Déjala correr

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María Poca

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Alina Najlis

¿Por qué es importante cuidar los suelos de las montañas? ¿Cómo entra el agua en esta historia?

¿Por qué es importante cuidar los suelos de las montañas? ¿Cómo entra el agua en esta historia?

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Desde hace muchísimo tiempo, la humanidad asocia las montañas con el hogar de los dioses y el refugio de los espíritus. Incluso no son pocas las civilizaciones que incursionaron en la práctica de enterrar seres queridos en esos lugares para acercarse a ciertas divinidades o a sus antepasados. Y aún hoy, cuando esas prácticas se encuentran mayormente en desuso, cualquier persona que camine o al menos contemple una montaña puede intuir, percibir o entender por qué esas pilas de rocas monumentales fueron espacios tan respetados y venerados.

Históricamente le atribuimos cualidades a la naturaleza a partir de las características que observamos, los beneficios que obtenemos y los dolores de cabeza que genera. En este sentido, no es raro pensar que un coloso de miles de metros de altura, que puede tener nieve y glaciares en sus puntas, con bosques y lagos en su base, y que representa el hogar de animales imponentes (como el cóndor o el puma), sea considerado especial. Pero hay, además, algo que las vuelve aún más especiales, y es su capacidad para proveer de agua dulce. No por nada se las denomina ‘tanques de agua’: nada menos que el 70% de la población mundial se abastece de los ríos que nacen en montañas semiáridas con climas estacionales, es decir, que no llueve más que en una época del año.

Pero si sólo llueve en un momento del año, ¿cómo hacen las montañas con marcada estacionalidad para mantener agua corriendo por sus ríos después de meses y meses sin llover? ¿Dónde la guardan? ¿Cómo la liberan? 🤔

Empecemos por lo básico: montañas y agua, ¿por qué juntas? La primera pregunta que me hicieron cuando defendí mi tesis doctoral fue ‘¿Qué hace especiales a las montañas en el cuento de la provisión de agua en comparación a las llanuras?‘. Entré en pánico, era la pregunta más fácil y aun así la que menos me esperaba. La respuesta, dejando los nervios de lado, era bastante obvia: por su altitud, las montañas tienen temperaturas un poco más bajas y precipitaciones un poco más altas que las zonas llanas inmediatamente adyacentes. Esto permite que el agua que ‘sale’ en estado líquido por un río o reservorios subterráneos, en relación a la que ‘entra’ como precipitación, sea mayor en las montañas que en las llanuras debido a la menor tasa de evapotranspiración. Por lo tanto, su rendimiento hídrico es mayor.

Pero la cosa es un poco más compleja. El secreto de la montaña 😏 está relacionado con procesos geológicos que esculpieron de manera violenta el terreno durante millones de años, acompañados de fenómenos físicos que le dan su característico clima. Estos elementos, junto a la interacción con otros procesos biológicos, determinan el balance de agua.

Cuando un viento cargado de humedad, proveniente del mar o que viene atravesando el continente, choca contra un cordón montañoso, asciende hasta que se pone más frío, provocando que el agua que está en forma de vapor condense y caiga en forma de lluvia o nieve, dependiendo de la temperatura. Como tercera opción está la niebla, que personalmente me resulta fascinante como objeto de estudio (no juzguen), pero al ser tan específica de algunas regiones, vamos a dejarla afuera para simplificar la historia. Una vez que cae el agua, puede ser retenida en el suelo o fluir rápido hacia los ríos si no hay suelo que la retenga. El agua que logró quedar retenida tiene dos destinos posibles: volver a la atmósfera o seguir su camino tierra adentro. El primer caso ocurre cuando las plantas eliminan el agua como vapor a través de sus hojas (transpiran) o cuando se evapora directamente desde el suelo. El segundo caso sucede cuando el agua se filtra hacia las profundidades y se dirige hacia los valles, donde queda retenida como dentro de una esponja y es liberada de a poco hacia los arroyos y ríos, incluso en la estación seca cuando no hay lluvia.

Bob, regulando el agua en el mundo.

Por supuesto, esta es una simplificación de lo que pasa y en la realidad todo es más complejo, lo que genera nuevas preguntas, como cuán ‘vieja’ es el agua que corre por los ríos en la estación seca o si el agua queda almacenada mayormente en las grietas de las rocas en lugar de fluir hacia los arroyos y ríos. Mientras que algunos de los factores que mencionamos arriba son más o menos inmodificables, otros pueden ser alterados por la actividad humana. Dentro de los primeros tenemos la superficie que recibe la lluvia y la canaliza hacia abajo (esto se llama cuenca hídrica), las precipitaciones y la temperatura. En general, el caudal del río es mayor a mayor tamaño de la cuenca, ya que puede recoger más agua de lluvia, y también es mayor a mayor precipitación y a menor temperatura. Hasta acá todo bastante sencillo. El lío empieza con los otros factores que pueden introducir modificaciones que, en relativamente poco tiempo, impactarán en el caudal del río.

