientes terminales. Sin embargo, la investigación con psicodélicos culminó con la declaración oficial de la “guerra contra las drogas”. En 1970, cuando el presidente estadounidense Richard Nixon firmó la Ley de Sustancias Controladas (Controlled Substances Act), la mayoría de los psicodélicos cayeron en el Schedule 1: sustancias dañinas sin potencial terapéutico alguno. Esta clasificación no sólo determina que es un delito comerciar con drogas que se encuentran en esta categoría (un delito que puede significar una cadena perpetua), sino que además establece que es un crimen federal conducir investigaciones científicas legítimas sobre estas drogas.

Han pasado casi cincuenta años y, como los estándares y métodos de investigación cambiaron radicalmente desde entonces, es difícil aceptar como válido el conocimiento generado hace décadas sin antes al menos revisar y reproducir los experimentos. Empecemos, entonces, por recorrer la teoría que nos hace sospechar por qué los psicodélicos podrían ser herramientas importantes para la investigación científica así como agentes terapéuticos de gran valor.

Kung Fu cerebral

En algún momento, Nicolás Copérnico nos pateó del centro del sistema solar y Charles Darwin del centro de la creación pero, por suerte, nos quedaban lugares especiales en los que refugiarnos, pedacitos de Universo que conservaban esa calidad de misterio inexpugnable, la última zanahoria para encontrar una teoría que reconciliara dos conceptos que siempre nos encantó separar: el cuerpo y la conciencia/mente/psiquis. Es justo ahí donde aparece una actitud que hace que las neurociencias sean de las disciplinas más interesantes que existen: su urgencia de meterse en lugares donde nadie las llama y convertir algo misterioso en algo explicable en términos de la fisiología de su baboso objeto de afecto: el complejísimo −pero no por eso mágico− cerebro.

Uno de los aspectos más enigmáticos del cerebro puede resumirse en el siguiente planteo: si bien el cerebro es un pedazo de materia que se rige por los mismos principios y leyes físicas que el resto de los elementos del Universo, hay una propiedad que tiene y que (hasta donde podemos observar) no es compartida por ningún otro pedazo de materia en el Universo conocido: tiene un punto de vista y, en los seres humanos, además tiene capacidad de reflexionar sobre tener un punto de vista. Nosotros lo sabemos muy bien porque todo lo que experimentamos y sentimos es, precisamente, “ser un cerebro” (nuestro cerebro). Dicho en otras palabras: el cerebro humano tiene conciencia, experimenta subjetividad y está al tanto de ella. Es importante en este punto expresar que sospechamos que el cerebro de varios animales también esconde formas de conciencia, aunque diferentes, pero igual de misteriosas que el cerebro humano.

Encontrar un puente entre la conciencia y el cerebro supone terminar de destruir la idea de teatro cartesiano. Esa fantasía de que dentro de nuestras cabezas hay una personita igual a nosotros que mira la información que entra por los sentidos y logra convertirla en algo más, algo con pasado, presente, futuro, signo, intención y todas esas cosas que hacen humano al ser humano. El gran problema de la idea es que nadie ahonda en entender qué pasa dentro de la cabeza del espectador hipotético y todo se ensambla como una matrioska de tanto posponer el problema sin atacarlo de frente en ningún momento. O sea que el desafío por delante es gigantesco, pero bueno, viajar a la Luna tampoco es un trámite de una tarde y a menudo el hombre se empecina con empresas aparentemente imposibles.

Si la hipótesis es que la conciencia no es una entidad separada del cerebro, explorar el funcionamiento del cerebro nos podría dar indicios de ella. Una de las herramientas más poderosas de las que disponemos para estudiar la actividad cerebral es la resonancia magnética funcional (fMRI, por sus siglas en inglés), tecnología que funciona mediante la detección de los cambios en la circulación de oxígeno que se generan durante la activación de las neuronas. Cuando un área del cerebro se vuelve más activa, la resonancia magnética funcional nos permite elaborar imágenes que nos muestran las partes de ese órgano que están involucradas en un proceso mental determinado.

