La vida está llena de altibajos. En general uno va surfeando la media, pero la dispersión existe y aparecen los picos, los extremos, las cotas. El subsuelo más profundo lo encontré una madrugada etílica, con la autoestima chapoteando el magma por el recuerdo fresco —más tirando a helado— de que, cuando uno no quiere, dos no pueden. Al tiempo me recuperaría para entender que sí, que la vida te da revancha y te tira una soga, un caminito de migas de vuelta hacia la media; que toda esta jodita de existir a veces es una de cal, y otra de Florencia.
Algo se sufrió, claro, pero menos; que madurar también es aprender que cada vez hay más arena abajo que arriba, que no hay tiempo que sufrir. Dudo que sus pacientes puedan decir lo mismo ya que, afortunadamente, a mí nunca me miró la boca con fines clínicos. Pero ellos acuden a diario a su salita de la inquisición, buscando apagar dolor con dolor. Algo así como extinguir un incendio con explosiones.
El dolor, aunque nos duela, nos conviene y nos acompaña desde que tenemos sistema nervioso. Es una sensación subjetiva: a cada uno nos duelen cosas distintas y en diferente intensidad, e incluso a una misma persona el dolor le pega distinto dependiendo de su edad, su estado anímico y otros factores. Duela mucho, poquito o nada, esta sensación es una adaptación evolutiva que nos permite protegernos de un daño mayor que pueda poner en juego nuestras vidas.
Esta torturante pero conveniente adquisición es un fenómeno bastante complejo que se halla en permanente estudio y revisión, dado que nos afecta mucho y a todos y todavía no está del todo resuelto. Además es un negoción. Quienes sufren de migrañas o quienes acuden corriendo a Florencia —más por su título de grado que por su insoportable sonrisa— serían capaces de rematar su casa con tal de erradicar el suplicio de su cuerpo.
Todo este sufrimiento arranca con los receptores del dolor, llamados ‘nocireceptores’. Estos están distribuidos a largo de todo el cuerpo: piel, huesos, vísceras y, por supuesto, el dedo chiquito del pie. Cuando la simpática pieza inferior se estrella contra un zócalo, los nocireceptores se activan y envían una señal a la médula espinal que, a través de otra vía de vuelta, desencadena el tipo de respuesta rápida que conocemos como ‘reflejo’. Básicamente y sin sistema nervioso central mediante, se contraen los músculos que permitirán que dejemos de amasar el dedo contra la pared en ese instante. Pero además hay otra ruta que sube hasta el cerebro y desencadena una respuesta bastante más compleja. Digamos que recién cuando esta señal llega a nuestra corteza cerebral somos conscientes del altercado, desatándose la típica respuesta de ‘¡aia!’ o, más comúnmente, ‘¡¡¡La @#*&!#*!!!’. Además se activan los mecanismos de estrés, esos que aparecen ante cualquier amenaza; porque, sí, ahora el zócalo es una amenaza. Este es el tipo de respuesta que se dispara cuando nos enfrentamos ante un peligro y tenemos que tomar la decisión de huir o pelear. En esta situación en particular, es probable que optemos por abandonar la batalla, aunque ha habido casos de paredes abatidas a martillazos por algún descalzo iracundo. Por otro lado, el episodio quedará, en el mejor de los casos, asentado en la memoria. La próxima caminata divagante por la casa seguramente nos encuentre provistos de pantuflas.
Uno de los aspectos más interesantes del dolor tiene que ver con nuestro incansable ímpetu por apagarlo. Hablar en serio de analgesia requeriría varios de esos libros que permiten balancear mesas muy pero muy rengas y salvar un montón de vidas. Lo cierto es que ni el hippie menos hipocondríaco puede jurar que un dolor nunca lo llevó a traicionar sus principios y tomar una aspirina, paracetamol, ibuprofeno o diclofenac. Lo que hacen estas drogas es, entre otras cosas, inhibir la síntesis de prostaglandinas (?). Las prostaglandinas son sustancias que se producen cuando hay una lesión y lo que hacen básicamente es manijear a los nocireceptores. Por lo tanto, disminuir la síntesis de prostaglandinas es sinónimo de alivio.
Cuando el dolor es tal que este tipo de analgésicos no le causa ni cosquillas, la cuestión escala y ya hay que pensar en fármacos opioides. Las drogas opioides son sustancias generalmente derivadas del opio, extraído de la amapola, siendo las más conocidas la morfina y la heroína. Estas drogas actúan tanto en el sistema nervioso periférico como en el central y tienen un poder analgésico enorme. Actúan sobre los mismos receptores que las endorfinas, unas sustancias que produce naturalmente nuestro cerebro y que generan sensación de bienestar. El problema de este tipo de drogas es que además producen hipnosis, alucinaciones y todos esos viajes relocos que vimos en Trainspotting. Pero, sobre todo, generan un nivel de dependencia superior a cualquier otra sustancia.
El propio House —médico, músico y ortiba— escapaba del dolor en su pierna con Vicodin, un derivado del opio. No sabemos qué dolores atosigaban a Seymour Hoffman, al pibe de Glee o al propio Luca. Seguramente fueran estas penas bastante más complejas que un dedo reventado, una muela infectada o un desamor. Sí entendemos ahora un poco mejor por qué el dolor duele y por qué no duele. Pero además sabemos que, evolutivamente, garpa y mucho.
Sufrir, en su justa medida, nos permite sobrevivir en un mundo hostil que sí, duele, pero que, gracias a eso, tarda mucho más en matarnos.