Que los promedios sirven para llegar a acuerdos o aproximaciones entre magnitudes dispares es bien sabido. ¿Quién no regateó en una feria? ¿O en una subasta mandó una oferta bajísima, sabiéndola poco seria, pero calculando de antemano el promedio con un precio más adecuado?
Lo que me resulta llamativo es que se puedan promediar dibujos o apreciaciones sobre los colores. ¿Cómo hacemos si vos querés pintar la realidad a tu antojo y yo la veo distinta? ¿Cómo se promedia un dibujo?
Si hay promedio, hay cuantificaciones. Y es que estos dibujos en los que pienso son, justamente, representaciones gráficas de los fenómenos naturales. Mapas, por ejemplo. Mapas celestes, más precisamente.
Dibujar estrellas en algún momento del siglo XIX implicaba discutir sobre sus posiciones y sus brillos, porque los registros personales no coincidían.
– YO DIGO QUE ESTA ESTRELLA ESTÁ ACÁ Y QUE BRILLA MUCHÍSIMO.
-¡PERO DE NINGUNA MANERA! YO DIGO QUE ESTÁ ACULLÁ Y QUE NO ES TAAAN BRILLANTE.
-¡LUCHAS COMO UN GRANJERO!
-QUÉ APROPIADO, TÚ PELEAS COMO UNA VACA.
– Y BUENO, LA DEJAMOS DIBUJADA EN EL MEDIO Y QUE BRILLE APENAS NOMÁS, CHANGO.
Y el resultado es que quedaba pintada por ahí, donde nunca nadie la vio, con un brillo más o menos, ni fu ni fa. Ahora bien, para que esto pase tenía que haber al menos dos astrónomos discutiendo y varios intentando trabajar juntos en el dibujo de un mapa colectivo, y eso no pasaba sino hasta ese siglo precisamente, cuando el regateo de feria apareció en los observatorios.
A veces se promediaba la diferencia, a veces definía el asunto el que alegaba más experticia, inaugurando la batalla científica de ver quién la tiene más larga. Pero en el fondo hay algo más importante para notar, y es que había aparecido un nuevo problema científico.
Una manera de leer esto es pensar que la precisión requerida para el registro de los mapas aumentó, se innovó en instrumentos y por lo tanto las diferencias en los registros aparecieron, como aparecieron las arrugas en la cara y los escupitajos hiperrealistas con el implacable HD. Otra posibilidad es atribuir el origen del problema a que estaba ocurriendo algo que era novedad: nunca antes había habido tantos astrónomos combinados intentando construir un registro homogéneo del cielo gracias a la urgencia de monos pelados tratando de orientarse en altamar para intercambiar cositas lejanas y tamagochis.
En cualquiera de los dos casos, entramos airosos los historiadores en escena para mostrar que los científicos en cuestión no usan conceptos aislados sino construcciones con toda una historia y una sociedad que se meten en ellos sin que se den cuenta; que es como decir que el Colisionador de Hadrones le debe una porcioncita al Gangnam Style, cosa que tiene algo de incómodo y algo de cierto. La cuestión es que allá por el siglo XIX el problema fue parecido al del puto color del vestido.
Entonces, ¿por qué hasta los científicos ven distinto? Los historiadores suelen afirmar que la ciencia no es un producto, o no solamente, sino que la ciencia es un proceso social e histórico. Para unos, esto significa que para entender por qué se llegó a la mecánica de Newton tengo que saber no sólo sus leyes, sino qué se estaba preguntando este tipo cuando dio con ellas, y eso no lo puedo hacer sin ver que no era sólo él, sino mucha gente que se estaba preguntando cuestiones ligadas al desarrollo del transporte, la industria y la actividad militar. Al que lee, que ya escuchó algo del auge de la era nuclear, que vio la ciencia impulsada por intereses diversos pero explícitos, con financiamientos públicos y privados, además de políticas gubernamentales cantando a los cuatro vientos que promueven este o aquel tópico científico, esto le parece una obviedad.
Sin embargo, esto no era obvio cuando se planteó por primera vez en 1931. Tan poco obvio que otro historiador de la ciencia, Koyré, dirá que eso es una pavada, que la historia de las ciencias es historia de las ideas y que, para entenderlas, la Inglaterra del siglo XVII no tiene un pingo que ver (aunque Koyré sea francés de origen ruso y dudosamente haya usado la palabra ‘pingo’). Que la ciencia sea social sólo quiere decir para Koyré que tiene que haber una sociedad lo suficientemente desarrollada como para que uno consiga hacer algo más que comer, tener sexo y cazar todo el día (aunque se puede usar distributiva sobre ‘todo el día’) y logre dedicarse a la filosofía o a las matemáticas sin influencias externas sobre las ideas.