Agitar el avispero es una de las estrategias básicas que desde siempre utilizó la ciencia para comprender la Naturaleza. Así como los físicos chocan partículas subatómicas a altísimas velocidades para que se desarmen y así descubrir qué tienen adentro, los psicodélicos se presentan como una manera relativamente inocua de sacudir el cerebro y ver cómo responde. Colisionar las moléculas naturales de nuestro cerebro y de nuestras neuronas contra las de LSD, psilocibina, DMT y otros psicodélicos daría como resultado indefectiblemente un estado alterado de conciencia que llamamos “viaje”, el cual, mediante el uso de la resonancia magnética funcional y otras herramientas, podría permitirnos presenciar el desarmado y rearmado de procesos como “conciencia” y “percepción” para poder comprenderlos mejor. Esta patada química que los psicodélicos le dan al cerebro dista bastante de ser nociva, por lo que quizá decir “patada” no es la terminología más correcta. En realidad, para muchos usuarios de drogas psicodélicas se trata más bien de una caricia vehemente. Si bien hablamos de una vivencia muy intensa, la experiencia psicodélica también puede ser reconfortante y generar sentimientos de felicidad. Esto es algo que no sorprende porque, como discutimos en el capítulo “Psicodélicos”, una buena parte de estas sustancias actúan en el cerebro por su afinidad con cierto tipo de receptores de serotonina, un neurotransmisor que comúnmente se asocia con sensaciones de bienestar.

Así, las sustancias psicodélicas junto con la resonancia magnética funcional representan una combinación muy valiosa para explorar el cerebro y la conciencia.

Fusión

Una de las tantas habilidades que tienen nuestros cerebros es la de procesar toda la información que reciben a través de los órganos sensoriales y darle un sentido que nos permite comprender el mundo en el que nos desenvolvemos. Mariano Sigman, coautor de uno de los capítulos de este libro, encontró una definición que acompaña perfectamente esta idea: describe el cerebro como “la máquina que construye la realidad”. El cerebro, entonces, no es una simple máquina de recibir información y listo, sino todo lo contrario: toma un rol activo en nuestra percepción del mundo y actúa en su construcción. Este es el motivo por el cual no vemos un montón de estructuras que están adentro del ojo (que no es una esfera perfecta y absolutamente transparente), encontramos fantasmas en una mancha de humedad en la pared o reconocemos al perro de una ex pareja en una nube (fenómeno conocido como “pareidolia”, en el que nuestra capacidad de reconocer patrones juega con sus falsos positivos). Nuestro cerebro filtra la información que le llega a través de los sentidos y le aplica una especie de Photoshop perceptual para lograr una ilusión funcional que transitamos como vida cotidiana, pero que sigue siendo una ilusión. Es larga la lista de trucos que usa el cerebro para que podamos vivir una mentira más cómoda y confortable en un mundo lleno de triperio ocular y otros elementos del Universo que no percibimos porque la Evolución así lo dispuso.

Las drogas psicodélicas como el LSD y la psilocibina tienen muchas propiedades únicas que pueden definirse con una frase: distorsión de la realidad. Por eso, en una experiencia psicodélica puede ocurrir esto y mucho más, aunque la pared no haya cambiado de color ni se esté derritiendo “realmente”. Podríamos decir que los psicodélicos generan un mundo ilusorio en el que se vive por un rato antes de volver a la realidad si no fuese porque la “realidad” es igualmente ilusoria. Lo que entendemos como realidad es una manera que tiene el cerebro de representar el Universo diferente a como lo hace durante la experiencia psicodélica.

Como mencionamos en el otro capítulo sobre psicodélicos, una de estas ilusiones generadas por el estado psicodélico es la pérdida del sentido del “yo”, fenómeno también conocido como “disolución o muerte del ego”. Dada la inefabilidad de cualquier experiencia subjetiva, es imposible transmitir perfectamente este concepto, pero podría describirse como la pérdida de la sensación de ser una persona individual. El cuerpo físico se revela repentinamente como una frontera arbitraria entre uno y el mundo exterior, una que no es menos arbitraria ni aporta más individualidad que la ropa que se lleva puesta, las paredes de la casa donde uno está o la atmósfera del planeta Tierra.