La cuenca hídrica del puntito rojo es toda la superficie sombreada de verde que drena el agua hacia él. Todas las vertientes conducen a un arroyo, todos los arroyos te llevan hasta un río, y todos los días de lluvia te empujan hacia las harinas, pero esa es otra nota.

El suelo es, sin lugar a dudas, la estrella de todo el asunto, ya que para que el agua pueda infiltrarse en él y ser almacenada en sus entrañas, es necesario que sus capas superficiales tengan determinadas condiciones. Por ejemplo, no estar compactado, tener buena porosidad y gran cantidad de materia orgánica. Además, es necesario que sea profundo, porque si queremos almacenar mucha agua necesitamos mucho volumen para rellenar. A su vez, en suelos que tengan más arena, el agua se podrá mover más fácilmente y, como consecuencia, se hace difícil retenerla; mientras que suelos con mayor proporción de limo (un tipo de sedimento) pueden retenerla más.

Pensar en el suelo sin la vegetación que lo cubre es como pretender un Batman sin su Robin o un guacamole sin limón. Por empezar, las raíces de las plantas contribuyen a que se formen canales en la tierra que facilitan el movimiento del agua. Por otro lado, un suelo cubierto por vegetación es un suelo protegido, ya que cuando cae la lluvia, la vegetación hace de capa amortiguadora de las gotas de agua y reduce la fuerza con la que esta desciende. A su vez, las plantas aportan hojas y palitos que son degradados en el suelo por la acción de microorganismos, contribuyendo a la formación de materia orgánica y favoreciendo la infiltración del agua.

La deforestación, la ganadería, el avance de la frontera agrícola, los incendios, las plantaciones comerciales, la invasión de especies exóticas y el crecimiento urbano son los principales motores de degradación de los suelos de las cuencas hídricas. Es muy claro el motivo por el cual la urbanización produce un impacto negativo en las cuencas hídricas: deforestación → toneladas de concreto → superficie impermeable por todos lados →  agua escurriendo por donde puede en la época de lluvia, generando inundaciones → nula capacidad de almacenar agua en la estación seca, así que vayamos con las otras causas.

Al deforestar se pierde la cobertura vegetal y el suelo queda completamente desnudo e indefenso ante los embates del clima y expuesto a un proceso de erosión que, a menos que se recupere la vegetación protectora, será irreversible. La ganadería en exceso también es un problema, porque el suelo de la montaña generalmente no resiste las pisadas de un montón de animales que pesan 500 kilos cada uno. Básicamente, el peso de las vacas se transmite al suelo a través de sus pezuñas duras, compactándolo, reduciendo su porosidad y capacidad de infiltrar y retener el agua, convirtiéndolo en un pavimento impermeable que se erosiona de a poco. Además, el ganado disfruta mucho comer los dulces y tiernos retoños de los árboles, reduciendo la capacidad de regeneración del bosque (donde hay).

 

Erosionando con muuuucho estilo.

Finalmente, los incendios eliminan la vegetación de la superficie y producen algo similar a la deforestación, al exponer el suelo a los procesos erosivos, aportando abruptamente excesivas cantidades de sedimentos que contaminan el agua de los ríos y los lagos, reduciendo el tiempo de vida útil de los diques y la calidad del agua.

Si la erosión que producen estos procesos es muy intensa, la pérdida de capas del suelo se pone áspera, causando una disminución de la profundidad del suelo y de su capacidad de almacenar y proveer agua. Estas cosas pueden generar problemas graves si se desarrollan en una cuenca hídrica que abastece de agua a una gran cantidad de animales (humanos incluidos). En concreto, cuando los suelos de las montañas se degradan pasan dos cosas igualmente negativas:

1) En la época de lluvia, el agua no es retenida por los suelos y fluye directamente hacia los valles, generando inundaciones que pueden tener consecuencias graves. Además, disminuye la probabilidad de que el agua quede almacenada para la estación seca y reduce su calidad porque los diques se llenan de sedimento, con el posible desarrollo de algas que liberan sustancias tóxicas.

2) En la época seca, el caudal de los arroyos y ríos disminuye, por lo que el nivel de los diques y lagos baja considerablemente, disminuyendo así la disponibilidad de agua.

Ahora imaginemos cómo sería la escena si estuvieran ocurriendo todos los procesos de degradación de las cuencas al mismo tiempo. APOCALIPSIS. Bueno, no tanto, pero sí. Debido a la confluencia de varios de estos factores en muchas montañas del centro de Argentina, en los últimos años los problemas del agua se convirtieron en moneda corriente, tornándose una importante fuente de conflicto social (como este o este). Así, vamos desde sequías brutales donde cientos de miles de personas tienen serios problemas de acceso al agua (tanto en cantidad como en calidad), hasta períodos con excesos de agua y tremendas inundaciones.


Un poquito de lo que pasa si no cuidamos las cuencas hídricas.