Así nacen desde los ‘30, de un lado, los llamados internalistas y, al otro, los externalistas. Pero aparece la tercera posición, por suerte, que viene a decir que este debate es como aquel entre astrónomos por los promedios: no es que sea una falsa discusión pero… para entenderla hay que historizarla. Todo re mamushka de contextualizaciones, y lo peor es que en realidad todo tiene sentido porque unos, los externalistas, son inicialmente soviéticos; y los otros son defensores de la ciencia en un contexto de crisis capitalista. De hecho el papá del externalismo, Boris Hessen, llegó al congreso de historia de la ciencia y la tecnología que se hacía en Inglaterra y expuso su teoría sobre Newton y la Inglaterra del siglo XVII nada menos que de la mano de Bukharin, que había sido Secretario de la Internacional Comunista. Los otros, los internalistas (con el señor Koyré a la cabeza) vivían en un mundo atravesado por la crisis del 29 y lo que menos querían era dar a pensar que la ciencia tenía algo que ver con la catástrofe social que los rodeaba. Si así fuera ¿por qué habría que apoyar semejante actividad? Es más, en los editoriales de la revista Nature (revista científica de las grosas) ya se había amagado con decir que la culpa del quiebre industrial era el excesivo desarrollo material que la ciencia había permitido alcanzar, en otras palabras, que el problema fuese cambiar algo del orden social ni se lo planteaban.
Después de semejante panorama a Koyré y sus secuaces no se le ocurría mejor idea que fogonear la teoría de que la ciencia es el desarrollo de las ideas humanas con independencia de su contexto social. En el extremo opuesto, los soviéticos, con una política de concentración de fondos para dirigir las actividades científicas desde el Estado, explicaban que así como Newton había sido el producto y la punta de lanza de la floreciente Inglaterra del siglo XVII, los científicos soviéticos lo serían en el desarrollo social del futuro… ciencia y sociedad unidos para su mutuo aprovechamiento, una no podía completarse sin la otra.
Los historiadores que ya no están en esa encrucijada histórica sino en otra se preguntan qué sentido tiene lo de externalismo e internalismo, no para entender la crisis del 29 sino para entender a Newton, y más en general, si esa distinción en las formas de hacer historia de las ciencias sirve para algo, ya sea a historiadores o a científicos. Se dice por ahí que Kuhn superó esa división entre externalismo e internalismo, pero López Piñero, un historiador de la medicina español, dice que Kuhn en los sesenta se presenta como superador de una dicotomía que ya era de entrada una berretada. Resulta que no sólo importa señalar que las ideas de Newton eran sociales e históricas, sino que para entender lo que escriben los historiadores hay que saber que las ideas de esos historiadores también son sociales e históricas.
Pero ojo, que no nos coma el posmodernismo. Que los conceptos científicos y los históricos sean sociales e históricos no quiere decir que sean meramente intersubjetivos y que no exista la realidad por fuera de esa negociación. Así como en el mercado el regateo termina de definir el precio, aunque el valor de la alfombra persa exista por fuera de las ganas de hacerse millonario del que oferta y de las ganas de comprarla regalada del que la demanda. Del mismo modo, dos astrónomos pueden discutir dónde vieron una estrella o qué brillo tiene, que no es lo mismo que decir que la estrella está efectivamente en dónde ellos decidieron aleatoriamente dibujarla.
El no entender esa diferencia nos dejaría muy cerca de un personaje de un chiste de Quino (uno que Nik todavía no ‘homenajeó) en el que un paciente que le grita a su doctor revoleándole los resultados de los estudios por la cabeza:
‘¡BASTA, DOCTOR! O CAMBIA USTED MI METABOLISMO, O CAMBIO YO DE MÉDICO. YO SOY UN MANAGER ¿ME ENTIENDE? ¡UN MANAGER! Y NO AGUANTO NO SER YO QUIEN DECIDA CUÁNTO COLESTEROL DEBE TENER MI SANGRE, CUÁNTAS TRANSAMINASAS DEBE ALMACENAR MI HÍGADO, QUÉ PRODUCCIÓN DE ENZIMAS O QUÉ NIVEL DE GLUCOSA ME CONVIENEN. ¿CÓMO ES POSIBLE QUE MI ORGANISMO MANEJE TODO COMO SE LE DA LA GANA? ¿Y MI CEREBRO? ¿POR QUÉ SABE DE MÍ COSAS QUE YO NO SÉ? ¿¡QUÉ TIENE MI HIPÓFISIS QUE METERSE A OPINAR SOBRE SI ME FALTAN O SOBRAN HORMONAS, EH!?’.
En este caso, parafraseando y negando a Spinoza: reír o llorar, pero, sobre todo, seguir en el intento de comprender.