Una premisa central de muchas religiones (el budismo, por ejemplo) y un punto que destacan algunos filósofos pasados y contemporáneos y hasta científicos actuales (como Sam Harris) es que, al menos en este caso, lejos de generarnos una ilusión, consumir un psicodélico estaría desnaturalizando nuestras ilusiones permanentes: el “yo” no sería más que otra ilusión de nuestro cerebro. Nosotros mismos, y nuestra individualidad, estaríamos siendo inventados momento a momento por el cerebro, que podríamos llamar ahora “la máquina que se construye a sí misma y sus límites”. Sin embargo, similar al caso del globo ocular lleno de cosas transparentes, la ilusión del “yo” habría sido muy conveniente y una clara ventaja adaptativa a lo largo de la Evolución. Es decir, experimentamos un “yo” que no quiere dejar de existir y que por lo tanto contribuye positivamente a constituir un fuerte instinto de supervivencia.

En un trabajo que desarrollé recientemente en conjunto con David Nutt y Robin Carhart-Harris del Imperial College of London usamos el LSD como una herramienta para indagar sobre los engranajes de esa “máquina que nos construye” (Tagliazucchi y otros, 2016). Los sujetos que participaron en el experimento recibieron LSD o un placebo de manera aleatoria (por supuesto, sin saber cuál habían recibido, aunque sospechamos que se dieron cuenta). Luego, mediante resonancia magnética funcional, comparamos los cambios en la conectividad del cerebro en ambas condiciones. El resultado central de nuestro estudio es que el LSD aumenta el flujo de información a través de un grupo de regiones que se encuentran en la corteza frontal (arriba de los ojos) y parietal (arriba de las orejas) del cerebro. Se sabe que la actividad neuronal en estas regiones se incrementa durante la introspección y disminuye cuando prestamos atención al mundo externo. En nuestro trabajo vimos específicamente que el LSD aumenta el vínculo entre esta red de neuronas de la introspección y las áreas del cerebro que perciben el “allá afuera”. Es casi como si nuestro cerebro dejara de darnos importancia en favor del resto del Universo y entonces desapareciéramos en el Todo por un rato. En cierta forma, se desvanece la ilusión de que uno mismo es uno mismo, un alguien separado, distinto, individual, único, un “yo”.

Conectividad de la corteza parietal, en la zona conocida como giro angular, bajo los efectos del LSD


En negro, las regiones con conectividad cerebral aumentada. Derecha: se ve que a mayor aumento en la conectividad (en el giro angular derecho), mayor disolución del ego. Basado en (Tagliazucchi y otros, 2016).

La intensidad con la que “desaparecemos” se correlaciona con la conectividad de la corteza parietal, específicamente en una zona que se conoce comúnmente como “giro angular”. Estudios relativamente complicados (a cráneo abierto, en pacientes con epilepsia) en los que se realiza estimulación eléctrica del cerebro, demuestran que se puede inducir esta pérdida de estar “dentro de uno mismo” si se le da una “patadita” eléctrica lo suficientemente fuerte al giro angular. Esta y otras técnicas similares son hoy por hoy un estándar en la investigación en neurociencia. Nuestro trabajo mostró que el LSD es una herramienta no sólo igual de poderosa para manipular el estado del cerebro, sino también mucho más elegante, si partimos de la base de que no incluye la estimulación eléctrica a cráneo abierto. A pesar de esto, como todos sabemos, esta herramienta de investigación eficiente, segura y elegante es, además, ilegal para la enorme mayoría de la comunidad científica mundial.

El estado psicodélico como experiencia curativa

Como mencionamos anteriormente, hubo varios intentos de utilizar el LSD en la exploración de nuevas herramientas terapéuticas antes de que la sustancia fuera desplazada hacia las oscuras sombras de la ilegalidad. Sin embargo, después de un largo período de letargo, en los últimos diez años algunos grupos de investigación han conseguido (costosos) permisos para conducir estudios sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, con resultados que nos dejan un sabor agridulce: el hecho de que estos nuevos y positivos descubrimientos hayan sido pospuestos por décadas ilustra dramáticamente la capacidad de las malas políticas para esconder bajo la alfombra potenciales avances médicos.

