Arbitrario las boubas

Arbitrario las boubas

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Damian Blasi

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Dano Marello

¿Por qué palabras para una misma cosa se parecen a lo largo de las lenguas del mundo? ¿Cuánto sabemos realmente sobre el desarrollo y la estructura del lenguaje?

¿Por qué palabras para una misma cosa se parecen a lo largo de las lenguas del mundo? ¿Cuánto sabemos realmente sobre el desarrollo y la estructura del lenguaje?

Arbitrario las boubas

‘Arbitrario’ es arbitrario

Hace más de un siglo y a un par de horas en tren desde donde vivo, en Ginebra, el suizo Ferdinand de Saussure les decía a sus estudiantes que no necesariamente existe relación entre una forma lingüística (por ejemplo, una palabra o frase) y la cosa a la que hace referencia. Y que, por lo tanto, no habría ninguna razón para creer que es imposible la existencia de una lengua donde la palabra para ‘madrugada’ sea ‘mediodía’, ‘wubalubadubdub’ o la letra de ‘Felices los cuatro’. Tampoco sería imposible una lengua como el castellano rioplatense pero en la cual a todas las palabras se les duplique la sílaba final (vamosmos aa serser felicesces loslos cuatrotro), o en la que los verbos, adjetivos y sustantivos compartan siempre una misma raíz (‘pituf-ar’, ‘pituf-ado’ y ‘pituf-o’, como se imaginó Peyo, el inventor de los Pitufos). Incluso son perfectamente posibles lenguas mixtas como el Michif, que toma la mayoría de los sustantivos del francés y la mayoría de verbos del cree (una lengua Algonquina de Norteamérica). Quizás algunas de estas lenguas (hipotéticas y no tanto) no sean de lo más convenientes, ni bonitas, ni pronunciables por humanos. Pero el suizo tenía razón: imposibles, lo que se dice imposibles, no son.

Ferdinand llamó ‘Arbitrariedad del signo’ a esa falta de relación necesaria entre forma y significado. Si bien es cierto que hay algunas palabras que parecen menos arbitrarias (como las onomatopeyas, que suenan bastante parecido a lo que significan), por lo general se asume que los vocabularios de las lenguas del mundo reflejan una versión más fuerte del principio de Saussure: las formas lingüísticas PUEDEN y SON arbitrarias.

Neuropikachu

A principios del siglo pasado, algunos experimentos demostraron que las personas hacemos asociaciones bastante específicas respecto de lo que algunos sonidos de la lengua significan. Uno de los más populares se lo debemos a Wolfgang Köhler, un psicólogo/primatólogo alemán que trabajaba en las Islas Canarias en los ‘30. El experimento que pensó es simple: hay dos formas y dos nombres, y las personas tienen que decidir qué nombre le va mejor a cada forma. Wolfgang eligió dos formas reproducidas acá abajo y dos palabras que no significaban nada antes del reggaetón: Takete y Maluma (o, como pasaron a llamarse en estudios posteriores, Kiki y Bouba).

¿Quién es quién? Si pensaste que la primera forma tenía más pinta de Takete que de Maluma y lo contrario con la segunda, felicitaciones, sos parte de la abrumadora mayoría.

Pero estas asociaciones no son una anécdota suelta. Desde entonces se han publicado miles de artículos reafirmando que los seres humanos prácticamente asociamos cualquier cualidad, acción o cosa con algún rasgo sonoro, lo cual no es ni más ni menos que un sesgo cognitivo. Muchas de estas asociaciones son consideradas icónicas, es decir que hay algo en cómo suena una palabra que sugiere algún aspecto de aquello a lo que se refiere. Un caso de estudio notable es el de los nombres de los Pokémon: un artículo reciente muestra que, mientras más pesado y largo un pokémon, más largo tiende a ser su nombre. Así, la duración o longitud de la palabra es icónica de la longitud del bicho con poderes (no es lo mismo un Abra que un Kadabra que un Alakazam, ia tu sabe).

 

 

Pichu y Pikachu se fueron al rio. Pikachu se ahogó por ser más grandote, obvio.

Nota al margen: en este momento pensamos ‘Qué simpático este estudio, pero ¿de dónde sale la plata para este tipo de investigaciones?’. Una parte, de los organismos que hacen ciencia. Pero otra muy importante viene de compañías privadas. Hay grupos de investigación que reciben millones de dólares para investigar cuestiones como cuál es el mejor nombre que se le puede poner a un producto para que sugiera ideas como sofisticación, cientificidad o masculinidad. Es fascinante y a la vez deprimente leer cómo las compañías explotan esos sesgos, pero la verdad es que no conocemos la eficacia real de estas estrategias. Lo siguiente no es más que una anécdota, pero cuando era estudiante, prefería comprar hamburguesas congeladas Barfy en vez de otras marcas más reconocidas en parte por el precio, pero también porque genuinamente me gustaban más aunque el nombre me sugiriera a gritos que no las comprara: ‘Barfy’ significa ‘vomitito’ en inglés. Los que producían esas hamburguesas no sabían Inglés, tenían un particular sentido del humor o practicaban una sinceridad autodestructiva elogiable.