La solución tradicional a estos problemas suele venir del palo ingenieril; la lógica radica en que, si falta agua, entonces hagamos un dique, y si tenemos inundaciones entonces construyamos protecciones para las crecidas o canales para drenar el agua. Total, no es que nos falte experiencia: hace como 5000 o 6000 años nos dedicamos a controlar y modificar caudales mediante la construcción de canales, represas y conductos subterráneos de agua a lo largo de ríos como el Indus en Pakistán, el Tigris y Eufrates en la Mesopotamia, el Hwang Ho en China y el Nilo en Egipto. Inclusive el monitoreo del caudal de los ríos comenzó hace 3800 años en Egipto, y el primer registro de lluvias conocido data de hace 2400 años en India. Es decir, hace muchísimo que venimos preocupándonos por el agua como recurso y apostando a soluciones ingenieriles para proveernos o deshacernos de ella. Resulta razonable: la provisión de agua es vital para la humanidad. Si metemos en la ecuación el crecimiento poblacional, el consumo irracional de agua impulsado por un sistema que no premia el uso eficiente de los recursos naturales, el incremento en la degradación de las cuencas y otros eventos extremos, estamos ante un problemón: el agua dulce se está volviendo un recurso cada vez más limitado.

Hay regiones donde probablemente no podríamos vivir sin estas soluciones ingenieriles que se desarrollaron. Por ejemplo, el dique San Roque y el dique los Molinos en Córdoba abastecen de agua dulce a alrededor de dos millones de personas, los cuales son alimentados por los ríos que nacen en las Sierras Grandes de Córdoba. El dique San Roque tiene una capacidad de 200 hectómetros cúbicos de agua, que equivale a doscientos mil millones de litros. Un montón. Considerando la estacionalidad de las lluvias en esta región (más de cuatro meses sin llover cada año), difícilmente las sierras solas, sin dique, podrían dar abasto para satisfacer la demanda de tanta gente consumiendo tanta agua. En este sentido, hay que destacar que según Aguas Cordobesas el consumo diario del cordobés promedio es de 350 litros de agua, indicando un uso excesivo e irracional del recurso en actividades que no son necesarias (como lavar la vereda o el auto, ‘refrescar’ la casa y regar las plantas en horarios calurosos) o debido a pérdidas en las cañerías.

El dique, entonces, es realmente importante para disponer del volumen de agua demandado y que naturalmente es difícil de almacenar. Sin embargo, la cuenca que drena hacia el dique tiene un valor indescriptible, porque su estado de conservación y el manejo que se realiza en ella tiene un gran impacto en la cantidad, temporalidad y calidad del agua que entrega al dique. Por lo tanto, los diques no pueden pensarse de manera disociada de las montañas, los verdaderos tanques de agua en esta historia. Es importante comprender que sólo cuencas saludables podrán mantener los diques con niveles de agua adecuados. A veces las construcciones ingenieriles son necesarias para la población, a veces no, pero siempre son muy costosas y generan un gran impacto ambiental sin lograr resolver el problema de raíz.  

¿O sea que sin una cuenca saludable no hay dique que valga? Exacto. Arrancar el problema de raíz implica conservar el suelo de las montañas reforestando con plantas nativas, evitando que la ganadería se asome por esos lugares y controlando y previniendo incendios. Por otro lado, no todo lo que brilla es oro y no todo lo que es verde es planta que ayuda: tenemos que esforzarnos para reducir y controlar el avance de las plantas exóticas invasoras dentro de las cuencas. Y no, las exóticas no resuelven el problema de las inundaciones en las montañas, porque chupan mucha agua incluso en estación seca, reduciendo así el caudal de agua en los arroyos y ríos. De esta manera, también ayudamos a proteger y valorar el capital natural; es decir, la flora y fauna nativa de nuestros tanques de agua.

Esta no es sólo una buena apuesta para resolver los problemas asociados al agua (sequía e inundaciones), sino que las soluciones verdes (verdes de verdad, verdes de plantar las plantas correctas y no hacer un mega-acueducto de concreto) tienen beneficios reales a largo plazo, siendo también soluciones más económicas. Además, tenemos evidencias suficientes para sostener que el cuco del cambio climático es real y que en los próximos años los eventos de lluvias y sequías extremas pueden ser cada vez más frecuentes. Por lo tanto, los diques y canales no van a servir de mucho si no están acompañados de cuencas hídricas saludables capaces de amortiguar esas variaciones climáticas.

Necesitamos empujar la construcción de políticas públicas sobre los recursos hídricos que se sostengan en la participación colaborativa de investigadores, ciudadanos, funcionarios y organizaciones enfocadas en el medio ambiente, con el objetivo de maximizar los intereses colectivos; midiendo, actuando, ajustando y volviendo a medir. Sólo así vamos a poder evitar que, en cualquier momento, nos tape (o nos falte) el agua.

 

Esta nota forma parte de Tierra de todos, un proyecto de comunicación pública de la ciencia apoyado por del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Provincia de Córdoba, cuyo fin es transferir a la sociedad conocimientos producidos por grupos de investigación consolidados de la provincia. Tierra de todos tiene por objetivo informar sobre el funcionamiento de los ecosistemas, los impactos generados por las actividades humanas y la importancia de conservarlos para el beneficio de toda la sociedad.