El potencial terapéutico de los psicodélicos reside en su capacidad de inducir una variedad de efectos interesantes en el cerebro humano. Los psicodélicos pueden distorsionar la percepción sensorial y temporal, influenciar las emociones, alterar nuestra conciencia (no en contenido sino en su propia estructura y modo de conectar la información) y modificar la percepción de nosotros mismos. Una característica común a todos los reportes de usuarios de drogas psicodélicas es la


En 2011, investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles (Estados Unidos) realizaron un estudio piloto en el que evaluaron los beneficios de utilizar psilocibina para tratar “ansiedad existencial” en pacientes en etapas avanzadas de cáncer terminal. Un total de doce pacientes recibieron alternadamente una dosis alta de psilocibina y un placebo, y reportaron beneficios asombrosos luego de la dosis de psilocibina. No solamente los índices de ansiedad bajaron de manera notable, sino que además se mantuvieron bajos durante al menos seis meses después de la intervención. (Grob y otros, 2011)

sensación de transitar un estado mental ajeno al cotidiano y experimentar sensaciones novedosas y, en muchos casos, transformadoras. Además, un aspecto recurrente es la naturaleza mística de la experiencia psicodélica. En consonancia con lo comentado en el apartado anterior, la disolución del ego y la íntima vinculación de la conciencia de uno mismo con la del mundo exterior tiene la capacidad de reducir angustias relacionadas con el tránsito entre la vida y la muerte. Básicamente, puede darle a una persona que se acerca a ese tránsito hacia la pérdida de la individualidad la posibilidad de familiarizarse con ese terreno. La muerte de uno mismo es, de alguna manera −o sobre todas las cosas−, la muerte de nuestra individualidad. Disolver y entender en primera persona esa ilusión reduciría el miedo y la angustia a dejar de existir: si el “yo” es una ilusión, el temor a que se extinga, el miedo a desaparecer y, en definitiva, nuestra relación con la muerte, podrían resignificarse por completo.

En este sentido, uno de los efectos terapéuticos mejor documentados del LSD es el alivio de la ansiedad y la depresión ante el final de la vida en pacientes terminales. El fenómeno es consistente y los estudios muestran que, después de la experiencia con LSD y psilocibina, las personas tienden a mejorar su humor y a disfrutar de la vida cotidiana sin las preocupaciones que los consternaban (Gasser y otros, 2015). Si bien los pacientes que experimentan con psicodélicos refieren vivencias revestidas de un carácter místico, no existe evidencia de que este tipo de experiencias sean las responsables del efecto terapéutico de los psicodélicos.

Por otro lado, las drogas psicodélicas producen un efecto “desordenador” en la cognición humana que tiene la capacidad de generar un estado en el cual resulta más fácil romper con los esquemas mentales rígidos que caracterizan la depresión (literalmente, hay un incremento en la conectividad y en la entropía del manejo de información) (Carhart-Harris y otros, 2014). Dentro de una experiencia psicodélica es posible tener nuevas ideas que van más allá de un repertorio fijo de pensamientos repetitivos y estancos como “No valgo nada”, “Mi vida no tiene sentido” o “Todo va a salir mal”, y que luego permanezcan con el paciente una vez que los efectos agudos de la droga hayan terminado. A pesar de que se hayan hecho pocos estudios al respecto, existen buenas razones para pensar que los psicodélicos podrían ser eficaces en el tratamiento de la depresión no relacionada con el final de la vida.

A inicios del 2016, el grupo del Imperial College of London publicó un estudio en el que evaluó el potencial de la psilocibina para el tratamiento de la depresión. Doce pacientes con depresión mayor y resistente al tratamiento convencional fueron sometidos a dos dosis de psilocibina (una baja y otra alta) acompañadas de soporte psicológico previo, simultáneo y posterior a las ingestas de la sustancia, con la consiguiente evaluación


El consumo de psicodélicos clásicos está asociado a menores niveles tanto de estrés como de comportamientos suicidas. (Hendricks y otros, 2015)

del estado depresivo mediante el uso de escalas estandarizadas a la semana y tres meses después de la intervención con el psicodélico (Carhart-Harris y otros, 2016). En este estudio, sin grupo control, se reportó que ocho de los doce pacientes lograron una remisión de la depresión a la semana y cinco aún se mantenían en ese estado tres meses después. Sin embargo, la ausencia de grupo control no nos permite sacar conclusiones certeras al respecto, ya que los resultados podrían ser explicados por el efecto placebo.