Volviendo a las asociaciones entre sonido y significado: ¿son una casualidad o es un caso más en donde la evolución metió la cola? Desde la perspectiva de un bebé que tiene que aprender a empardar un montón de sonidos con un puñado de referentes (
mirábebéquélindoelositoqueteregalóeltiodecilegraciasaltioquélindoosito), que la palabra y el objeto estén asociados por algunos rasgos en común parecería ser ventajoso. Hay alguna evidencia del castellano y el inglés que sugiere que las palabras aprendidas más temprano tienden a ser más icónicas, pero claramente la iconicidad no es necesaria para aprender palabras. Entonces ¿de dónde vienen estas asociaciones? No se sabe con certeza, pero eso no impide especular un poquito.

Sin patrón

Se ha sugerido que en el alba de las lenguas humanas, cuando los primeros charlantes tenían que ponerse de acuerdo para poder comunicarse, podría haber sido razonable empezar por convencionalizar ciertas palabras icónicas antes que otras, quizá porque las primeras palabras eran simples imitaciones de las cosas o eventos a los que se referían (dos Homo Sapiens en el albor del lenguaje tenían más chances de ponerse de acuerdo en decirle ‘guau-guau’ a un perrito que en buscarle un nombre a la sensación de proximidad emocional positiva hasta llegar a la palabra ‘amor’). Alternativamente, se conjetura que las asociaciones más salientes entre sonidos y significados no tienen que ver con la experiencia del mundo sino que son más bien una consecuencia del cableado del cerebro. Podría ser, por ejemplo, que neuronas largas induzcan, en algún nivel, una correlación entre lo que se ve y lo que se escucha, al conectar regiones que procesan sonido con regiones que procesan experiencia visual. En un caso extremo, estas asociaciones llevarían a experiencias sinestésicas (como le pasaba a Vladimir Nabokov, que asociaba el sonido de la ‘n’ con el color de la avena). Datos de color y teorías sobre el origen y la función de estas asociaciones hay muchas, pero aún estamos lejos de llegar a algún consenso.

En base a todas estas especulaciones, sería todavía más sorprendente que los vocabularios de las lenguas del mundo fueran arbitrarios. Sin embargo se argumenta es todo una cuestión de expresividad. Si querés crear una lengua basada enteramente en asociaciones, podés referirte a un gato como ‘miau’, a un plato de comida como ‘ñomñom’ y a una figura hecha de muchos ángulos como ‘Kiki’; pero si tenés que comunicar la idea ‘pagá el gas porque ya es la segunda vez que llega un aviso así que la próxima lo cortan y después es un bardo que lo vuelvan a habilitar’, estás en problemas. La independencia entre los sonidos y los significados hace posible la articulación de mensajes complejos y abstractos, como lo que estás leyendo ahora mismo.

En los libros de texto, la arbitrariedad de las palabras se muestra con un ejemplo contundente: el de ‘perro’, que recibe palabras tan diferentes como chien, dog, Hund, cachorro, gǒu, sobaka, peek, kutta y aso en diferentes lenguas del mundo. ¿Se puede detectar alguna regularidad entre estas palabras? No parece.

Pero hay varios problemas con esta forma de argumentar. Los humanos (grupo del cual los lingüistas forman parte, en principio) somos pésimos como analizadores de patrones estadísticos. Esto es en parte debido al sesgo de confirmación: nos convencemos de que algunas cosas son ciertas y otras no mirando selectiva y parcialmente la evidencia disponible. Por eso algunos humanos encuentran en letras de Los Beatles indicios de que Paul McCartney está muerto y otros niegan que las vacunas tengan un efecto extremadamente positivo sobre la salud. Estar convencido de que algo es de una manera hace mucho más fácil encontrar evidencias a favor de esa postura. A este problema se suma que la cantidad de lenguas que una persona puede conocer con cierta profundidad es bastante modesta el récord Guinness lo tiene un tal Ziad Fazah con 58 lenguas, aunque los videos de su performance dejan bastante que desear, por ponerlo de manera respetuosa. Incluso si sólo se fuese a aprender la palabra para ‘perro’ en las más de 7000 lenguas que existen hoy, el desafío no sería nada simple. Entonces, para poder darles peso estadístico a los argumentos de los lingüistas, una posible solución sería buscar palabras de muchas lenguas diferentes y compararlas usando computadoras (algo que, hasta hace unos años, era imposible).

Palabras más

Hace poco se dio una hermosa casualidad: descubrí que mi colega Søren Wichmann compilaba una lista de palabras para muchísimas lenguas, pero con un propósito muy diferente al de estudiar la relación entre sonido y significado. Muchos lingüistas históricos (como Søren) reconstruyen la historia de las lenguas mirando listas de palabras e intentando reconstruir ancestros en común. Las palabras que se miran son, por lo general, parte de lo que se llama el vocabulario básico: palabras que uno espera encontrar en cualquier sociedad humana, como ‘grande’, ‘piedra’, ‘agua’, ‘yo’, ‘uno’ y ‘cabeza’.  

Con estas listas, uno puede preguntarse si ciertos sonidos ocurren de manera mucho más o mucho menos frecuente en algunas palabras determinadas. El análisis es relativamente simple, pero requiere (entre otras cosas) que se tome en cuenta el hecho de que muchas veces las palabras tienen historias compartidas, ya sea porque descienden de una lengua ancestral común a ellas o porque fueron introducidas por comercio, guerra, religión o algún otro tipo de contacto entre grupos humanos. Por ejemplo, en este mapa se pueden ver las palabras que se usan para ‘té’ (la planta y la bebida) en varias lenguas del mundo: la mayoría tiene una palabra derivada de una de dos lenguas siníticas (una es ‘té’ y la otra es ’chá’, como en portugués). Pero, claramente, no hay motivos para creer que algo en el cerebro humano hace que llamemos ‘té’ o ‘chá’ a una bebida aromática de la planta Camellia sinensis; esto es un accidente de la historia. Entonces, si uno toma en cuenta estos accidentes de la historia, ¿es cierto que las diferentes palabras usadas para referir a las mismas cosas son arbitrarias?

Me suena

En 2017, después de tres años de trabajo, junto con mis colegas Søren, Morten Christiansen, Peter Stadler, Harald Hammarström, publicamos un artículo donde mostramos que hay evidencia estadística de asociaciones entre sonidos y conceptos, usando las listas de Søren que cubren unas 4000 y tantas lenguas, lo cual equivale a más de dos tercios de todas las lenguas existentes e información sobre los grupos lingüísticos de las lenguas. Nos encontramos con diversas asociaciones sonido/significado que eran recurrentes en muchas de las lenguas. Si bien algunas ya se habían sugerido antes como i/pequeño, n/nariz, m/pechos de mujer−, también dimos con otras insospechadas, como p/hoja de árbol, ‘k’ con varias partes del cuerpo (‘rodilla’, ‘dentadura’, ‘oreja’ y ‘cuerno’) y también ‘lengua’ (parte del cuerpo) con ‘l’.

En este trabajo mencionamos al pasar algunas especulaciones (publicadas por otros investigadores) acerca del origen de asociaciones individuales. Una de las tantas conjeturas es que las palabras usadas para referirse a las partes del cuerpo usan más prominentemente o con mayor frecuencia sonidos que o usan esas partes o que tienen que ver con actividades usuales de las mismas.  Por ejemplo, que articular ‘l’ requiere usar la lengua mientras que ‘n’ obstruye la salida del aire por la nariz, y que ‘m/u’ requieren gestos de la boca semejantes a los que usan los bebés cuando maman.

Aunque con métodos un poco indirectos, encontramos que estas asociaciones se dan una y otra vez en diferentes regiones del mundo y en diferentes grupos humanos. Si bien las lenguas pueden hacer uso del principio de Saussure (las formas lingüísticas son arbitrarias), parecería que a los humanos no nos da lo mismo qué palabras acarrean tal o cual sonido. Las asociaciones no son absolutas, por supuesto hay una enorme cantidad de factores que determinan la estructura del vocabulario−, pero eso no las hace menos interesantes: prácticamente no hay comportamientos culturales que sean exactamente los mismos en todas las sociedades humanas.  

La prensa internacional se hizo eco y, como sucede a veces, los resultados de la investigación fueron distorsionados en mayor o menor medida. Se escribieron cosas como que habíamos demostrado que Noam Chomsky tenía razón, que la confusión de Babel había sido real (?); e incluso, quizás por pensar que ponerles números a las cosas humanas es alienar o desensibilizar o algo por el estilo, en una radio francesa se nos acusó de ser ‘deshumanizantes-positivistas’.

Pero también (o sobre todo) están las cosas lindas. Dos años después de la publicación del artículo, todavía recibo un montón de correos de personas (desde estudiantes hasta jubilados, directores de ópera y amantes de lo oculto) que quieren compartir sus ideas acerca de sonidos y significados. Por ejemplo, alguien me escribió que “luego de varios almuerzos, aprendí que la palabra para ‘flatulencia’ en coreano es ‘pangoo’, en castellano mexicano ‘pedo’, en mandarín ‘pi’, en noruego ‘promp’, en checo ‘prit’ y en polaco ‘pirdenycha’ ”, para luego especular sobre la posibilidad de que quizás existió una proto-lengua que viene de “tiempos en los cuales toda la gente era peluda y comía mucho más vegetal.”

Este interés que muchos tenemos por estos temas no sorprende: hay algo profundamente intrigante y (opino) bello acerca de las asociaciones misteriosas que permean las lenguas del mundo. La curiosidad por tratar de entender esta historia y cómo continúan evolucionando las palabras y las lenguas, lejos de deshumanizarnos y embarrar algún tipo de magia de nuestra naturaleza, es en realidad una parte fundamental de lo que somos.