A fines del mismo año se publicaron dos ensayos clínicos similares al anterior, pero con dos diferencias: agregaron el grupo control y el método doble ciego, convirtiéndose así en los estudios más rigurosos sobre psicodélicos realizados hasta la fecha. Ambas investigaciones dieron como resultado un efecto positivo y duradero sobre la depresión y la ansiedad asociadas al cáncer terminal en una proporción importante de los pacientes que recibieron la dosis alta de psilocibina (Ross y otros, 2016).

Los psicodélicos, a través del incremento de los niveles de glutamato en la corteza cerebral, inducen un aumento de la liberación de Factor Neurotrófico Derivado del Cerebro (BDNF, por sus siglas en inglés) y podrían ayudar a tratar la depresión, ya que los niveles de este compuesto suelen ser anormalmente bajos en personas con depresión y la terapia con antidepresivos los normaliza. (Vollenweider y Kometer, 2010)

Otra condición difícil de tratar, con grandes costos psicosociales y para la que se podrían desarrollar terapias basadas en psicodélicos, es la adicción a sustancias que causan más daño a la Salud Pública: el alcohol y la nicotina. Las intervenciones experimentales suelen consistir en dos grupos de personas con uso problemático de las sustancias en cuestión y con intentos fallidos de abandono del consumo que reciben terapias de apoyo psicosocial típicas, pero a uno se le administra una o dos dosis espaciadas de psilocibina o LSD, con posterior seguimiento (para ambos


La psilocibina tiene la capacidad de apaciguar la hiperactividad de la amígdala (del cerebro), característica común en las personas depresivas. (Kraehenmann y otros, 2015)

grupos). Los resultados indican que aquellos que recibieron psicodélicos presentaron una reducción en el consumo de alcohol y una tasa de abandono del consumo de cigarrillos mucho mayor que con las terapias convencionales (59% vs. 38%) (Morgan y otros, 2017). No es muy claro el motivo de este fenómeno, pero se postula que la experiencia psicológica de tipo mística vivida durante la sesión con psicodélicos podría ser la responsable (García-Romeu y otros, 2015).

La ayahuasca, que contiene DMT, es otra posible herramienta para tratar adicciones. Sin embargo, al ser una preparación a base de plantas con composición variable y por consumirse típicamente en contextos ceremoniales, resulta difícil aislar los factores que podrían contribuir a la eficacia terapéutica. Aun así, investigadores de Canadá están coordinando estudios sobre su potencial en clínicas de Brasil, México y Perú (Tupper y otros, 2015).

La posibilidad de generar experiencias transformadoras con unas pocas dosis de psicodélicos es una de las grandes promesas para desarrollar terapias basadas en estas drogas. Sin embargo, existe un obstáculo: es complicado interesar a las grandes compañías farmacéuticas en drogas que no se pueden patentar y que no requieren administración prolongada para ejercer sus efectos (a diferencia de, por ejemplo, los inhibidores de la recaptación de serotonina).

Existen otros potenciales usos de los psicodélicos que deben ser explorados con mayor profundidad, como para el tratamiento del trastorno obsesivo compulsivo, el trastorno de personalidad borderline, el trastorno de estrés post-traumático y la cefalea en racimos, entre otros.

Neurociencia y psicodélicos: una historia de amor prohibido

La ley en Estados Unidos y en muchos otros países es dolorosamente clara: es ilegal intentar aprender más sobre la acción de las drogas psicodélicas en el cerebro humano, ya sea con fines neurocientíficos o clínicos. Y si hay algo que espero que haya quedado claro luego de leer este capítulo es que los psicodélicos son una herramienta invaluable para aprender más sobre cómo funciona nuestro cerebro y quizá también para ayudarlo a superar trastornos que significan un costo enorme (tanto humano como económico) para nuestra sociedad.

Actualmente, hay considerables esfuerzos puestos en revisar y validar estos descubrimientos mediante el desarrollo de ensayos clínicos con más pacientes. Sin embargo,


Los estudios mencionados sobre los beneficios terapéuticos de los psicodélicos deben ser entendidos en un contexto de investigaciones con poblaciones limitadas y ausencia de un placebo adecuado, lo cual no elimina ni reduce el potencial de estos agentes como herramientas para la psiquiatría, sino que refuerza la necesidad de hacer más investigaciones y de reconsiderar las limitaciones legales a la hora de desarrollarlas.

existen varios obstáculos a superar en el camino hacia la aceptación de terapias basadas en psicodélicos. El primer problema es económico y logístico, ya que un ensayo clínico de fase 3 −que involucra un gran número de pacientes y centros clínicos− puede requerir un financiamiento de millones de dólares y (por algunas de las razones mencionadas más arriba) es difícil lograr que las grandes compañías farmacéuticas realicen esa inversión. El financiamiento estatal también es complicado porque, de resultar exitoso el ensayo clínico fase 3, habría una presión muy grande para cambiar el estatus legal de la droga, incluyendo una posible despenalización de su tenencia y consumo. El segundo problema representa un choque entre el paradigma tradicional que rige los ensayos clínicos en la industria farmacéutica actual y la investigación con psicodélicos. Es muy difícil encontrar un placebo adecuado para sustancias como la psilocibina o el LSD, porque una vez que los pacientes reciben la droga o el placebo es cuestión de minutos hasta que comienzan a transitar (o no) el estado psicodélico, y desde ese momento saben cuál de las dos alternativas recibieron. El problema central es que es imposible separar la conciencia alterada de los efectos beneficiosos de los psicodélicos, precisamente porque este estado alterado no es un efecto secundario indeseable, sino el catalizador que permite a los pacientes romper los esquemas mentales que los atrapan en su condición. Un placebo ideal causaría alteraciones similares en la percepción y la cognición, pero sin beneficios terapéuticos. Sólo que ni siquiera sabemos si eso es en teoría posible, porque dichas alteraciones podrían formar parte de la mismísima base terapéutica de los psicodélicos.

El hecho de que no exista un lugar para los psicodélicos bajo el paradigma actual de la industria farmacéutica, y que no sea posible incluir sustancias con esta potencia terapéutica y elegancia para la investigación, quizá sea un síntoma claro de la necesidad de buscar activamente un cambio de paradigma.

Referencias
Bibliográficas

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Gasser, P. y otros (2015). “LSD-assisted Psychotherapy for Anxiety Associated with a Life-threatening Disease: A Qualitative Study of Acute and Sustained Subjective Effects”. J Psychopharmacol, 29(1): 57-68.

Grob, C. S. y otros (2011). “Pilot Study of Psilocybin Treatment for Anxiety in Patients with Advanced-Stage Cancer”. Arch Gen Psychiatry, 68(1): 71-78.

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Morgan, C. y otros (2017). “Tripping Up Addiction: The Use of Psychedelic Drugs in the Treatment of Problematic Drug and Alcohol Use”. Curr Opin Behav Sci, 13: 71-76.

Ross, S. y otros (2016). “Rapid and Sustained Symptom Reduction Following Psilocybin Treatment for Anxiety and Depression in Patients with Life-threatening Cancer: A Randomized Controlled Trial”. J Psychopharmacol, 30(12): 1165-1180.

Tagliazucchi, E. y otros (2016). “Increased Global Functional Connectivity Correlates with LSD-Induced Ego Dissolution”. Curr Biol, 26(8): 1043-1050.

Tupper, K. W. y otros (2015). “Psychedelic Medicine: A Re- emerging Therapeutic Paradigm”. CMAJ, 187(14): 1054-1059.

Vollenweider, F. X. y Kometer, M. (2010). “The Neurobiology of Psychedelic Drugs: Implications for the Treatment of Mood Disorders”. Nat Rev Neurosci, 11(9): 642-651.